El consejo del desesperado nunca nos lleva a ver la realidad de las cosas, prácticamente nos las roba.
jueves, 30 de octubre de 2014
Ojo
El consejo del desesperado nunca nos lleva a ver la realidad de las cosas, prácticamente nos las roba.
domingo, 26 de octubre de 2014
Una ola llama a tu puerta
Sabes que llega y también sabes que te arrollará, tanto si abres como si no. La estupidez no conoce límites y no tiene vacuna. Al menos sé cortés con ella.
La industria emocional
Eliminar eslabones en una cadena de sucesivas causas y efectos suele ser práctica común entre los lógicos ansiosos. Como consecuencia, las conclusiones pueden acabar resultando más propias de un iluminado que sujetas a algún patrón predictivo. Así por ejemplo, abreviando pasos según ese método puede uno llegar a creer que no es el aire o el alimento sino el dinero lo que insufla en la gente energía. Es verdad que el dinero es capaz de crear industrias como la editorial o la del cine; que gracias a ellas, parece ser, conocemos una amplia variedad de vidas más o menos ejemplares que usamos como referencia para llevar adelante la nuestra; que de esas referencias, y de nuestra proximidad o lejanía a ellas, es de donde nacen nuestras emociones: alegría, miedo, envidia, odio y un largo etcétera; y por último, que hablar de emociones es como referirnos a la parte más íntima y vital de nuestra energía. Encadenando el argumento, parece como si esa energía vital, ya sea euforizante, amenazante o depresiva, dependiera indirectamente de la inversión financiera de partida.
La cadena es, sin embargo, lo bastante larga como para que ese juego de transiciones no siempre evolucione correctamente. Siguiendo eslabón a eslabón la cadena, sólo en el caso de poder especificar funcionalmente cada una de las causas de entrada, a fin de ponerlas en estricta relación con los efectos de salida, tendríamos la oportunidad de saber cuáles serían los cambios emocionales esperables. Apurando hasta el extremo, esto supondría algo parecido a fabricar directamente emociones con ayuda del dinero. Por supuesto esto no debe de hacernos olvidar que también es necesario un plan que aproveche adecuadamente el conocimiento funcional de cada una de las etapas. Visto así, en conjunto, nos encontramos ante un potente instrumento de mediación social, prácticamente ante un sistema de intervención sobre el público, que está en manos de quien maneja el capital. Podría decirse en rigor que mediante el conocimiento inscrito en cada uno de los eslabones se pueden sentar las bases de una auténtica industria emocional.
Pero, ¿es esto realmente así? Para afirmarlo tendríamos que ir analizando cada uno de los medios a través de los cuales se van encadenando las causas con los efectos. Sin embargo, no parece que este mecanismo causal sea el más apropiado para estudiar el funcionamiento de los medios de comunicación de masas. Y hablo de ellos porque son los que sirven de vehículo multiplicador de los efectos emocionales. El reto consiste en ver si somos capaces de identificar ahí los eslabones y de especificar con precisión qué clase de función desempeña cada uno de ellos. No entraré en mayores detalles, pero es evidente que sólo entrando, por ejemplo, a tipificar géneros literarios, formatos audiovisuales, fórmulas de producción y otros aspectos similares se puede calibrar hasta qué punto esos medios funcionan conjuntamente como una industria fabricante de emociones tanto individuales como colectivas.
Seguramente es fácil encontrar el medio de invertir dinero y que se produzcan emociones a borbotones, pero no parece tan sencillo afinar en ese proceso de manera que obtengamos justo las que en cada caso deseamos. Por el momento parece que la industria, aunque generalmente rentable, ofrece resultados demasiado rudimentarios. Será por eso por lo que por mucho presupuesto que se invierta en los proyectos emotivos todavía se obtienen, junto a algunos éxitos, abundantes fracasos y, lo mejor de todo, inesperadas sorpresas.
sábado, 18 de octubre de 2014
Desactivar, en general
Nadie sabe dónde podría quedar la frontera que deslinda significados entre vivir y desvivirse. Que el segundo sea un verbo reflexivo debe indicar que esa línea divisoria, caso de existir, la establece cada uno en sí mismo. Del vivir como curso imparable del tiempo sobre un sujeto genérico siempre inerme y pasivo pasamos —no sabemos si en un continuo— al desvivirse como ejercicio propio de un sujeto individual y activo, generalmente poseído por una desbordante vitalidad. Como el tránsito entre ambos significados es confuso, para entender mejor qué sentido debemos conceder a desvivirse, creo que deberíamos de argumentar, dejando a un lado lo particular, sobre el significado que podríamos atribuir al indefinido vivirse. Vivirse, como acción sobre uno mismo, debería tener que ver con cierto dominio pleno que uno va experimentando al correr de su vida, donde el énfasis parece recaer más en la plenitud que en la mera conciencia de vivir. A nadie escapa tampoco que en el hecho de vivirse el vividor transmite a través del verbo a los demás un apacible equilibrio entre el disfrute físico y el registro mental del que sólo puede derivar un grado de autosatisfacción casi onanista. Con esas credenciales semánticas, se apunta a un estado anímico tan idílico que prácticamente nunca se da, lo que deja a vivirse, en tanto que candidato a verbo, desamparado y con escaso respaldo en la realidad. No pudiendo dar con el lenguaje curso a ese idílico vivirse, es razonable concebir el desvivirse como una resuelta asunción de la vida y sus vicisitudes más allá de cualquier autocomplacencia. Y precisamente esta aproximación a vivirse nos da una clave a partir de la cual podemos trazar una divisoria tentativa entre los significados que al principio barajábamos. Pensando en esa autocomplacencia vital y en su fragilidad no tardamos en descubrir que el factor diferencial podría ser la amenaza. Vivir es también vivir sujeto a amenazas de todo tipo, mientras que desvivirse supone ver en los demás la ocasión propicia para desembarazarse si no de todas, sí al menos de las más graves y peligrosas, de esas que a uno le llegan de sí mismo. Quien se desvive mediante una labor eferente, sea esta o no altruista, puede que viva más intensamente y hasta que sobreviva, pero lo verdaderamente relevante es que consigue en un ambiente frenético un efecto sorprendentemente sedante, a largo plazo discutible, un efecto tan obvio como olvidarse de sí mismo.
martes, 14 de octubre de 2014
Nunca escribas con escrúpulos
Hay dos modos prácticamente opuestos de afrontar la escritura y no, no hablo de los relativos a la profesionalidad. A los que me refiero son, por un lado, al modo que reúne a quienes piensan que escribir es un acto prácticamente inútil pero nunca vergonzoso y, por otro, al de quienes piensan que es un acto realmente vergonzoso pero nunca inútil. Como decía, esta distinción poco tiene que ver con el oficio, pero curiosamente los primeros sacan de esa inutilidad buen partido, porque el cínico como escritor al dictado carece de escrúpulos; mientras que los segundos, por su parte, exhibiendo avergonzados sus lastimeras cuitas, confían en sacar de su penitencia como escritores beneficio terapéutico y algún estímulo.
lunes, 13 de octubre de 2014
Aparatos respiratorios
El espejo corrosivo, el beso cortante, el sentido turbio, el espacio escurridizo y el podio profundo pertenecen a la entrañable categoría de las ilusiones humillantes. Hacerse la ilusión en esos términos no es que trunque tus legítimas aspiraciones vitales, directamente las dinamita. Veámoslo de cerca: Un espejo en el que tu imagen se diluye entre muecas y disloques; un beso en el que al primer contacto tu pasión se astilla; un sentido en el que sin pena ni remedio zozobra tu calibre; un espacio en el que tu destino se desparrama y todo lo mancha; un podio en el que tu gloria se precipita y declara anónima. Aspirar entre tales dudas o espirar desde tu entraña, ¿tu qué prefieres?
La réplica inesperada
domingo, 12 de octubre de 2014
Lo extraordinario
Los mundos que rodean al mito y la razón se proclaman excluyentes, aunque se advierta su origen común en nuestro enfrentamiento a lo admirable y a lo extraordinario. Los efectos paralizadores de ese pasmo sólo parecen atenuarse cuando son asumidos mediante alguna liturgia mágica o afrontados mediante un examen analítico. Esto hace que, aun siendo ambos mundos comunes en origen, se hayan desarrollado en direcciones divergentes y de hecho contradictorias. La expresión más clara de esas contradicciones sería el milagro, o consecución de lo extraordinario por vía sobrenatural, que el mito acepta e integra y que la razón disuelve y rechaza. El milagro marca, por tanto, la frontera entre esos dos mundos. Son dos mundos que aun hoy conviven en permanente tensión, si bien no parece que el milagro pueda ser sostenido públicamente de forma convincente. Como ha servido, por otro lado, de coartada para toda clase de estafas y abusos a la buena fe, es temerario mantenerlo en vigor. Desde que nuestras sociedades están regidas por un contrato social no teocrático, el milagro ha pasado de ser un confuso acontecimiento público a ser un hecho evaluable empíricamente. Este tratamiento le ha hecho perder toda credibilidad pública y actualmente, carente de la relevancia social que antes le otorgaban las religiones, levanta justificadas sospechas. No cabe duda de que el mundo mítico subsiste bajo ese ordenamiento social, pero es difícil que emerja y menos que se prestigie a través de acontecimientos milagrosos, porque la explicación de cualquier acontecimiento físico ha pasado a estar sujeta al protocolo científico y porque los costes de aventar falsas esperanzas son socialmente intolerables. Como dice Grass, en una ácida valoración de esas extraordinariaces en la que marca bien el signo de los nuevos tiempos: «Ya nadie se pregunta si existen los milagros, sino cuál es el precio que hay que pagar por ellos».
Citas creativas
De una cita literaria es absurdo hacer un mundo, y menos pasar a tenerlo por propio. Quienes actúan con esa desmesurada pretensión creen haber encontrado por fin la famosa palanca de Arquímedes, aquella con la que además de poner el mundo entero en movimiento éste quedaría a su arbitrio. No desmerecerá en su valor la palabra escrita, y tampoco la cita en cuestión, por asignarle un papel un poco más modesto. Pero es difícil que quien escribe se resigne a la triste condición de subalterno. «Mencionando a X, Y llegó a decir Z, cuando X realmente sólo había dicho A». La gran distancia que media entre la A y la Z nunca será visible sin la cita expresa de A junto a Z. Sin embargo, esa es una condición que por necesaria no llega a ser suficiente para conceder a Y los honores que pueda ostentar X. Esto no deja de ser un abuso que desgraciadamente se da a menudo. Porque una cosa es incorporarse a una corriente de opinión, a través de una cita, y otra considerarse la fuente y como tal el principio creador de la misma.
