En 1924, la titánica tarea de rescatar y dar a conocer el importante volumen de textos de Newton por entonces aún desconocidos y de hacerlo además sin desvirtuar su complejo y contradictorio contenido, y sobre todo sin ocultar sus ambiciosas propuestas alquímicas y teológicas, hizo decir a R. A. Sampson, quien veinte años antes había participado en un primer y fallido intento de convertirse en su editor: «Antes de que alguien acometa [esa tarea] debería ver con claridad que emprende un viaje a un pasado completamente muerto y obsoleto en su mayor parte. Un editor debe aceptar que él mismo se verá absorbido en ese mundo difunto durante muchos años. Probablemente nunca encontrará del todo su salida de él».
En aquella charla, Sampson trataba de hacer ver a sus oyentes qué grado de compromiso suponía semejante tarea. Emprenderla requería enfrentarse al Newton hasta entonces conocido y revisar el pasado, que adoptaría, tras los confusos hallazgos previsibles, un tono enteramente nuevo. Ahí el editor debía resistirse al poderoso atractivo de los manuscritos indescifrables, tratando de llevar buen juicio y determinación donde se viera falto de mejor conocimiento. Tanta exigencia no suele ser común, lo común es entregarse a una apresurada búsqueda de referencias en el pasado, aun a riesgo de perderse en él. Pasa tanto entre expertos como entre legos, cuando no es la cómoda presunción en el oficio es la lasitud propia de los años la que invita a dejarse ir. Ante tales advertencias no estaría de más preguntarse: ¿qué esconde ese pasado del que Sampson habla o, más en particular, qué sería trasladable al presente de todo ese fárrago de manuscritos, cartas y apuntes guardado en los archivos newtonianos?, o bien ¿qué parte de esos papeles estamos dispuestos a reconocer como legado memorial de Newton? Admitiendo que el estudioso aventurero regresara con una selección coherente de ese viaje en el tiempo, de ese espacio que a Sampson parecía impenetrable, deberíamos seguidamente preguntarnos si el futuro asumiría esa estimación editorial de los textos, o lo que es lo mismo, si bastaría la certificación académica para convertirlos en valores definitivos del pasado, en literatura perenne.
Lo más probable es que el futuro vea nuestro presente, convertido ya en pasado, como aquel que contempla, al volver la cabeza y mirar atrás, la hojarasca que se extiende y alfombra hasta los más oscuros rincones de su bosque más querido. A la hora de imaginar un retorno urgente desde ese bosque lleno de recuerdos al presente, acuciado por los genios y fantasmas que en esa penumbra aún se mueven, es posible que el caminante se dedique a buscar entre todo ese follaje disperso algún indicio que le señale el camino de vuelta y que pretenda además obtener de cara al futuro certezas, cuando lo más probable es que, aunque llegue a tenerlas ante sí, difícilmente las reconozca. Esta incertidumbre en medio de la hojarasca recuerda a la de quien se ve ante las repletas estanterías de la antigua biblioteca: mira, remira y alimenta así la confianza de que ahí está el libro que le permitirá franquear el muro y salir a un nuevo futuro, pero, por muy convencido que esté de que ese muro contiene la memoria íntegra del pasado, no logrará ahogar la angustiosa sensación de haberse perdido.
La incertidumbre de este anhelante lector no debe ser muy diferente de la que acompaña al caminante en su incursión por el bosque, en particular cuando acogido a la benévola sombra de las arboladas bóvedas reconoce a cada paso, bajo el crujido de las hojas secas, la tímida firmeza de ese mantillo en el que crecen las raíces de toda esa floresta. Porque, más allá de la favorable acogida, por mucho que rastree a ras de suelo, se sabe absolutamente incapaz de adivinar qué hojas de entre las acumuladas en sucesivas añadas han resultado ser las más provechosas e imprescindibles, cuáles han dado el fermento más fecundo, y aún menos de saber, lo que sería un descubrimiento venturoso, dónde se encuentra el germen del frondoso despliegue que le protege. Nada, pues, encuentran sus pasos parecido a un camino que se mueva por las huellas de algún pasado, nada por lo menos bien trazado y definido.
