sábado, 23 de agosto de 2014

Aire en calma


Llegaba hoy en Erpegi a uno de esos lugares apartados, casi perdidos allá en los profundos dominios de Basaburua, pasado ya Orokieta y su ferrería, y mi primera impresión ha sido la de quien entra en una estancia luminosa, pero resignada de siempre al olvido y la quietud, como si todo siguiera allí intacto y hasta el aire se mantuviera en permanente calma, acunado entre las empinadas vertientes que encierran el valle y acostado sobre el extenso bosque que asciende por las laderas intentando envolverlo y guardarlo delicadamente.

La mañana era soleada, la atmósfera se ofrecía límpida, el aire no daba muestras de agitación alguna sino que flotaba sereno en ese entorno risueño y transparente. Es cierto que de vez en cuando una suave brisa removía las copas de los árboles, y probaba así a desperezarlos al tiempo que combatía la apatía propia de las largas jornadas veraniegas. Pero no parecía nada realmente serio, sólo un leve soplo, fruto de algún ajuste momentáneo, de alguna disputa fútil entre meteoros. Es posible que en las alturas ese respiro haya creado espacios aéreos nuevos y abierto canales insospechados, canales tan discretos como equívocos, de los previstos para dar la voz cuando las tormentas se acercan. Sin embargo, ningún torbellino se ha hecho notar esta vez en esos invisibles corredores por los que han seguido discurriendo sin origen ni destino claro, como suelen, todos esos flujos apacibles.

Eso no quita para que, mientras seguíamos nuestro camino, fuéramos oyendo sobre nuestras cabezas a ese aire ligero juguetear con las ramas como si se tratara de un duende travieso y burlón. Intrigados por tanto barullo, no se nos ha ocurrido nada mejor ni más tonto que ir a buscarlo con la mirada. Como no por ello se ha detenido aquel rumor de fronda, hemos seguido un buen rato con la vista perdida entre las difusas copas de los árboles. A fuerza de mucho observar y poco ver ha prendido en nosotros la idea, la rara ilusión, de que igual era el valle entero, con su denso arbolado, el que calladamente respiraba y murmuraba. Era tan curioso ese compás del aire que nos hemos detenido a escuchar con más atención. Pasado un rato, seguíamos sin saber si atendíamos a un mensaje o a una melodía, si desde allá recibíamos un aviso o se nos pedía entrar en juego, en definitiva, si con ese aire tan rumoroso se nos convocaba a un discurso o a una sinfonía. Como caminantes comunes, pocos de esos signos podían resultarnos lo bastante explícitos como para interpretar el imponente pálpito que parecía alentar en los bosques. Hubiéramos necesitado la vida entera y desplegar de forma bien distinta vista y oído, o nuestros sentidos todos, para seguir, entre esos extraños susurros y suspiros, el diálogo que pinos y hayas entablaban allá arriba en las alturas.

Cuando uno consigue desentenderse de lo imposible, puede rendirse sin temor a lo más inmediato y sensible. Dejamos, pues, aquel lenguaje cifrado y todas esas mareas del ramaje. Creo que ha sido poco después cuando, andando ya por el centro del valle, el aire ha dejado de turbar las alturas para hacerse de algún modo más presente. Donde el ambiente era despejado, me imaginaba al marchar como si atravesara una materia lábil e invisible, un aéreo estanque cargado de aromas penetrantes, no pocos excitantes y casi todos evocadores. A medida que ascendíamos, camino del collado final de Loiaundi, donde el valle se trunca, toda esa variedad de fragancias se nos ha ido haciendo todavía más patente, si bien era la fragancia del pino la que mandaba y la que a las demás hierbas envolvía. Y así nos han ido acompañando esas amenas fragancias por lo menos hasta alcanzar los últimos claros. Luego el camino cambia ligeramente de signo, internándose por estrechas travesías, custodiadas de cerca por un bosque cada vez más ubicuo. Dejarse llevar por la deriva silvestre resulta, por tanto, sumamente sencillo, el bosque prácticamente nos absorbe: uno puede desviarse del camino sin perder su ruta y poniéndose al abrigo de las hayas. Claro está que las amenidades en las que andaba ahí ya se pierden.

Lo sorprendente es que los cambios han sido bastante repentinos. Se diría que en cuanto nos hemos adentrado por el hayedo, el aire ha mutado. En seguida lo hemos empezado a notar más denso, menos volandero, como si ya no tuviera más misión que acudir a la entrega, que ser aspirado hasta el fondo, que ser incorporado aún vivo a beneficio de la naturaleza, y cómo no de nosotros entre sus naturales. Desde luego esos cambios no nos han hecho perder el rumbo. Lentamente, cruzando el bosque y con la idea de ganar altura para contemplar las aguas remanasadas de Leurza, nos hemos dirigido a la cercana y rocosa cima de Lengarria. En ese largo pasaje todo se ha ido poco a poco oscureciendo y perdiendo color, como si estuviéramos llegando al último rincón, al secreto corazón del bosque, al oculto refugio de su genio. No es extraño, pues, que a cada paso el aire se tornara más pegajoso y dulzón, más obsequioso, y que los latidos del bosque se hicieran más pesados y manifiestos. Alejados del benéfico sol, poco quedaba en la penumbra de del ambiente grato y perfumado de antes. Además, entre rampas y obstáculos nuestra marcha se ha ido haciendo más lenta, apareciendo los primeros síntomas de agotamiento. El aire, cada vez más enviciado y corrompido, casi espeso, apenas nos daba vuelo. Si nos movíamos hacia la regata, notábamos cómo la humedad de la hojarasca se evaporaba de continuo entre miasmas; si salíamos a descubierto, siquiera fuera brevemente, topábamos con unos helechos como tentáculos, cuyo agobiante perfume nos embriagaba hasta el delirio; y si avanzábamos decididos hacia las rocas cimeras, cubiertas de generoso musgo, sentíamos el aire aún más pesado e insistente, como si, despreocupado de los vivos, quisiera penetrar por esas inexpugnables puertas minerales en la morada de los duendes, como si se empeñara en llevar su asedio hasta las últimas fortalezas del bosque.