Bueno, pues si con una no basta, se dice el citador, que sean dos, o tres, o cuatro citas, y así sucesivamente hasta que ese maniático lector, que todo lo supervisa y sopesa, se rinda y me conceda patente de creador. Este es otro planteamiento, también pretencioso, pero que merece, no obstante, otra consideración. De por medio estaría como cuestión principal si alguien que escribe citando puede ser considerado creador. Conviene no olvidar que en un mundo que se desvive por la novedad esa etiqueta de creador concede crédito casi gratuito y, por otro lado, que quien en él tiene crédito gana ascendencia sobre el resto, y digo ascendencia porque llamarlo poder quizá resultaría excesivo. De ahí a suponer que la novedad es la seña inequívoca con que se presenta el creador media un trecho importante. En realidad es tan absurdo como lo de partir de una cita para montar un mundo. Novedad sólo puede ser algo de lo que no encontramos su igual, sin que eso le conceda mayor utilidad o mejor prestancia. Es cuando empezamos a compararlo con lo conocido cuando lo nuevo adquiere algún relieve e interés. Es ahí donde entrarían en juego las citas. Por ejemplo, una serie de citas puede avalar un argumento propio o conceder un inesperado peso y autoridad a lo que uno ha propuesto. Ya sea porque lo corroboran con otras palabras o porque ponen de relieve un nuevo enfoque.
Hoy este asunto se ha complicado enormemente porque muchos de los que escriben en los medios de comunicación se atribuyen la dudosa honra de ser creadores, creadores de opinión. Parece como si la opinión del resto, por permanecer callada, no les mereciera excesivo respeto, creyéndonos a la espera de que ellos como curtidos parteros saquen de nuestras entrañas lo mejor. En este caso, al igual que en el caso del que cita, por no hablar del que cita sin declararlo, estamos lejos de asistir a una creación. Hablemos de inducción, de persuasión o de engaño para entender lo peligroso que puede ser sentir reflejada en palabras ajenas la propia opinión. El peligro reside en que ese reflejo reproduce nuestras ideas mediante una imagen que aunque sea poco o nada fiel al original resulta, por mor del oficio, mucho más aseada y digna de ver. Esto hace que con frecuencia la utilicemos como carta de presentación, como cita de urgencia o como instrumento defensivo en una discusión. Es verdad que de ese modo no exponemos nuestras ideas sino las de ese escritor, al que acogemos como pensador de gabinete. Son ideas que encuentran mullida cama en las nuestras para después ser puestas como propias en circulación. Si luego quedamos al descubierto y sin opinión, no deberíamos quejarnos. Por eso es muy recomendable, en este punto de citar o asumir opiniones, saber con quién se acuesta uno, haya o no consumación.
sábado, 4 de octubre de 2014
Ahora desde la cabeza
Hablaba yo de la dispersión de la verdad, otros lo hacen con más tino apuntando para ello a la cabeza. Como ésta tiene una condición reflexiva no es difícil comprometerla con nuestra propia percepción de ella. El resultado, al decir de Günter Grass, es catastrófico, aniquilador. Él no aborda directamente la verdad, el parte del que piensa y de la dificultad en quien ya se conoce de reconocerse, esta vez desde la distancia, o más concretamente de la imposibilidad de establecer desde un punto externo nuestra propia identidad.
Así entiendo, yo por lo menos, el rotundo comienzo de su pequeño ensayo La carrera hacia la utopía: «La cabeza del hombre se considera a sí misma más diversa y más grande que la esfera terrestre. Es capaz de pensarse y repensarse a sí misma y a nosotros desde cualquier distancia, desde más allá del alcance de la gravedad de la Tierra. Se describe a sí misma y luego no se reconoce. La cabeza del hombre es una monstruosidad».
Donde la verdad se dispersa
La idea de una verdad universal sólo puede sostenerse cabalmente si se acepta aquello que Alguien dijo de que alrededor de una verdad circulan en distintas órbitas, bien sean lejanas, contrapuestas, colisivas o intermedias, muchas otras afirmaciones que podrían ser igualmente verdad tan sólo con que cumplieran como único requisito que todo el universo se observara partiendo de ellas como primer punto de referencia.
jueves, 2 de octubre de 2014
De Incógnito
De la cartelería empleada en el último Zinemaldi de Donostia me ha llamado especialmente la atención el cartel que muestro aquí arriba, obra original de Erick Ginard, un ilustrador cubano afincado en México. El trabajo, que lleva por título Incógnito, me parece francamente sobresaliente. De hecho, que entre los demás sobresale es algo perfectamente constatable, pues no hay más que revisar los restantes carteles del Festival, en sus diversas secciones, para reconocer los méritos de éste.
Dicho cartel ha servido para anunciar la sección Nuevos directores. Si no ha llegado ahí por iniciativa del propio ilustrador al postularse, creo que quien lo ha elegido para publicitar la sección ha estado bastante acertado. Lo digo porque hay en esa imagen, por si no bastara con lo apuntado en el título Incógnito, un interesante intento de reflejar cómo surge y se proyecta lo desconocido. En una línea más convencional, podría haberse optado por mostrar la inminente presencia de lo que aún desconocemos de una forma más opaca, quizá a través de algún símbolo, o mediante alguna intriga o referencia más o menos literaria. Lo que tiene de interesante, sin embargo, la fórmula aquí empleada es que se trata de una fórmula fundamentalmente visual. Recurre para ello el autor a un anónimo rostro que viene a tomar posición y figura en un busto visible, aunque sin llegar a desvelarse. No estamos, por tanto, en el clásico juego lógico entre lo conocido y lo desconocido, sino en uno mucho más equívoco, entre lo que puede llegar a ser y lo que se va haciendo evidente. Alguien podría pensar que esa doble apelación a factores abstractos y neutros desfigura al hombre, al director en este caso, como pivote principal del cartel. Pero quien ve a continuación la imagen completa, un busto humano en definitiva, difícilmente puede llegar a aceptar semejante objeción.
Respecto a lo de las referencias simbólicas o literarias, tampoco puede sostenerse que carezca de reminiscencias en esa dirección. Al fin y al cabo estamos ante un cartel, un medio de expresión, una obra perteneciente por tanto a una larga tradición cultural. No es extraño que reconozcamos a primera vista una influencia clásica, griega más exactamente, y de un modo más sutil seguramente otra oriental. No es cuestión de esgrimir cánones cuando uno inmediatamente evoca en esos cabellos ensortijados la testa del David de Miguel Angel. Y también hay algo de apolíneo en ese remate ovalado del mentón que asienta el gesto y es una seña de carácter sobre el desvaído busto. Lo que se cierne, avalado por esos detalles formales, es una promesa de renovación. Algo que conviene especialmente a quienes se tratan de presentarse como intérpretes de un nuevo mundo a través de su arte. No olvidemos que en cualquier arte la expresión es todo: esto vale para el cine y vale también aquí para el arte de la ilustración. Y si hablamos de expresión, mirando a este cartel es probable que sepamos reconocer cierta inspiración caligráfica. Cierto que esa caligrafía no está del todo en línea con la tradición que reflejan las formas, ciertamente occidental. El trazo con grueso pincel parece revelar un estilo diferente, un grafismo de origen oriental. En la medida en que todo grafo esconde una firma, el resultado sería una afortunada síntesis, y consecuentemente un símbolo, de quienes buscan con su obra un nuevo y personal modo de expresarse. Todo esto no hace sino resaltar el acierto principal de quienes nos han propuesto el cartel (el autor por delante y el programador quizá), y ese acierto ha consistido en haber sabido aunar felizmente el destino al que se ha dedicado con su expresión formal.
domingo, 28 de septiembre de 2014
Palabra de Yeats
Reconocemos fácilmente el arrebatado estilo de Yeats en uno de sus mejores poemas, justo aquel que dice:
Girando y girando en el creciente círculo
El halcón no puede oír al halconero;
Todo se deshace; el centro no puede sostenerse;
Mera anarquía es desatada sobre el mundo,
La oscurecida marea de sangre es desatada, y en todas partes
La ceremonia de la inocencia es ahogada;
Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores
Están llenos de apasionada intensidad.
Seguramente alguna revelación está cerca;
Seguramente la Segunda Venida está cerca.
¡La Segunda Venida! Apenas pronunciadas esas palabras
Cuando una vasta imagen del Spiritus Mundi
Inquietó mi vista: en algún lugar en las arenas del desierto
Una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
Una mirada vacía y despiadada como el sol,
Mueve sus pausados muslos, mientras por doquier
Circundan las sombras de las indignadas aves del desierto.
La oscuridad cae de nuevo; pero ahora sé
Que veinte siglos de un pétreo sueño
Fueron contrariados hasta la pesadilla por el mecer de una cuna,
¿Y qué tosca bestia, cuya hora llega al final,
Cabizbaja camina hacia Belén para nacer?
The Second Coming (W.B. Yeats, 1919), versión de Juan Carlos Villavicencio en Revista Descontexto
Se trata efectivamente de La Segunda Venida. Como es notorio, el poema arranca con un diagnóstico algo sombrío para luego, al entrar en la segunda estrofa, adoptar un tono entre inquietante y apocalíptico. Pero antes de que ahí llegue el tremendo torrente de imágenes, destaca por encima de todo una cruda verdad con la que Yeats nos despoja de cualquier esperanza, una verdad llamada a ensombrecer los momentos y situaciones más críticos:
Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de apasionada intensidad.
sábado, 27 de septiembre de 2014
Entendimiento paralelo
Están los hechos:
Se lee a mucha mayor velocidad que como se escribe, aunque concretando menos. Se escribe a menor velocidad que como se piensa, aunque concretando más.
Luego están las reglas:
Nada se concreta si no se entiende. Si la concreción no es otra cosa que el entendimiento, está por un lado el entendimiento del que escribe y por otro el del que lee.
Nada se piensa en concreto hasta que no se repiensa. No es lo mismo lo que repiensa quien lee, que lo que se repensó y quedó escrito.
Nada se lee como lo lee quien lo escribe. No existe grado de concreción similar en ambos, tampoco un entendimiento paralelo.
Y al final vienen las conclusiones:
A igualdad de ganancias y pérdidas en esas concreciones, uno tiende a creer que cuando lee capta realmente lo que otro piensa.
Esa igualdad, imposible como el entendimiento paralelo, está más próxima y puede llegar a ser una perfecta ilusión cuando uno escribe rápido y el otro lee lento.
miércoles, 24 de septiembre de 2014
Obsolescencia
Al cabo del tiempo descubres que todo pesa más de la cuenta, que cagar y aliviarse no es tan fácil, que lo de follar en canal caduca, que van descaradamente a por tu manteca, que te invitan para ponerte de adorno, que por lo menos bebido no vas a ninguna parte y que no debes mirar a los jóvenes fijamente.
lunes, 22 de septiembre de 2014
A posteriori
Después de mucho trajinar sin éxito entre las obras del autor en busca de la cita precisa, ha querido la suerte que pasados unos meses, en el ojeo casual en un cuaderno olvidado, surjan luminosas una serie de tres afirmaciones bien engranadas y certeras, justo cuando ya ni parecían necesarias. Como me resisto a despreciar los beneficios de la casualidad y veo en esta aparición el augurio de una interesante vuelta al tema, ahí va este esclarecedor pasaje de Walter Benjamin:
«Huella y aura. La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que dejó atrás. El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros». (Libro de los pasajes, M 16 a, 4)
No sé si proponiéndolo me apropio de este pasaje o si simplemente me he dejado atraer por su magnética precisión. Creo que es más bien el aura luminosa desde la que se proyecta —con sus dos definiciones y sus relaciones con el objeto— la que me engaña. Y está también presente la huella indeleble de Benjamin, a quien en profunda sintonía he creído a veces hacer mío. Así que prefiero dejar ahí el pasaje, sin hacer tampoco mucho comentario, que coleccionarlo como una cita más. Hacerlo sería tan inútil como hacerse con una ventana de finísima geometría para adornar nuestra galería, porque su valor depende al final de ante qué la pongas y tengo la certeza de que el paisaje que mejor le cuadra aún está por llegar.
domingo, 21 de septiembre de 2014
Voces proféticas
Privilegio de profetas es esa prosa densa como la lava calmosa, ansiosa como una rumia ardiente, desbocada como un pensamiento ruidoso; mana incansable, camina torturada, se alza estrepitosa y a todos los que la siguen nubla, aturde y agota.
