Los mundos que rodean al mito y la razón se proclaman excluyentes, aunque se advierta su origen común en nuestro enfrentamiento a lo admirable y a lo extraordinario. Los efectos paralizadores de ese pasmo sólo parecen atenuarse cuando son asumidos mediante alguna liturgia mágica o afrontados mediante un examen analítico. Esto hace que, aun siendo ambos mundos comunes en origen, se hayan desarrollado en direcciones divergentes y de hecho contradictorias. La expresión más clara de esas contradicciones sería el milagro, o consecución de lo extraordinario por vía sobrenatural, que el mito acepta e integra y que la razón disuelve y rechaza. El milagro marca, por tanto, la frontera entre esos dos mundos. Son dos mundos que aun hoy conviven en permanente tensión, si bien no parece que el milagro pueda ser sostenido públicamente de forma convincente. Como ha servido, por otro lado, de coartada para toda clase de estafas y abusos a la buena fe, es temerario mantenerlo en vigor. Desde que nuestras sociedades están regidas por un contrato social no teocrático, el milagro ha pasado de ser un confuso acontecimiento público a ser un hecho evaluable empíricamente. Este tratamiento le ha hecho perder toda credibilidad pública y actualmente, carente de la relevancia social que antes le otorgaban las religiones, levanta justificadas sospechas. No cabe duda de que el mundo mítico subsiste bajo ese ordenamiento social, pero es difícil que emerja y menos que se prestigie a través de acontecimientos milagrosos, porque la explicación de cualquier acontecimiento físico ha pasado a estar sujeta al protocolo científico y porque los costes de aventar falsas esperanzas son socialmente intolerables. Como dice Grass, en una ácida valoración de esas extraordinariaces en la que marca bien el signo de los nuevos tiempos: «Ya nadie se pregunta si existen los milagros, sino cuál es el precio que hay que pagar por ellos».
domingo, 12 de octubre de 2014
Lo extraordinario
Los mundos que rodean al mito y la razón se proclaman excluyentes, aunque se advierta su origen común en nuestro enfrentamiento a lo admirable y a lo extraordinario. Los efectos paralizadores de ese pasmo sólo parecen atenuarse cuando son asumidos mediante alguna liturgia mágica o afrontados mediante un examen analítico. Esto hace que, aun siendo ambos mundos comunes en origen, se hayan desarrollado en direcciones divergentes y de hecho contradictorias. La expresión más clara de esas contradicciones sería el milagro, o consecución de lo extraordinario por vía sobrenatural, que el mito acepta e integra y que la razón disuelve y rechaza. El milagro marca, por tanto, la frontera entre esos dos mundos. Son dos mundos que aun hoy conviven en permanente tensión, si bien no parece que el milagro pueda ser sostenido públicamente de forma convincente. Como ha servido, por otro lado, de coartada para toda clase de estafas y abusos a la buena fe, es temerario mantenerlo en vigor. Desde que nuestras sociedades están regidas por un contrato social no teocrático, el milagro ha pasado de ser un confuso acontecimiento público a ser un hecho evaluable empíricamente. Este tratamiento le ha hecho perder toda credibilidad pública y actualmente, carente de la relevancia social que antes le otorgaban las religiones, levanta justificadas sospechas. No cabe duda de que el mundo mítico subsiste bajo ese ordenamiento social, pero es difícil que emerja y menos que se prestigie a través de acontecimientos milagrosos, porque la explicación de cualquier acontecimiento físico ha pasado a estar sujeta al protocolo científico y porque los costes de aventar falsas esperanzas son socialmente intolerables. Como dice Grass, en una ácida valoración de esas extraordinariaces en la que marca bien el signo de los nuevos tiempos: «Ya nadie se pregunta si existen los milagros, sino cuál es el precio que hay que pagar por ellos».
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