martes, 14 de enero de 2014

El oficio de mirón


Leía ayer una de las últimas entrevistas concedidas por W. H. Auden, probablemente de comienzos de los 70, aunque no lo he podido verificar. Toca en ella de pasada un comportamiento hoy en día profesional y socialmente aceptado, pienso que sin demasiada justificación. Me refiero al dudoso estatuto y a las consiguientes impliaciones éticas del oficio de reportero gráfico. Decía Auden al respecto:
»Normalmente, cuando uno va por la calle y se encuentra a alguien que sufre, trata de ayudarlo, o bien mira hacia otra parte. Con la fotografía no existe la decisión humana. No se está allí, uno no puede volverse hacia otra parte. Simplemente se queda mirando con la boca abierta. Es una forma de «voyeurismo». Creo que los primeros planos son inciviles (http://www.enfocarte.com/1.12/entrevista.html).

Nadie pone en duda lo delicado de ese tipo de situaciones, más aún en los casos en que ya no se trata sólo del mero sufrimiento sino de una agresión que fácilmente puede evolucionar extendiéndose en cualquier dirección y alcanzando al espectador. Pueden darse ahí circunstancias que le aconsejen a uno evitar ser actor para quedarse en simple y ocasional testigo, por infame y doloroso que resulte a la vista del espectáculo. Otra cosa es cuando uno se convierte en testigo por oficio y asume de antemano que con miedo o sin él, pase lo que pase, no hará nada por evitarlo, simplemente porque no es ése su cometido. Precisamente es esta condición de invitado al tormento en calidad de «mudo operador del ojo mecánico y registrador» la que a muchos de nosotros nos subleva y nos resulta incomprensible. La profesionalización, con su división de funciones y el monopolio institucional de la violencia, nos ha traído esto. Según el criterio definitivamente establecido, por horribles que sean los hechos presenciados, no todos los presentes están autorizados a impedirlos, quienes no están capacitados para solventarlos deben limitarse a lo sumo a denunciarlos. Eso obliga, por un lado, a declararse incompetente en lo de dar fin al sufrimiento y, por otro, a mostrarse dispuesto, de mejor o peor grado, a presenciar impasible el abuso. Si uno no es del todo insensible, la postura que se reclama es de difícil encaje psicológico.

Del tiempo en que Auden respondía con las palabras anteriores al día de hoy han pasado del orden de 40 años y en ellos hemos visto, por esa mirilla que las cámaras nos ofrecían, toda clase de guerras, carnicerías y brutalidades. Se nos dice que, de no haber estado allí presentes las cámaras, ninguno de esos abusos hubieran trascendido y que por esa razón ningún mal hacemos al aceptar como un mal menor, en aras de ese evidente beneficio, el comportamiento estatuario de sus operarios. No obstante, el tema sigue teniendo aspectos que resultan verdaderamente inquietantes. Quizá el más preocupante sea el de si ese testigo ocasional debe de buscar, como buen profesional, aquellas condiciones que mejor queda retratan el sufrimiento El realismo siempre ha tenido su estética, pero la pregunta ahora es: ¿hay espacio, frente al individuo que sufre, frecuentemente a manos de otro, para pergeñar o perfeccionar una estética del sufrimiento? El asunto se agrava, porque las condiciones que añaden más calidad estética al trabajo, las que hay que buscar a toda costa, son al decir de muchos fotógrafos aquellas que acentúan y consiguen mayor impacto emocional en el espectador final. Esto viene a significar que, con independencia de los actores (víctimas y victimarios) que allí representan el drama, destaca la ominosa actuación del fotógrafo ejerciendo de escenificador del sufrimiento ajeno.

La distorsión es tal que todo lo que sucede ante estos testigos, por deplorable que sea, sólo viene a ser para ellos una interesante historia que transmitir, nunca un acto reprobable, y desde luego nada que requiera su intervención como ciudadano activo. Se considera que no están allí para juzgar los hechos, ni para elevar quejas o reproches. En el mejor de los casos están ahí para denunciar, con todo el arte y el oficio que su instrumento les permite, la lamentable situación, el visible conflicto. Toca al dueño del medio que difunde la foto pagar el servicio y juzgar si cumplirá el documento obtenido adecuadamente sus propósitos comerciales. Nada puede esperar el fotógrafo de su rabia e indignación. Adelantar el juicio moral de la sociedad y salir en un arrebato de responsabilidad personal en auxilio del sufriente no haría, según los parámetros al uso, sino desordenar la escena y ofrecer una imagen de pésimo profesional. Pero no todo el mundo tiene madera para convertirse en imperturbable observador de la crueldad. Es verdad que a veces la necesidad obliga a pasar por ese trago, aunque casi siempre a costa de desarrollar una malsana especie de inmunidad emocional. Cuando la realidad muestra su lado más atroz, tendemos a preguntarnos: ¿Es que no había nadie ahí para impedir semejante dolor? Pero no, si lo había, su asistencia no era prioritaria, ni siquiera conveniente. Parece que lo que verdaderamente importa es ofrecer un espectáculo y obtener el mejor rédito de ese atropello moral. No es lo mismo, evidentemente, irrumpir violentamente en una situación que parece dominada por la fuerza que acudir a paliar el daño de alguien que se duele. Pero la cuestión que me viene a la cabeza, quizá la misma que le atormentaba a Auden, es hasta qué punto podemos mostrarnos inmunes y ajenos a lo que vemos sin objetar con ello nuestra humanidad.


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