Lo que se perdió
Como no es fácil perderse de vista a uno mismo, siempre le queda al desnortado y perdedor habitual la posibilidad de refugiarse en su laberinto, en el que sin buscarse reto alguno encuentra feliz ocasión de mostrar su calidad de memorioso buscón y de redimirse a perpetuidad como dueño indiscutible de todo lo que ha perdido.
sábado, 20 de septiembre de 2014
Operando con imágenes
Uno simplemente ve imágenes, no sabe si llega a entenderlas, porque tampoco cree que deba buscarles significado. Con las palabras no pasa lo mismo, pues se expresan a través de una impronta sonora o visual, que por economía pronto alcanza carácter simbólico. Lograr una traslación similar para las imágenes, o sea dotarlas de cierto significado, no parece posible o bien supone abordar un proceso muy distinto. De existir significado, no suele venir asociado a un símbolo sino vagamente fijado por un amplio contexto visual en el que el conjunto de evidencias define el objeto de referencia, algo que de manera directa suele ser inaprensible. Otra cosa es que ciertas experiencias visuales parezcan haber quedado condensadas en un símbolo y que con la invocación de éste se desate una secuencia en la que las imágenes reviven. El cine sabe mucho de esto y por eso hay gente que describe su amor sin más que señalar a Casablanca, esgrimiéndola como un símbolo.
No obstante, hay algo en este juego entre imágenes y símbolo que resulta equívoco, si no paradójico. Para entrar en su complejidad basta con que consideremos un caso bien diferente del anterior: ¿Puede una imagen brutal y abrasiva a la vista convertirse en un símbolo? Habrá quien vea en la cruz cristiana un ejemplo revelador de cómo una imagen se ha abierto camino en ese sentido. Es bien sabido, sin embargo, que en los siglos que median entre aquel cruel tormento y el anodino símbolo se ha producido una paulatina estilización de los hechos. En ese período se ha empleado a fondo la recreación teológica para conseguir abrir un espacio liberador tras un símbolo que viene a abstraer la imagen del crucificado. Hasta la carne y la sangre deciden ahí transustanciarse en pan y vino para ofrecer del sacrificio original un simulacro vulgar y tolerable. Por si no fuera suficiente, el proceso de estilización se ha visto acompañado a lo largo de los siglos de un ejercicio paralelo, conducente a sublimar artísticamente aquella brutalidad primitiva. Los contornos más dramáticos del caso han sido rebajados gracias a la honda belleza de las figuras presentes en el cuadro y a la serenidad con que se entregan al sacrificio.
Hace unos días nos llegaban, a través de los medios, unas crudas imágenes en que un verdugo enmascarado profería amenazas en nombre de su credo mientras mantenía a la vista de todos, a punta de machete, el rostro demudado de un hombre arrodillado y vestido con un sayón naranja, que elevaba afligido su última petición antes de ser degollado como un carnero frente al árido y desolado paisaje del desierto. Los comentaristas se han empeñado en hacernos sentir esa brutalidad como un símbolo, como la marca distintiva de un régimen político. Desde luego no pretendo salvar a ese régimen fanático, tan sólo apuntar que un instrumento de intimidación —una secuencia de imágenes en este caso— no es lo mismo que un símbolo. Creo que en ese punto se equivocan, porque las brutales imágenes apenas revelan nada, con ellas sólo se intenta instalar el miedo. Que ese miedo consiga tener una propagación rápida y un alcance universal es bien distinto de que un vídeo tenga valor simbólico. El símbolo siempre tiene un significado universal, algo que le confiere cierto valor. Sin embargo, no estamos como en la moneda ante un valor de cambio, asociado necesariamente a un interés específico. No es fácil revertir eso y hacer que la imagen pase de instrumento efectivo a símbolo. Lo hemos visto con la cruz. En el caso que comentamos, no se puede partir del efecto que tienen las imágenes intimidatorias —de indudable valor para sus autores— para hacer de ellas un símbolo del terror ni hacerlo gravitar sobre los espectadores como una amenaza simbólica e universal. No digo, evidentemente, que los símbolos no puedan ser empleados como efectivos instrumentos de propaganda, sino que al hacerlo se da una paradójica situación: por un lado, del símbolo se pretende hacer un puente que mira desde un pasado remoto a un futuro ansiado anulando el presente; por otro, urge a ensanchar ese presente, a copar el tiempo entero bajo el influjo de ese símbolo hegemónico. A través de esa hegemonía volvemos, pues, al ejercicio del poder mediante la intimidación y a las imágenes como una acción propagandística de proyección estratégica, puntual. Como además estamos ante un acto criminal, quizá conviniera distinguir entre los actos de carácter ejemplar y los de naturaleza simbólica. Los primeros aparecen con intenciones correctivas, más bien inmediatas, mientras que los segundos, además de tener un modo de operar estricto, se proyectan universalmente buscando de cada cual su interpretación. Las imágenes citadas entrarían evidentemente dentro del primer apartado. De otro signo, más próximo al simbolismo y a la universalidad, sería ofrecer imágenes de Auschwitz y de los campos de concentración. Obviamente hablo del alcance de las imágenes y de su significación, no de las detestables políticas que en ambos casos las alientan.
Intentando resumir mi criterio, las imágenes, particularmente las más atroces, no son por sí mismas simbólicas. Tienen que tensarse en torno a una línea de futuro desde la cual puedan posteriormente ser evocadas sin inspirar frustración, temor u otros sentimientos negativos. Sin esa tensión latente no hay forma de construir un símbolo. Auschwitz, por volver al ejemplo anterior, va camino de ser un símbolo por cuanto auspicia un futuro de igualdad racial y respeto a la persona así como una humanización de la muerte. A pesar de que las atrocidades no cesan, los noticiarios suelen imponer a la mayoría de las imágenes mostradas un carácter de aviso urgente o de suceso transitorio que hace difícil que pasen a tener una connotación simbólica.
jueves, 18 de septiembre de 2014
Renovación del rito
El oficiante lanzaba rodando por la empinada pendiente el corazón aún latiente de la doncella y tras él se abalanzaban cuesta abajo como almas enloquecidas sus amantes. Al rito se le ha dado siglos después un giro radical al hacer que un funcionario tire por esa misma pendiente un queso, a guisa de apetitoso doblón. Sigue habiendo bonitas carreras, y muy ruda disputa entre los hambrientos, pero el acto transmite más ansiedad que pasión. La desesperada búsqueda del amor se ha quedado en voraz y bufa montería, y claro, así ya nada es lo mismo.
Ciencia personal
No es propiamente la razón sino nuestro temor lo que nos empuja a hacer previsiones y cálculos.
miércoles, 17 de septiembre de 2014
Dos ojos, en efecto
Dos ojos persiguen la perpetua ilusión: Difícil modo de materializar un deseo, pero sencillo truco para sustanciar obstinados credos.
sábado, 13 de septiembre de 2014
Bilbao
Salieron a la luz París, Venecia, Nueva York, Estambul..., y no dudó. Al mostrarle una foto del Guggenheim, sólo acertó a responder: «Me costó encajar todo eso en mi mente. No sé dónde se ha quedado, ni siquiera me trae recuerdos, es como si ese extraño panteón se lo hubiera tragado mi mapa».
viernes, 12 de septiembre de 2014
Difícil retorno
Los que vienen del fin del mundo siempre traen noticias inverosímiles, tan fascinantes que suenan a recientes y cercanas, capaces de retenernos definitivamente allí.
jueves, 11 de septiembre de 2014
Descendió entre nosotros
Concluida la estancia del escritor
en los remotos cielos,
desciende en salvífica misión
a poner orden entre líneas.
Los suyos siempre recelaron,
cuando no morían de risa con
la tormentosa llegada del verbo,
y el vuelo imprevisible de su pluma.
Abriendo el ancho crepúsculo
como tibia aureola a sus sueños,
prometía a todos la tímida luna
entre resquemores y amenazas.
A gala tuvo lucir su pronta furia,
urdía los golpes como los desataba,
sirvieron de acero y escudo ajeno
sus fluidas babas en papel recio.
Pero se equivocaba cuando confiaba
en el oráculo y su melifluo altavoz,
en que le salvaría del crudo silencio,
e impondría un eclipse demoledor.
Frente al improvisado mar de lágrimas
las olas arrasan impávidas
el bastión de sus últimas palabras,
aquel terminante aviso de los dioses.
Las sirenas vuelven por fin a la playa
y a las ocas con saña despluman,
mientras Poseidón se zambulle exhibiendo
en la pica una lengua como colofón.
miércoles, 10 de septiembre de 2014
La profundidad humana
En una serie de entrevistas concedidas por Isaiah Berlin en 1990 y publicadas ese mismo año, toca éste el delicado tema de la sensibilidad religiosa. Con sutileza aborda lo que entiende como manifiesta incapacidad de los «ateos secos» para reconocer ciertas formas de experiencia humana profunda. Es su propósito mostrar que, desmereciendo el valor del sentimiento y reduciéndolo a la mera experiencia, se produce un contraste prácticamente irresoluble entre lo que hoy entendemos por experiencia, un factor decisivo en la formación de conocimiento, y el insondable significado de calificativos como profundo. Para dar cuenta de ese contraste propone sondear el calado de una experiencia estética, y lo hace en los siguientes términos:
«La mera capacidad de sentir no alcanza para comprender a otros seres humanos, creyentes, no creyentes, místicos, niños, poetas, artistas. No basta con la razón y la experiencia. Es difícil decir que el hecho de que a uno lo conmueva profundamente una obra de arte sea una experiencia empírica. Claro que en cierto sentido toda experiencia es empírica, pero ésta no puede someterse a verificación ni experimento. No se puede decir que una obra de arte sea verdadera o falsa, real o irreal, sólo se puede decir que es sublime, perturbadora, bella, profunda o superficial».