En vista de ello, parecerá inútil ir a hurgar desesperadamente en ese abandonado y mudo depósito de hojarasca, que en algunos trechos se muestra incluso consumido, como una compacta turbera. Aun cuando todo nos parezca ahí visible, llegará también el momento en que desbordados por su abrumador número ni siquiera reparemos entre tantas hojas, por vistosas o singulares que resulten. De hecho renunciaremos pronto a las curiosidades y, buscando crear método, atenderemos tan sólo al estrato que conforman. Pero a ese nivel es imposible descifrar el bosque y su pasado, hay que conformarse con imaginarlo en alguna de sus más frondosas épocas. Y para contarlo, probaremos a lo sumo a entresacar al azar de ese oscuro estrato la hoja que se muestre más llamativa, quizá la más indeleble. A falta de mejor guía, la consagraremos con honores académicos, ante quienes nos esperan ansiosos fuera, como el factor propicio, e incluso el único generador, de toda esa fronda visible y protectora.
Para un observador un poco crítico un hallazgo casual como ese nunca podrá ser una pista concluyente, porque, pese a haber atravesado el bosque y la maraña del tiempo limpiamente y haber llegado hasta nosotros con una hoja entre manos como trofeo, nada nos asegura que esa hoja aporte al futuro claridad alguna sobre lo que en ese pasado se gestó y mucho menos sobre cómo afrontar tras su detenido examen lo que está próximo a llegar. Misteriosamente, cuando esas hojas alcanzan a reunirse, gracias al laborioso afán con que les da brillo un escritor, un erudito o un editor, resurgen ante el visitante de la biblioteca como el libro luminoso y prometedor que tanto andaba buscando. Confiado una vez más, cree que la lectura de esas páginas, llegadas prácticamente del pasado, le servirá de valioso respaldo para avanzar hacia el futuro.
Desgraciadamente el futuro que nos interesa se asemeja más a un cuadro fijo: aprecia sobre todo los frutos que cuelgan impasibles de las ramas, rara vez da crédito a todo aquello cuyo inmediato destino es la descomposición, condenado por su fragilidad al olvido cercano y a su disolución en un pasado homogéneo e indistinto. Esas hojas, que el viento caprichosamente remueve y nos hace llegar, son signos volanderos, pruebas indecisas, testigos inseguros del pasado; son materia demasiado maleable, objeto favorito de fantásticas e intencionadas estructuras venideras, castillos y reinos en la nada, amables sueños del ayer para hoy.
No debe extrañarnos, pues, el claro aviso de Mr. Sampson a cualquier desenvuelto editor que se adentre en esos pasados intrincados, newtonianos o no, erizados de exigentes páginas y oscuros pasajes donde se pondrá a prueba la amplitud de su capaci-dad de comprensión. Tampoco conviene engañarse, porque pocos son los que realmente pueden conseguir integrar en un todo congruente lo que a duras penas abarcan con su casi siempre difusa visión. Algo de visionario ha de tener el que lo intente, porque de lo contrario con qué esperanza de éxito podría enfrentarse al permanente revoloteo entre papeles abstrusos y ardorosos alegatos en materias imposibles. Pero, incluso por muy henchido de esperanza y por muy convencido que esté de su tarea pionera, no será en la mayoría de los casos ese primer aventurero, sino los sucesivos futuros los que irán desmontando los laberintos en que ha quedado encerrado el pasado desafiante. Si aun así acepta alguien el desafío, debe ser sumamente cuidadoso, porque convertido en mero lector, y sin más armas que su dominio del presente, puede verse deslumbrado por el repentino brillo de unas páginas cuyos reflejos remiten a nuevos escenarios aún más portentosos. Así que, en cualquier caso, debería tener bien presente que es fácil quedar atrapado en medio de referencias y remisiones, y que caminando por esos vericuetos laberínticos el tiempo fácilmente se engolfa.
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