viernes, 22 de agosto de 2014

Callejeando


En medio del imparable y feroz tráfico, sometido a inevitables acelerones e intermitencias, y por encima de las densas y caóticas riadas de vehículos, animales y gentes que atropelladamente buscan salir del discreto coto que se les impone desde ambos lados de la calle, se asoma a una descomunal pantalla haciendo oír su tonante voz el orate de turno. Tamaña es su autoridad que se cree obligado a ofrecer consejo y también llamado a corregir el general desconcierto. Apóstol de la geometría, invita a los transeúntes más inquietos a respetar el orden lineal y a dejarse llevar por la mansa corriente sin salirse de la raya. Les advierte del severo riesgo que abandonados a su albedrío correrían de verse atrapados en espirales y remolinos, confundidos y arrastrados al anonimato por la turba. No obstante, quiere que se imaginen lo bastante libres como para tener afanes y hacer bueno su lema rector: «Un calle recta decide siempre un porvenir seguro». Un adagio un tanto jocoso, cuando la ciudad les marca inequívoca su dirección. Si al menos el transeúnte pudiera desdoblarse, quizá lograra copar ambos puntos de fuga. Pero, si su naturaleza no difiere de la nuestra, sólo un punto fijo le llegará a cautivar, así que eso es todo lo que le queda por decidir. Decisión aparente, que propiamente es una apuesta, porque la simetría obliga ahí a arriesgar entre dos para que la andadura cobre sentido. Luego sí, solventada la apuesta, la perspectiva de futuro parece inagotable, infinita, infinitamente buena o infinitamente mala, porque no hay otra salida. Es entonces cuando vemos al orate antes revestido de manso consejero como el implacable ejecutor, es a él a quien toca elegir el punto y mantener la firmeza: si en la cuerda un corte preciso resuelve la tensión, en la corriente bastará un tajo para dividir las aguas turbulentas. Se dice sabio, pero para él no hay otro modo de salvar al mundo de la confusión.

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