Cualquiera ve que Berlin maneja ahí dos órdenes de lenguaje distintos. En la práctica ambos son irreconciliables y no tienen más elemento en común que el hecho de que ambos tratan de estimar el valor de las sensaciones. Sentir es percibir, pero también es conmoverse. Al percibir nos encontramos ante datos, ante propuestas de alcance extensivo, medibles; al conmovernos nos enfrentamos a estados de conciencia, cuya intensidad sólo puede ser expresada de forma personal, difícilmente instrumentada por algún medio neutral. Habiendo un metro o una cuerda, la profundidad de un pozo no tiene por qué estar sujeta a conjeturas, pero la profundidad de una mente, su capacidad para concebir una realidad distinta allá donde otros se conforman, es algo diferente que, mientras los neurólogos no aporten más luz, se queda en evocador vehículo metafórico.
Evidentemente la utilización de metáforas no ofrece la precisión de las escalas, pero no es la precisión el único valor atribuible de una expresión, a menos que la asimilemos a la llana información. Sin duda está el citado poder de evocación, que conviene ajustar de inmediato cuando se trabaja en la demostración. El ajuste no siempre debe ir por la vía de la precisión de medidas sino por la precisión de conceptos. Conviene que la metáfora se exprese en un marco definido y que no dé lugar a desvaríos. Cuando además es sintética su poder de radiación, a través de sobrentendidos y subentendidos, puede darle un alcance insospechado. Un alcance que no está reñido con la verdad, aunque esta resulte relativa e inasequible a la lógica. El propio Berlin presenta en ese mismo libro una muestra elocuente de ese poder. Para avanzar a una comprometida afirmación sobre la libertad parte de una metáfora que dice: «El pájaro puede pensar que en el vacío va a volar más libremente; pero no: va a caer. Sin cierta autoridad no hay sociedad: y esto limita la libertad».
martes, 9 de septiembre de 2014
El viaje hacia lo nuevo
Probablemente la ansiedad por lo nuevo es la única clase de desasosiego que el tiempo cura. Eso no significa que quien va sanando de ese mal esté con ello optando por lo viejo y pasado o por una monótona continuidad de las cosas, y mucho menos que esté renunciando a su futuro. A lo que en ningún caso renuncia es a su mundo, al cual con el paso de los años tiende a convertir en una especie de compostura propia, que le sirve para presentarse y a la vez protegerse, que le ofrece un modo de preservar identidad y privacidad. Hay también para el refractario a las novedades efectos menos positivos y quizá sea el más notable que el mundo entero empieza a ser visto de tal forma que todas las referencias de lo que sucede concluyen en su pequeño mundo. Es como si propiciara una transacción especulativa que posterga la observación directa a beneficio de la referencia más o menos acreditada. Copado a través de esas referencias «fiables», el mundo entero pasa a tener un tinte propio, pasa a ser de algún modo «suyo». Pero más que un modo de distorsionar el mundo, haciéndolo cercano o lejano, el nuevo método busca enfocar lo que personalmente en él se estima importante. Aun así, es imposible negar que, a consecuencia de la renuncia a lo nuevo, aparecen con frecuencia resabios posesivos que desvirtúan el verdadero conocimiento del mundo. Lo que no creo es que eso conlleve necesariamente un desmedido apego por lo que ya se tiene como propio. Es más bien la disposición estable y la comodidad de acceso a las cosas que se entienden necesarias lo que prima, aun a sabiendas de que eso supone una merma radical del radio de acción, particularmente en comparación con el de quienes consumen a diario novedades. No digo que la aversión a lo nuevo no pueda degenerar en apego posesivo, como en quienes ceden a la pulsión coleccionista, creo más bien que normalmente los mundos privativos, surgidos al distanciarse el sujeto en el espacio y el tiempo, buscan cierta esencialidad, y también por qué no decirlo tranquilidad, e intentan establecerlo sobre mínimos universales, valores que le animan a una vida sencilla.
Un buen ejemplo de esos mundos privativos nos lo ofrece el latino Claudiano en su encendida loa de aquel anciano veronés que nunca había salido su finca en las afueras de la ciudad. Destaquemos en el epigrama, más que su inicio, Feliz quien pasó sus días en sus campos, su final, allí donde Claudiano deja claro su desdén por los mundos que al viajero se le abren en lejanas tierras.
Que vague errante y escrute los confines íberos
más vida tiene éste, más camino por delante aquel.
Quede claro que éste sería el anciano y aquel el errabundo. Y ya que estamos en Claudiano, repasemos la versión que de este mismo epigrama hace Quevedo en su soneto A un amigo que, retirado de la Corte, pasó su edad. Para calibrar los matices que nos interesan podría bastarnos con los versos primero y último.
Dichoso tú que, alegre en tu cabaña,
...
[más] te dilatas cuanto más te estrechas.
Como vemos, aunque el verso inicial es muy similar, el final resulta mucho más conciso y concluyente. Quevedo desplaza aquí el acento desde el viaje, que Claudiano había convertido en paradigma del mundo exterior, para centrarse en el mundo personal. La física de lo desconocido cede su relevo a la conciencia de los límites. Y así, a medida que uno extraña al mundo, crea uno propio que se le va ciñendo como un segundo traje, o en el peor de los casos como una incómoda prótesis. En ese marco la novedad deja de tener un efecto regenerador y nadie espera además que, empujada por los vientos de siempre, le regale a quien la recibe un futuro despejado, tanto menos cuando no está interesado en ella. La situación es, pues, bien distinta de la de quien contempla el mundo que se extiende más allá de su campanario, desde lo alto de la veleta, como un espléndido dominio de posibilidades. La novedad tiene algo de capricho gratuito que espanta a ciertas economías mentales, que se creen sólidamente instaladas. Pero no son esas economías y esas conciencias, recrecidas con la edad, las únicas en rehuirla. El que vive aislado, a veces por decisión propia, sabe que su ámbito de exploración no está en el espacio sino en el tiempo. Su búsqueda es un obligado ejercicio de síntesis de lo que el pasado ha dejado abandonado. Las palabras aprovechamiento y sencillez, derivadas naturales de esa búsqueda, cuadran bien con la aventura personal emprendida por Thoreau, retirado en su cabaña de la laguna de Walden. No debería resultarnos extraño que para enaltecer esa exploración «a solas del mar privado» con la que concluye la crónica de su estancia recurra también a los versos finales del epigrama de Claudiano.
Que vayan y escruten a los extraños australianos
Yo tengo más Dios, ellos más camino
Con esta nueva versión Thoreau decide dar la sorpresa. Para ello desfigura prácticamente la cita, no tanto por personalizarla poniéndose en el lugar del anciano veronés ni por actualizarla con los exóticos australianos, sino por reorientar ese mundo interior en dirección a la fe. Sin duda la fe es un activo poderoso en una situación en la que uno se enfrenta directamente a la naturaleza y revive el pánico primitivo. Sin embargo, la renuncia a la novedad se aparta aquí bastante de aquel intento de progresiva intermediación en el mundo a través de referencias que nos había parecido característico en quien, pese a mantenerse alejado de lo nuevo, se sabe todavía en su órbita. Una cosa es elegir una naturaleza amable y pródiga como factor distanciador y otra distinta estar dispuesto a enfrentarse a ella. Quizá para lo primero no necesite uno desprenderse de ese segundo traje que tan concienzudamente se ha confeccionado y con el que de vez en cuando se presenta en público como un personaje llegado de «otro mundo». Sin embargo, el que como Thoreau se interna desnudo por el bosque seguramente necesitará de ese recurso último y esperanzador del mito. Y gracias precisamente a esas urgencias puede que llegue a lo primordial y que de ese modo experimente, a diferencia de los que se estancan en su tranquilo huerto a contar nubes, un impulso regenerador que desde luego nada de lo nuevo le ofrecería.
sábado, 6 de septiembre de 2014
Xingú y su peripecia
Hoy, de par de mañana, he recibido la saludable confirmación, bien íntima por cierto, de que se había producido el esperado desenlace en el combate que durante estos últimos días ha librado el esforzado Xingú frente a la conspiración urdida en la sombra por mis siniestros cálculos renales. No tengo empacho en confesar que ha sido su decidida actitud la que me ha rescatado del suplicio y me ha hecho ver algo de luz cuando ya mi coraje parecía decaer, cuando mi mente empezaba a oscurecerse y cada nueva noche se anunciaba aún más pavorosa y terrible que la anterior. La irrupción justiciera de Xingú ha llegado justo en esos dramáticos momentos en que, como un muñeco, era ya blanco fácil de las repetidas pedradas de esa horda y buscaba auxilio en la botica. Sin su llegada, esta repentina beatitud, este plácido reencuentro con mi cuerpo, ahora que por fin mi costillar respira y la pinza de mi hipocondrio se relaja, francamente, no sé si hubiera sido posible.
Sólo él ha sabido ver en su justa medida la maldad de esas despiadadas criaturas y aceptado sin recelo el abusivo reto de su aniquilación. Hablo de criaturas, pero bien podría hablar de auténticos, de diminutos monstruos. Su minúsculo tamaño no los hace precisamente despreciables, siempre más inicuos que inocuos, tampoco su condición mineral los hace inertes o pasivos, y menos aún compasivos. Y sin embargo, son criaturas nuestras, bien nuestras. Es tan honroso como equívoco ser capaz de incubarlas, es algo que dice mucho de nuestra perversa vitalidad, que no sólo permite su presencia sino que nos anima a hacerlos crecer y multiplicarse. Porque, ¿cómo debemos tomarnos esa presencia cuando, sin venir a cuento, sin mediar provocación alguna, se nos activan, nos insolentan y nos violentan? Nadie sabe realmente a qué viene esa secreta afición de los sufridos riñones a crear filones minerales en nuestras propias entrañas, una afición que alcanza su punto errático y delirante cuando además se deciden a sembrar, o sea a expandirse aguas abajo, lanzando erizados e insidiosos cálculos. Imagino que nuestra suerte evolutiva, que el porvenir de la especie humana, no obliga aún a padecer estos experimentos minerales, porque el peaje que se paga, lo digo tras atravesar el calvario, es severo.
En su infinitesimal modestia, Xingú, mi protozoo protector, ha visto seguramente todo esto con más claridad que yo mismo, porque no tiene más conciencia que la orgánica y reconoce de inmediato en cada cálculo un intruso. Para él no existen precipitados glandulares ni corpúsculos desprendidos ni agregados salinos de mecánica irritante y deriva morosa, para él son bestezuelas vagabundas y anorgánicas que no merecen tener espacio propio. Así que su actitud es bien directa: aliarse con la suprema fuerza de la gravedad, con la intensidad de los flujos, con la ruinosa química del mineral hasta hacerlos polvo y echarlos fuera. En mi soberbia yo todo lo fiaba a forzar el aparato con micciones cada vez más caudalosas y continuas, mientras esas taimadas criaturas seguían en sus cálculos, incapaces de seguir las más elementales y ortodoxas corrientes nefríticas. Curiosamente, Xingú, un organismo sencillo y transparente, no ha tenido necesidad alguna de inventar para ellos planes quirúrgicos de desalojo, ni se ha dejado asustar tampoco por el dramatismo de mis insistentes gritos y lamentos. Parece claro que a estos protozoos no es la gran estrategia médica o una tibia compasión lo que les mueve. Como todos los de su especie, él aspira simplemente al equilibrio y al orden orgánico por encima de todo.