De vuelta al camino, otras han vuelto a ser las fragancias. Aquel aire aspirado a fuerza de masticar, de gusto algo áspero y terroso, hecho al trasiego de todos los que en la penumbra del bosque lo respiran, parecía cubrirnos ahora como un espeso manto, como un disfraz que denunciaba la vaguedad orgánica, la silenciosa mudanza del follaje, el tormentoso olor de la agonía. No lo veíamos, pero lo arrastrábamos a nuestro regreso como una emanación sombría donde la muerte pasada intenta revestirse de futura vida. Poco a poco, expuestos de nuevo al sol, el aire ha conseguido aligerarse de pesadumbres y fermentos, haciéndose más vivaz y volátil. Se ha empezado a mover como un aire caprichoso, como un céfiro que disfrutaba del momento brindándonos su compañía. Semejante regalo sólo ha durado un rato, como el vuelo de una de esas mariposas, que nos prestan color mientras revolotean. A pesar de que a nuestro alrededor el aire seguía en permanente mudanza, no por eso hemos conseguido desprendernos de ese malsano manto con el que hemos salido del hayedo. Llegábamos casi al final, cuando al paso por una ancha pradera repleta de mil hierbas, una ráfaga perdida nos ha salpicado de arriba a abajo, tachonando nuestro tosco y etéreo abrigo con las más finas esencias. Puede que de ese modo quisiera el valle dejarnos su inconfundible seña. Y así, embozados en ese singular manteo, portando aún el siniestro tufo de la turba y un vago toque a lavanda y violetas, hemos llegado a la salida, donde los ríos se juntan, entre dos robles soberbios.

Respecto al valle, salimos con la impresión de haberlo dejado tal como lo encontramos. Quizá otras criaturas sensibles que allí se esconden nos corrijan y persigan ávidamente en nuestro recorrido el rastro de nuestro paso y la promesa de otros mundos. Cosa distinta es el caso de quienes por aquí nos reciben de vuelta. A ellos es realmente difícil plantearles lo que tanto nos intriga: si esa calma tan jugosa y perfumada ha provocado en nosotros algún cambio aparente. Pero, aunque lo afirmen, tampoco es fácil que sean capaces de decirnos de qué modo hemos cambiado. Sorprendidos, se limitarán probablemente a mirarnos de hito en hito, y puede que hasta digan que sí, que nos notan un poco alterados, incluso mejorados, o que hemos venido tras la aventura como presos de un aire distinto. A la hora de percibir algún influjo misterioso, hay que fijarse en los viejos, porque siempre son ellos los más perspicaces. Quizá para obtener alguna verdad haya que esperar hasta Orokieta y su posada, donde su veterana dueña, husmeando en el aire el revuelo, no sólo nos acogerá sino que hará notar al resto que, aun cansados, emana de nosotros una extraña frescura, algo que nos transfigura. Aparte de ella, no creo que ninguno más consiga reconocer algún cambio con la típica mirada fija.

Mejor sería para entender algo que en vez de mirarnos nos olfatearan a fondo. Si lo hicieran, poco les costaría creer que en Erpegi hemos descubierto un mundo que vivía recluido en sí mismo, que con cada zancada hemos removido aires y hecho estremecerse la tierra, y que gracias a ese ímpetu vibrante hemos convocado el interés de todo el valle y el agradecimiento de sus genios y duendes. Además, a través del olfato, las pruebas aportadas deberían resultar evidentes. Afinando ese sentido un poco, pronto podrían aspirar los espesos vahos y oler los finos perfumes con los que hemos sido agasajados, unas veces en los prados a plena luz y otras en el bosque entre tinieblas. Aun así, no esperamos que sean muchos los que, aun lanzados a la husma, perciban un cambio de aires o reparen en la gama de olores. Puede, no obstante, que finalmente alguno llegue a preguntarnos para qué vale ese oloroso atavío que nos hemos traído a cuestas. Ahí deberemos serle sinceros. De poco valdría ese atavío como testimonio del paso por el valle, pues al final es demasiado evanescente; tampoco como emblema de sus praderas y bosques, pues es demasiado frágil; si acaso valdrá como pasajera huella de lo que nos ha dejado el día. Mientras esa huella no se disipe, volveremos, al cerrar los ojos, a aquella estancada soledad y a la turbadora calma de sus aires y, si además aspiramos a fondo, nos deslizaremos de nuevo por aquellos aromáticos vericuetos, para que el oscuro genio de la tierra nos insufle una vez más un leve soplo de vida.


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