Tengo vagos recuerdos del comienzo. El domingo debí refrescarme y echar un trago en aguas que venían algo cargadas, seguro que más adecuadas para meter los pies que la cabeza. Pero eso es justo lo que hice, abrevar como el ganado, a cuatro patas en la balsa. Lllevaba toda la mañana andando y con aquel sol de castigo a cuestas, ¿qué podría impedirme beber y beber? Estaba turbia, sí, ¿cometí una imprudencia? Si reparo en lo que vino después, aquellas aguas sospechosas resultaron medicinales, porque ahí Xingú, el más audaz entre los protozoos, aprovechó la ocasión para ponerse en ruta hacia otros mundos e inició su peripecia por el mío. Su entrada al buche fue casual, pero además ha sido propicia; en todo caso su reaparición estelar ha tardado lo suyo, no porque anduviera falto de decisión sino por el complicado tráfico, ya se entiende; afortunadamente, en cuanto ha llegado al escenario de la conspiración todo lo ha visto pronto y claro: Yo no era su vehículo, ni su señor, ni su dominio, sólo era su huésped, un tipo cargante y molesto que no cesaba de beber, de quejarse y de agitarse, preso de gestos ininteligibles, cuya comprensión nunca merecería interés. La única cuestión para mi querido Xingú —permítaseme esta muestra posesiva de afecto e integración— era poner algo de orden en aquella abigarrada escena, un ambiente en exceso visceral, cargado de rumias, goteos y flatos.
Cuesta poco imaginar lo que al llegar Xingú vio desde primera línea: Sombríos oxalatos y uratos cerraban el paso en las vías urinarias, exhibiéndose además con soberana rechifla; algunos leucocitos habían aparecido para resolver la situación, aunque pronto emprendieran la fuga; hubo algún enfrentamiento desigual entre las elásticas células y esas coriáceas partículas, y quizá hasta derivó en fiebre. Fuera todo eran gemidos de alarma, con esa aparatosa retórica que acompaña siempre a nuestro dolor, así que pronto llegaron las maniobras mentales positivas y las pociones mágicas. Virar a positivo se dice fácil, pero es difícil impedir que una mente atormentada cultive impacientemente la derrota. Y respecto a las pociones, eran éstas fluidos galénicos, de composición secreta y movimientos internos sospechosos, cuyos objetivos eran tan ambiciosos que no podían ser claros. Calmaron algo la agitación desde luego, pero no pudieron acabar con la impunidad de los cálculos, y con los continuos atascos y desgarros que provocaban. Y así pasaron cinco días con sus cinco largas noches.
Con alivio hablo ya en pasado remoto de ese convulso y amargo episodio interno. No soy perito en anatomía, ni me intriga especialmente la mecánica celular, no sería, pues, capaz de describir con detalle el escenario fisiológico en que todo aquello sucedió ni la acción que allí tuvo lugar. Lo que no entiendo del todo es cómo no somos aún capaces de que nuestro organismo impida ese empeño mineral en congregar sales y generar a escondidas estructuras (tanto da que sean retículos, cristales o armaduras) que acaban convirtiéndose en caballos de Troya. La actuación decisiva, pero fortuita, de nuestro protozoo redentor apunta cuando menos carencias, y quizá confirma un rotundo fracaso evolutivo. Si enigmático es el escenario, no lo es menos la acción, aunque eso es cuestión de gustos: o bien debe ser tomada como un caso más de solidario socorro celular o bien como una importante gesta protagonizada por la más modesta de las especies. Yo ya he dejado clara mi elección. Tal y como lo siento, aquel doloroso bloqueo hubiera continuado bien fajado en mi costado de no tomar cartas en el asunto el buen Xingú, el humilde protozoo que me adoptó y me puso bajo su protección. Dada su insignificancia celular, convendría echarle al cuento su punto de pompa analítica y señalar que en su instinto regulador, en su vocación de orden y en su sencillez estructural encontró nuestro microbio amigo recursos suficientes para cargar con arrojo, insistencia y éxito contra las atascadas moles salinas. A medida que los días pasaban, lo que mi malsana razón convertía en insoportable quietud, él lo afrontaba como un sereno guerrero, como alguien sujeto a algún secreto compromiso en defensa de lo orgánico. Algo así como si una fuerza arrolladora emanara de su permanente exigencia celular para fulminar cualquier cuerpo extraño. Choca la desproporción entre la modesta célula y ese poder tremendo, pero estamos hablando, en germen, de lo que los organismos de mayor talla llamamos voluntad de vivir, animosidad cuando rebasa cierta intensidad.
Aunque creo que desde el principio hubo voluntad de librarla, no sé en qué términos se libró al final la batalla. No sé si Xingú llamó a alguien, si convocó a los suyos, si allí en medio de aquel coro de expectantes y temerosas vísceras se enfrentaron dos o más ejércitos de innumerables minúsculos. Como estas especies primitivas son dueñas de secretos profundos, también podría ser que mi protozoo reinventara el mito como criatura enigmática. Quizá espantara a los cálculos con su capacidad para detectar lo anorgánico y desentrañar los problemas renales. Si éste fue el caso, quedaría por saber en qué idioma les habló a los oxalatos para acabar con su odiosa inercia y mandarlos, aguas abajo, hasta su anónimo final. El caso es que hoy, de par de mañana, he sentido que el glorioso desenlace se había producido. Nada sé de la suerte de Xingú, quizá arrastrado en un último y temerario cuerpo a cuerpo hasta más allá de las cloacas. No obstante, si tras el tremendo regocijo desatado por la oleada de orines recientes y su alegre fluir en cálidas meadas, aún sigues por ahí, Xingú, quiero que asocies ese orden orgánico, que tanto venerabas y que ahora en mí finalmente contemplas, con la mejor, con la más dulce de mis palabras: Gracias.
martes, 2 de septiembre de 2014
lunes, 1 de septiembre de 2014
A beneficio de la noche
La noche siempre impone su cuño productivo y emprendedor, está en el origen de las sociedades binarias, combinarias y casi todas las anónimas.
domingo, 31 de agosto de 2014
Crítica de la razón práctica
La razón, tomada en crudo, debe asumir ciertos escrúpulos ante el temible riesgo de su inmediata y ciega aplicación.
jueves, 28 de agosto de 2014
Vidas diversas
No consigo entender del todo a quienes después de una larga vida laboral, apenas jubilados, se lanzan desaforados a recorrer mundo con ánimo de conocer lo que hasta entonces su exclusiva dedicación no les permitía. Esa reacción forma parte de una idea de corte religioso, bastante instalada entre nosotros y es que, tras una vida abnegada, tenemos derecho a disfrutar de nuevas vidas. Cualquier cosa antes que apalancarse y quedarse en casa a rumiar penas, a esperar visitas y acontecimientos funestos. Como las del gato, las vidas que quedan por disfrutar siempre se suceden, nadie piensa en simultanearlas, en aprovechar esa holgura laboral para vivir una doble vida. Espero que todo eso no signifique que con la edad nos hacemos incapaces de albergar en nuestra naturaleza personal una doble vida, porque los hechos lo contestan. Sucede más bien que esa idea de desdoblamiento, o de multiplicación si se quiere, inquieta de veras, seguramente porque se percibe como un atentado a la identidad personal y como un peligro para la aceptación social del «desdoblado».
En el caso doble, para no cambiar de número, la literatura ya ha impuesto una imagen a través de ciertos personajes en los que la normalidad, o más bien la continuidad personal, se ve enfrentada a otra personalidad de tonos morales situados justo en el reverso, pero bien alimentada por un trasfondo de rencillas, envidias y frustraciones, lo que sitúa a ambas bajo un horizonte común. Generalmente, esa división no tiene otro interés que el de ilustrar de forma convincente el rudo contraste entre el bien y el mal, entendidas como empresas posibles de un mismo individuo. Pero frente a esa polaridad, que en la práctica no es más que una maniobra disolvente y anuladora, deberíamos aceptar la posible existencia de más de una versión en una misma persona. Actividades paralelas, mundos disjuntos, fenómenos ocasionales son, para quien las vive, experiencias que diversifican el tiempo y su identidad personal y, para quien las observa, un juego de facetas no siempre fáciles de encajar. Para comprender esa diversidad y darle curso social, es natural recurrir a un código basado en las circunstancias que rodean al individuo a fin de intentar explicar el sentido de su conducta en cada momento. Esto supone de hecho que la personalidad ya no se entiende como un conjunto de características o propiedades, que quizá deriven en virtudes y defectos, sino que pasa a considerarse algo más parecido a una entidad sujeta a claves. Por otro lado, son precisamente esas claves la causa de que no siempre se manifieste de un modo coherente sino absolutamente dispar y de que, a ojos de quienes le habían creado una imagen sólida y cierta reputación, a veces el resultado sea manifiestamente aberrante.
Esa coherencia lógica de la que hablaba, la materia con la que en definitiva se amalgaman los rasgos personales, marca en la mayoría de la gente un modo de actuar. Corremos, pues, el riesgo de que los principios lógicos nos vengan a definir. Tener un patrón de conducta es siempre bien valorado por quienes esperan comportamientos predecibles, por quienes están en conocimiento del código que las explica, por quienes temen verse ante una personalidad inexplicable y potencialmente antisocial o peligrosa. Sin embargo, vivir vidas como quien sigue un reguero de capilares, sujeto a la diversidad y ofreciendo las facetas que en cada momento demanda el mundo que al sujeto toca en suerte, no debería parecer un modo absurdo de conducirse. Podrá resultar arbitrario a quienes llevan su mundo sujeto y encajado en la cabeza, pero no a quienes permiten que sea su cabeza la que explore los distintos mundos. En todo este asunto cabrá también la duda de que el jubilado tenga suficiente fuelle como para alimentar tantos frentes. En el peor caso, eso será un problema de fuerza, de ímpetu, de voluntad, de vitalidad si se quiere, pero no veo en esa diversidad personal, a menos que desemboque en una dispersión total del criterio, un problema que afecte a su lógica.
martes, 26 de agosto de 2014
Sombras estéticas
Llegas a una edad en que con las barbas alborotadas vas de sátiro o vas de profeta. Gentes ambas de poco fiar, cosa de risa si aspirabas a ir de sabio.
sábado, 23 de agosto de 2014
Aire en calma
Llegaba hoy en Erpegi a uno de esos lugares apartados, casi perdidos allá en los profundos dominios de Basaburua, pasado ya Orokieta y su ferrería, y mi primera impresión ha sido la de quien entra en una estancia luminosa, pero resignada de siempre al olvido y la quietud, como si todo siguiera allí intacto y hasta el aire se mantuviera en permanente calma, acunado entre las empinadas vertientes que encierran el valle y acostado sobre el extenso bosque que asciende por las laderas intentando envolverlo y guardarlo delicadamente.
La mañana era soleada, la atmósfera se ofrecía límpida, el aire no daba muestras de agitación alguna sino que flotaba sereno en ese entorno risueño y transparente. Es cierto que de vez en cuando una suave brisa removía las copas de los árboles, y probaba así a desperezarlos al tiempo que combatía la apatía propia de las largas jornadas veraniegas. Pero no parecía nada realmente serio, sólo un leve soplo, fruto de algún ajuste momentáneo, de alguna disputa fútil entre meteoros. Es posible que en las alturas ese respiro haya creado espacios aéreos nuevos y abierto canales insospechados, canales tan discretos como equívocos, de los previstos para dar la voz cuando las tormentas se acercan. Sin embargo, ningún torbellino se ha hecho notar esta vez en esos invisibles corredores por los que han seguido discurriendo sin origen ni destino claro, como suelen, todos esos flujos apacibles.
Eso no quita para que, mientras seguíamos nuestro camino, fuéramos oyendo sobre nuestras cabezas a ese aire ligero juguetear con las ramas como si se tratara de un duende travieso y burlón. Intrigados por tanto barullo, no se nos ha ocurrido nada mejor ni más tonto que ir a buscarlo con la mirada. Como no por ello se ha detenido aquel rumor de fronda, hemos seguido un buen rato con la vista perdida entre las difusas copas de los árboles. A fuerza de mucho observar y poco ver ha prendido en nosotros la idea, la rara ilusión, de que igual era el valle entero, con su denso arbolado, el que calladamente respiraba y murmuraba. Era tan curioso ese compás del aire que nos hemos detenido a escuchar con más atención. Pasado un rato, seguíamos sin saber si atendíamos a un mensaje o a una melodía, si desde allá recibíamos un aviso o se nos pedía entrar en juego, en definitiva, si con ese aire tan rumoroso se nos convocaba a un discurso o a una sinfonía. Como caminantes comunes, pocos de esos signos podían resultarnos lo bastante explícitos como para interpretar el imponente pálpito que parecía alentar en los bosques. Hubiéramos necesitado la vida entera y desplegar de forma bien distinta vista y oído, o nuestros sentidos todos, para seguir, entre esos extraños susurros y suspiros, el diálogo que pinos y hayas entablaban allá arriba en las alturas.
Cuando uno consigue desentenderse de lo imposible, puede rendirse sin temor a lo más inmediato y sensible. Dejamos, pues, aquel lenguaje cifrado y todas esas mareas del ramaje. Creo que ha sido poco después cuando, andando ya por el centro del valle, el aire ha dejado de turbar las alturas para hacerse de algún modo más presente. Donde el ambiente era despejado, me imaginaba al marchar como si atravesara una materia lábil e invisible, un aéreo estanque cargado de aromas penetrantes, no pocos excitantes y casi todos evocadores. A medida que ascendíamos, camino del collado final de Loiaundi, donde el valle se trunca, toda esa variedad de fragancias se nos ha ido haciendo todavía más patente, si bien era la fragancia del pino la que mandaba y la que a las demás hierbas envolvía. Y así nos han ido acompañando esas amenas fragancias por lo menos hasta alcanzar los últimos claros. Luego el camino cambia ligeramente de signo, internándose por estrechas travesías, custodiadas de cerca por un bosque cada vez más ubicuo. Dejarse llevar por la deriva silvestre resulta, por tanto, sumamente sencillo, el bosque prácticamente nos absorbe: uno puede desviarse del camino sin perder su ruta y poniéndose al abrigo de las hayas. Claro está que las amenidades en las que andaba ahí ya se pierden.
Lo sorprendente es que los cambios han sido bastante repentinos. Se diría que en cuanto nos hemos adentrado por el hayedo, el aire ha mutado. En seguida lo hemos empezado a notar más denso, menos volandero, como si ya no tuviera más misión que acudir a la entrega, que ser aspirado hasta el fondo, que ser incorporado aún vivo a beneficio de la naturaleza, y cómo no de nosotros entre sus naturales. Desde luego esos cambios no nos han hecho perder el rumbo. Lentamente, cruzando el bosque y con la idea de ganar altura para contemplar las aguas remanasadas de Leurza, nos hemos dirigido a la cercana y rocosa cima de Lengarria. En ese largo pasaje todo se ha ido poco a poco oscureciendo y perdiendo color, como si estuviéramos llegando al último rincón, al secreto corazón del bosque, al oculto refugio de su genio. No es extraño, pues, que a cada paso el aire se tornara más pegajoso y dulzón, más obsequioso, y que los latidos del bosque se hicieran más pesados y manifiestos. Alejados del benéfico sol, poco quedaba en la penumbra de del ambiente grato y perfumado de antes. Además, entre rampas y obstáculos nuestra marcha se ha ido haciendo más lenta, apareciendo los primeros síntomas de agotamiento. El aire, cada vez más enviciado y corrompido, casi espeso, apenas nos daba vuelo. Si nos movíamos hacia la regata, notábamos cómo la humedad de la hojarasca se evaporaba de continuo entre miasmas; si salíamos a descubierto, siquiera fuera brevemente, topábamos con unos helechos como tentáculos, cuyo agobiante perfume nos embriagaba hasta el delirio; y si avanzábamos decididos hacia las rocas cimeras, cubiertas de generoso musgo, sentíamos el aire aún más pesado e insistente, como si, despreocupado de los vivos, quisiera penetrar por esas inexpugnables puertas minerales en la morada de los duendes, como si se empeñara en llevar su asedio hasta las últimas fortalezas del bosque.
De vuelta al camino, otras han vuelto a ser las fragancias. Aquel aire aspirado a fuerza de masticar, de gusto algo áspero y terroso, hecho al trasiego de todos los que en la penumbra del bosque lo respiran, parecía cubrirnos ahora como un espeso manto, como un disfraz que denunciaba la vaguedad orgánica, la silenciosa mudanza del follaje, el tormentoso olor de la agonía. No lo veíamos, pero lo arrastrábamos a nuestro regreso como una emanación sombría donde la muerte pasada intenta revestirse de futura vida. Poco a poco, expuestos de nuevo al sol, el aire ha conseguido aligerarse de pesadumbres y fermentos, haciéndose más vivaz y volátil. Se ha empezado a mover como un aire caprichoso, como un céfiro que disfrutaba del momento brindándonos su compañía. Semejante regalo sólo ha durado un rato, como el vuelo de una de esas mariposas, que nos prestan color mientras revolotean. A pesar de que a nuestro alrededor el aire seguía en permanente mudanza, no por eso hemos conseguido desprendernos de ese malsano manto con el que hemos salido del hayedo. Llegábamos casi al final, cuando al paso por una ancha pradera repleta de mil hierbas, una ráfaga perdida nos ha salpicado de arriba a abajo, tachonando nuestro tosco y etéreo abrigo con las más finas esencias. Puede que de ese modo quisiera el valle dejarnos su inconfundible seña. Y así, embozados en ese singular manteo, portando aún el siniestro tufo de la turba y un vago toque a lavanda y violetas, hemos llegado a la salida, donde los ríos se juntan, entre dos robles soberbios.
Respecto al valle, salimos con la impresión de haberlo dejado tal como lo encontramos. Quizá otras criaturas sensibles que allí se esconden nos corrijan y persigan ávidamente en nuestro recorrido el rastro de nuestro paso y la promesa de otros mundos. Cosa distinta es el caso de quienes por aquí nos reciben de vuelta. A ellos es realmente difícil plantearles lo que tanto nos intriga: si esa calma tan jugosa y perfumada ha provocado en nosotros algún cambio aparente. Pero, aunque lo afirmen, tampoco es fácil que sean capaces de decirnos de qué modo hemos cambiado. Sorprendidos, se limitarán probablemente a mirarnos de hito en hito, y puede que hasta digan que sí, que nos notan un poco alterados, incluso mejorados, o que hemos venido tras la aventura como presos de un aire distinto. A la hora de percibir algún influjo misterioso, hay que fijarse en los viejos, porque siempre son ellos los más perspicaces. Quizá para obtener alguna verdad haya que esperar hasta Orokieta y su posada, donde su veterana dueña, husmeando en el aire el revuelo, no sólo nos acogerá sino que hará notar al resto que, aun cansados, emana de nosotros una extraña frescura, algo que nos transfigura. Aparte de ella, no creo que ninguno más consiga reconocer algún cambio con la típica mirada fija.
Mejor sería para entender algo que en vez de mirarnos nos olfatearan a fondo. Si lo hicieran, poco les costaría creer que en Erpegi hemos descubierto un mundo que vivía recluido en sí mismo, que con cada zancada hemos removido aires y hecho estremecerse la tierra, y que gracias a ese ímpetu vibrante hemos convocado el interés de todo el valle y el agradecimiento de sus genios y duendes. Además, a través del olfato, las pruebas aportadas deberían resultar evidentes. Afinando ese sentido un poco, pronto podrían aspirar los espesos vahos y oler los finos perfumes con los que hemos sido agasajados, unas veces en los prados a plena luz y otras en el bosque entre tinieblas. Aun así, no esperamos que sean muchos los que, aun lanzados a la husma, perciban un cambio de aires o reparen en la gama de olores. Puede, no obstante, que finalmente alguno llegue a preguntarnos para qué vale ese oloroso atavío que nos hemos traído a cuestas. Ahí deberemos serle sinceros. De poco valdría ese atavío como testimonio del paso por el valle, pues al final es demasiado evanescente; tampoco como emblema de sus praderas y bosques, pues es demasiado frágil; si acaso valdrá como pasajera huella de lo que nos ha dejado el día. Mientras esa huella no se disipe, volveremos, al cerrar los ojos, a aquella estancada soledad y a la turbadora calma de sus aires y, si además aspiramos a fondo, nos deslizaremos de nuevo por aquellos aromáticos vericuetos, para que el oscuro genio de la tierra nos insufle una vez más un leve soplo de vida.
viernes, 22 de agosto de 2014
Callejeando
En medio del imparable y feroz tráfico, sometido a inevitables acelerones e intermitencias, y por encima de las densas y caóticas riadas de vehículos, animales y gentes que atropelladamente buscan salir del discreto coto que se les impone desde ambos lados de la calle, se asoma a una descomunal pantalla haciendo oír su tonante voz el orate de turno. Tamaña es su autoridad que se cree obligado a ofrecer consejo y también llamado a corregir el general desconcierto. Apóstol de la geometría, invita a los transeúntes más inquietos a respetar el orden lineal y a dejarse llevar por la mansa corriente sin salirse de la raya. Les advierte del severo riesgo que abandonados a su albedrío correrían de verse atrapados en espirales y remolinos, confundidos y arrastrados al anonimato por la turba. No obstante, quiere que se imaginen lo bastante libres como para tener afanes y hacer bueno su lema rector: «Un calle recta decide siempre un porvenir seguro». Un adagio un tanto jocoso, cuando la ciudad les marca inequívoca su dirección. Si al menos el transeúnte pudiera desdoblarse, quizá lograra copar ambos puntos de fuga. Pero, si su naturaleza no difiere de la nuestra, sólo un punto fijo le llegará a cautivar, así que eso es todo lo que le queda por decidir. Decisión aparente, que propiamente es una apuesta, porque la simetría obliga ahí a arriesgar entre dos para que la andadura cobre sentido. Luego sí, solventada la apuesta, la perspectiva de futuro parece inagotable, infinita, infinitamente buena o infinitamente mala, porque no hay otra salida. Es entonces cuando vemos al orate antes revestido de manso consejero como el implacable ejecutor, es a él a quien toca elegir el punto y mantener la firmeza: si en la cuerda un corte preciso resuelve la tensión, en la corriente bastará un tajo para dividir las aguas turbulentas. Se dice sabio, pero para él no hay otro modo de salvar al mundo de la confusión.
jueves, 21 de agosto de 2014
Mi descubrimiento
El descubrimiento, que debería ser un modo de poner en evidencia y desentrañar algo para que quede a la vista de todos, ha pasado a tener universal significado a través de la autoría y la fecha en que se produce, por lo que su divulgación pasa a tener carácter memorial y el testimonio documental es visto como un acta de legítima apropiación. Cada vez es más frecuente el caso paradójico y hasta ridículo en que lo que se descubre no es algo complejo, enmarañado o falto de evidencia sino una cosa bien evidente. En tales casos el descubrimiento, con la publicidad que lo patrocina, viene a ser una maniobra gracias a la cual lo arrinconado, pero bien conocido por muchos y ahora redescubierto, pasa a tener dueño y patente. Si esto pasa con el redescubrimiento de lo evidente, qué decir cuando la materia no es tan evidente. Pensemos de nuevo en el descubrimiento, pero no de algo físico sino de lo que denominaríamos abstracciones complejas, caso de genes o algoritmos. Sin ninguna duda el hallazgo se presentará con su autoría y fecha como una declaración unilateral —y social, si la plataforma en que se anuncia es la adecuada— de propiedad. Propiedad más bien discutible, si tenemos en cuenta que los formalismos y conceptos previos son normalmente una obra cooperativa, fruto, puesto que nos referimos a la ciencia, de un consenso social.
miércoles, 20 de agosto de 2014
miércoles, 13 de agosto de 2014
Hojarascas pasadas
En 1924, la titánica tarea de rescatar y dar a conocer el importante volumen de textos de Newton por entonces aún desconocidos y de hacerlo además sin desvirtuar su complejo y contradictorio contenido, y sobre todo sin ocultar sus ambiciosas propuestas alquímicas y teológicas, hizo decir a R. A. Sampson, quien veinte años antes había participado en un primer y fallido intento de convertirse en su editor: «Antes de que alguien acometa [esa tarea] debería ver con claridad que emprende un viaje a un pasado completamente muerto y obsoleto en su mayor parte. Un editor debe aceptar que él mismo se verá absorbido en ese mundo difunto durante muchos años. Probablemente nunca encontrará del todo su salida de él».
En aquella charla, Sampson trataba de hacer ver a sus oyentes qué grado de compromiso suponía semejante tarea. Emprenderla requería enfrentarse al Newton hasta entonces conocido y revisar el pasado, que adoptaría, tras los confusos hallazgos previsibles, un tono enteramente nuevo. Ahí el editor debía resistirse al poderoso atractivo de los manuscritos indescifrables, tratando de llevar buen juicio y determinación donde se viera falto de mejor conocimiento. Tanta exigencia no suele ser común, lo común es entregarse a una apresurada búsqueda de referencias en el pasado, aun a riesgo de perderse en él. Pasa tanto entre expertos como entre legos, cuando no es la cómoda presunción en el oficio es la lasitud propia de los años la que invita a dejarse ir. Ante tales advertencias no estaría de más preguntarse: ¿qué esconde ese pasado del que Sampson habla o, más en particular, qué sería trasladable al presente de todo ese fárrago de manuscritos, cartas y apuntes guardado en los archivos newtonianos?, o bien ¿qué parte de esos papeles estamos dispuestos a reconocer como legado memorial de Newton? Admitiendo que el estudioso aventurero regresara con una selección coherente de ese viaje en el tiempo, de ese espacio que a Sampson parecía impenetrable, deberíamos seguidamente preguntarnos si el futuro asumiría esa estimación editorial de los textos, o lo que es lo mismo, si bastaría la certificación académica para convertirlos en valores definitivos del pasado, en literatura perenne.
Lo más probable es que el futuro vea nuestro presente, convertido ya en pasado, como aquel que contempla, al volver la cabeza y mirar atrás, la hojarasca que se extiende y alfombra hasta los más oscuros rincones de su bosque más querido. A la hora de imaginar un retorno urgente desde ese bosque lleno de recuerdos al presente, acuciado por los genios y fantasmas que en esa penumbra aún se mueven, es posible que el caminante se dedique a buscar entre todo ese follaje disperso algún indicio que le señale el camino de vuelta y que pretenda además obtener de cara al futuro certezas, cuando lo más probable es que, aunque llegue a tenerlas ante sí, difícilmente las reconozca. Esta incertidumbre en medio de la hojarasca recuerda a la de quien se ve ante las repletas estanterías de la antigua biblioteca: mira, remira y alimenta así la confianza de que ahí está el libro que le permitirá franquear el muro y salir a un nuevo futuro, pero, por muy convencido que esté de que ese muro contiene la memoria íntegra del pasado, no logrará ahogar la angustiosa sensación de haberse perdido.
La incertidumbre de este anhelante lector no debe ser muy diferente de la que acompaña al caminante en su incursión por el bosque, en particular cuando acogido a la benévola sombra de las arboladas bóvedas reconoce a cada paso, bajo el crujido de las hojas secas, la tímida firmeza de ese mantillo en el que crecen las raíces de toda esa floresta. Porque, más allá de la favorable acogida, por mucho que rastree a ras de suelo, se sabe absolutamente incapaz de adivinar qué hojas de entre las acumuladas en sucesivas añadas han resultado ser las más provechosas e imprescindibles, cuáles han dado el fermento más fecundo, y aún menos de saber, lo que sería un descubrimiento venturoso, dónde se encuentra el germen del frondoso despliegue que le protege. Nada, pues, encuentran sus pasos parecido a un camino que se mueva por las huellas de algún pasado, nada por lo menos bien trazado y definido.
En vista de ello, parecerá inútil ir a hurgar desesperadamente en ese abandonado y mudo depósito de hojarasca, que en algunos trechos se muestra incluso consumido, como una compacta turbera. Aun cuando todo nos parezca ahí visible, llegará también el momento en que desbordados por su abrumador número ni siquiera reparemos entre tantas hojas, por vistosas o singulares que resulten. De hecho renunciaremos pronto a las curiosidades y, buscando crear método, atenderemos tan sólo al estrato que conforman. Pero a ese nivel es imposible descifrar el bosque y su pasado, hay que conformarse con imaginarlo en alguna de sus más frondosas épocas. Y para contarlo, probaremos a lo sumo a entresacar al azar de ese oscuro estrato la hoja que se muestre más llamativa, quizá la más indeleble. A falta de mejor guía, la consagraremos con honores académicos, ante quienes nos esperan ansiosos fuera, como el factor propicio, e incluso el único generador, de toda esa fronda visible y protectora.
Para un observador un poco crítico un hallazgo casual como ese nunca podrá ser una pista concluyente, porque, pese a haber atravesado el bosque y la maraña del tiempo limpiamente y haber llegado hasta nosotros con una hoja entre manos como trofeo, nada nos asegura que esa hoja aporte al futuro claridad alguna sobre lo que en ese pasado se gestó y mucho menos sobre cómo afrontar tras su detenido examen lo que está próximo a llegar. Misteriosamente, cuando esas hojas alcanzan a reunirse, gracias al laborioso afán con que les da brillo un escritor, un erudito o un editor, resurgen ante el visitante de la biblioteca como el libro luminoso y prometedor que tanto andaba buscando. Confiado una vez más, cree que la lectura de esas páginas, llegadas prácticamente del pasado, le servirá de valioso respaldo para avanzar hacia el futuro.
Desgraciadamente el futuro que nos interesa se asemeja más a un cuadro fijo: aprecia sobre todo los frutos que cuelgan impasibles de las ramas, rara vez da crédito a todo aquello cuyo inmediato destino es la descomposición, condenado por su fragilidad al olvido cercano y a su disolución en un pasado homogéneo e indistinto. Esas hojas, que el viento caprichosamente remueve y nos hace llegar, son signos volanderos, pruebas indecisas, testigos inseguros del pasado; son materia demasiado maleable, objeto favorito de fantásticas e intencionadas estructuras venideras, castillos y reinos en la nada, amables sueños del ayer para hoy.
No debe extrañarnos, pues, el claro aviso de Mr. Sampson a cualquier desenvuelto editor que se adentre en esos pasados intrincados, newtonianos o no, erizados de exigentes páginas y oscuros pasajes donde se pondrá a prueba la amplitud de su capaci-dad de comprensión. Tampoco conviene engañarse, porque pocos son los que realmente pueden conseguir integrar en un todo congruente lo que a duras penas abarcan con su casi siempre difusa visión. Algo de visionario ha de tener el que lo intente, porque de lo contrario con qué esperanza de éxito podría enfrentarse al permanente revoloteo entre papeles abstrusos y ardorosos alegatos en materias imposibles. Pero, incluso por muy henchido de esperanza y por muy convencido que esté de su tarea pionera, no será en la mayoría de los casos ese primer aventurero, sino los sucesivos futuros los que irán desmontando los laberintos en que ha quedado encerrado el pasado desafiante. Si aun así acepta alguien el desafío, debe ser sumamente cuidadoso, porque convertido en mero lector, y sin más armas que su dominio del presente, puede verse deslumbrado por el repentino brillo de unas páginas cuyos reflejos remiten a nuevos escenarios aún más portentosos. Así que, en cualquier caso, debería tener bien presente que es fácil quedar atrapado en medio de referencias y remisiones, y que caminando por esos vericuetos laberínticos el tiempo fácilmente se engolfa.
miércoles, 23 de julio de 2014
Pasado y futuro
La idea de que nada hay mejor que la educación para modelar nuestro futuro común es bastante engañosa. En materia de educación el futuro es bien distinto según sea visto por un maestro o por su discípulo. En el caso del maestro, la visión del futuro se obtiene a base de proyectar sobre un tiempo lineal una escogida parte de la memoria social, en concreto aquella que se cree especialmente útil para tiempos venideros. Ese memorable y magistral pasado sirve a su vez, tras ser proyectado con su oficio educativo, para reconstruir sólidamente en los discípulos un tiempo nuevo. Lamentablemente el tiempo así forjado sólo les pertenece a los alumnos, aunque únicamente en la medida en que lleguen a asimilar el proyecto. A diferencia de ellos, el maestro nunca consigue desligar su tiempo nuevo de la huella del pasado, un espacio en que los objetivos logrados alternan y quedan deslucidos por los fallidos. Es consciente de que cada uno de esos objetivos vino precedido de alguna elección pedagógica basada en razones que con el paso del tiempo se han acabado por revelar azarosas e inconclusas. Por eso mientras el discípulo ve el tiempo como un motor de sus aspiraciones, como un vector que sólo mira al futuro, el maestro, que arrastra ya un pasado, tiende a ver el tiempo como una inagotable fe de penosos errores. Ese registro sobrevuela y empequeñece su futuro, que sobrevive, en el mejor de los casos, gracias a los éxitos de sus discípulos. En estas circunstancias, cualquier elogio de su buen hacer quiere ser un bálsamo, en tanto que busca disolver ese tiempo tortuoso en un presente agradecido, aunque ese bálsamo resulte finalmente perverso y nos invite más bien a un reparador olvido. Mirando desde el presente, todo parece quedar resumido en que el alumno brillante es un éxito que representa el acierto del pasado y el maestro es un maltrecho vehículo, tan atascado en despejar sus viejos errores que carece de futuro. Con tono aforístico describía Brecht este rasgo tan típico del maestro en una de las muchas anécdotas atribuidas al señor Keuner: «Al enterarse de que sus antiguos pupilos le elogiaban, comentó el señor K.: "Cuando los discípulos ya hace tiempo que olvidaron los errores de su maestro, éste aún los recuerda"».
domingo, 23 de marzo de 2014
Ciudades ilustradas
Hacía tiempo que unas ilustraciones no me encandilaban tanto. Por eso me animo a compartirlas, como si se tratara de un afortunado hallazgo. Puede que no esté a la última, seguramente ni a la antepenúltima, en esto de la ilustración, pero es mucho lo que nos llega a través de anuncios y revistas, así que a la fuerza algo ya sabemos y las ilustraciones que veo normalmente las encuentro casi siempre manidas y convencionales. No es ese el caso de estas de Sam Van allemeersch. Pongámoslo como el último en esa larga tradición de la pintura flamenca, que de su mano, si es verdad que la pilota, recibe un terrible giro de timón.
De las dos muestras que tengo una es tirando a convencional, a menos que le atribuyamos cierto tono metafórico, en cuyo caso resulta un poco más inquietante. El sujeto trajeado que, vigilante y montado en ese tablero que se desintegra, sobrevuela una ciudad que amenaza ruina es algo así como la representación del factotum actual. Cada cual puede verlo como quiera, pero pasando del sueño a la pesadilla quizá quiera ser una versión gráfica y actualizada de Aladino y su alfombra mágica.
La segunda me resulta aún más interesante. Aquí no hay evocaión, el ambiente es realmente de pesadilla. El cielo más que plomizo resulta desgarrador. El cromatismo que envuelve la ciudad es tormentoso y feroz. El paisaje humea y delira bajo el signo del desasosiego. La inminente tragedia desemboca en la Biblia, pero no como un apocalipsis trágico sino con una extraña alegoría. Quienes llegan a la ciudad por encima de cadáveres, mares y desiertos resultan ser los mismos que huyeron a Egipto en el Nuevo Testamento. Se me escapa el significado final y sobre todo el tono, pero algo tiene que ver, atendiendo a las chumberas, con el espíritu del emigrado. Un destino cruel, quizá un sarcasmo, venir a refugiarse en esa ciudad siniestra.
Por otro lado, todo ese colorido a base de contrastes brutales, con esos grises tintados, me recordaba a los expresionistas, en concreto a Otto Dix. Dicho así, a bote pronto, parece un poco aventurado, pero no creo haberme equivocado demasiado. Al repasar los trabajos que expone en su web, http://www.sovchoz.be/, creo verlo confirmado. Si las formas plásticas describen el signo de los tiempos, a través de esa galería uno tiene la impresión de que son bien sombríos los que nos esperan. Ahí las ciudades no están sublimadas y fundidas en elegante negro gótico, al estilo de aquella Gotham de Batman, estas son bastante más reales y sórdidas. A falta de héroes y villanos, son esos odiosos personajes comunes y ruines que las habitan los que las convierten en entornos corrosivos y a la larga asfixiantes.
sábado, 22 de marzo de 2014
Matar el rato
Ni la mejor butaca vale para matar fríamente un rato, por muy malo que sea. Cuánto más si se trata de un tiempo inútil y condenado de antemano. Hacerlo desaparecer entre cojines sería casi como un absurdo asesinato. Al hablar de tiempo muerto también nos equivocamos. No es fácil que despiertos a la vida reconozcamos esa pérdida de pulso. La idea es más bien distraer el tiempo antes de que, falto de acción que lo entretenga, nos domine y ahogue. Ahí la duración apenas importa. Basta un instante para acabar sobrecogido y dominado por el tiempo, para quedar enganchado al hilo. Matar el rato es siempre un espejismo, algo así como una gélida ilusión. No por innecesarios pasan esos ratos vacíos a ser imposibles. Lo normal es que sigan vivos, posiblemente sin imponernos exigencias, pero poco dispuestos a morir. Incapaces de matarlos, sentimos que se prologan y conviven con nosotros hasta que se mueren, soportando la pequeña historia como si la portáramos en nuestros tensos y desfallecidos brazos.
viernes, 7 de marzo de 2014
Hojas sueltas
Han quedado sobre mi mesa media docena de hojas secas, alguna espléndida, del último otoño. No sé con qué propósito las cogí ni para qué las metí en una bolsa de plástico, pero ahí están cuidadosamente guardadas como si esperaran algo. Las del roble y el espino siguen verdes, la del arce es rojiza y la del gingko es de un amarillo profundo. Por falta de color no queda. De vez en cuando me agrada mirarlas, observar los detalles, la nervadura, los lóbulos, el tallo, el tono mate del envés. Suelo recordar dónde las cogí, pero ni aun así consigo reconocer si hubo o no algún fin. En esto no parece que haya mucha diferencia con las que escribo. Estas van quedando almacenadas sin quedar permanentemente expuestas a mi vista. A diferencia de aquellas no son indelebles, cualquier mirada me invitaría a animarlas con el color del día.
domingo, 19 de enero de 2014
Habladuría
Cuando no hay nada que decir y a pesar de ello se insiste en ello, dándole al menos orden sintáctico, igual sirve como un argumento.
martes, 14 de enero de 2014
El oficio de mirón
Leía ayer una de las últimas entrevistas concedidas por W. H. Auden, probablemente de comienzos de los 70, aunque no lo he podido verificar. Toca en ella de pasada un comportamiento hoy en día profesional y socialmente aceptado, pienso que sin demasiada justificación. Me refiero al dudoso estatuto y a las consiguientes impliaciones éticas del oficio de reportero gráfico. Decía Auden al respecto:
»Normalmente, cuando uno va por la calle y se encuentra a alguien que sufre, trata de ayudarlo, o bien mira hacia otra parte. Con la fotografía no existe la decisión humana. No se está allí, uno no puede volverse hacia otra parte. Simplemente se queda mirando con la boca abierta. Es una forma de «voyeurismo». Creo que los primeros planos son inciviles (http://www.enfocarte.com/1.12/entrevista.html).
Nadie pone en duda lo delicado de ese tipo de situaciones, más aún en los casos en que ya no se trata sólo del mero sufrimiento sino de una agresión que fácilmente puede evolucionar extendiéndose en cualquier dirección y alcanzando al espectador. Pueden darse ahí circunstancias que le aconsejen a uno evitar ser actor para quedarse en simple y ocasional testigo, por infame y doloroso que resulte a la vista del espectáculo. Otra cosa es cuando uno se convierte en testigo por oficio y asume de antemano que con miedo o sin él, pase lo que pase, no hará nada por evitarlo, simplemente porque no es ése su cometido. Precisamente es esta condición de invitado al tormento en calidad de «mudo operador del ojo mecánico y registrador» la que a muchos de nosotros nos subleva y nos resulta incomprensible. La profesionalización, con su división de funciones y el monopolio institucional de la violencia, nos ha traído esto. Según el criterio definitivamente establecido, por horribles que sean los hechos presenciados, no todos los presentes están autorizados a impedirlos, quienes no están capacitados para solventarlos deben limitarse a lo sumo a denunciarlos. Eso obliga, por un lado, a declararse incompetente en lo de dar fin al sufrimiento y, por otro, a mostrarse dispuesto, de mejor o peor grado, a presenciar impasible el abuso. Si uno no es del todo insensible, la postura que se reclama es de difícil encaje psicológico.
Del tiempo en que Auden respondía con las palabras anteriores al día de hoy han pasado del orden de 40 años y en ellos hemos visto, por esa mirilla que las cámaras nos ofrecían, toda clase de guerras, carnicerías y brutalidades. Se nos dice que, de no haber estado allí presentes las cámaras, ninguno de esos abusos hubieran trascendido y que por esa razón ningún mal hacemos al aceptar como un mal menor, en aras de ese evidente beneficio, el comportamiento estatuario de sus operarios. No obstante, el tema sigue teniendo aspectos que resultan verdaderamente inquietantes. Quizá el más preocupante sea el de si ese testigo ocasional debe de buscar, como buen profesional, aquellas condiciones que mejor queda retratan el sufrimiento El realismo siempre ha tenido su estética, pero la pregunta ahora es: ¿hay espacio, frente al individuo que sufre, frecuentemente a manos de otro, para pergeñar o perfeccionar una estética del sufrimiento? El asunto se agrava, porque las condiciones que añaden más calidad estética al trabajo, las que hay que buscar a toda costa, son al decir de muchos fotógrafos aquellas que acentúan y consiguen mayor impacto emocional en el espectador final. Esto viene a significar que, con independencia de los actores (víctimas y victimarios) que allí representan el drama, destaca la ominosa actuación del fotógrafo ejerciendo de escenificador del sufrimiento ajeno.
La distorsión es tal que todo lo que sucede ante estos testigos, por deplorable que sea, sólo viene a ser para ellos una interesante historia que transmitir, nunca un acto reprobable, y desde luego nada que requiera su intervención como ciudadano activo. Se considera que no están allí para juzgar los hechos, ni para elevar quejas o reproches. En el mejor de los casos están ahí para denunciar, con todo el arte y el oficio que su instrumento les permite, la lamentable situación, el visible conflicto. Toca al dueño del medio que difunde la foto pagar el servicio y juzgar si cumplirá el documento obtenido adecuadamente sus propósitos comerciales. Nada puede esperar el fotógrafo de su rabia e indignación. Adelantar el juicio moral de la sociedad y salir en un arrebato de responsabilidad personal en auxilio del sufriente no haría, según los parámetros al uso, sino desordenar la escena y ofrecer una imagen de pésimo profesional. Pero no todo el mundo tiene madera para convertirse en imperturbable observador de la crueldad. Es verdad que a veces la necesidad obliga a pasar por ese trago, aunque casi siempre a costa de desarrollar una malsana especie de inmunidad emocional. Cuando la realidad muestra su lado más atroz, tendemos a preguntarnos: ¿Es que no había nadie ahí para impedir semejante dolor? Pero no, si lo había, su asistencia no era prioritaria, ni siquiera conveniente. Parece que lo que verdaderamente importa es ofrecer un espectáculo y obtener el mejor rédito de ese atropello moral. No es lo mismo, evidentemente, irrumpir violentamente en una situación que parece dominada por la fuerza que acudir a paliar el daño de alguien que se duele. Pero la cuestión que me viene a la cabeza, quizá la misma que le atormentaba a Auden, es hasta qué punto podemos mostrarnos inmunes y ajenos a lo que vemos sin objetar con ello nuestra humanidad.
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