domingo, 31 de agosto de 2014

Crítica de la razón práctica


La razón, tomada en crudo, debe asumir ciertos escrúpulos ante el temible riesgo de su inmediata y ciega aplicación.

jueves, 28 de agosto de 2014

Vidas diversas


No consigo entender del todo a quienes después de una larga vida laboral, apenas jubilados, se lanzan desaforados a recorrer mundo con ánimo de conocer lo que hasta entonces su exclusiva dedicación no les permitía. Esa reacción forma parte de una idea de corte religioso, bastante instalada entre nosotros y es que, tras una vida abnegada, tenemos derecho a disfrutar de nuevas vidas. Cualquier cosa antes que apalancarse y quedarse en casa a rumiar penas, a esperar visitas y acontecimientos funestos. Como las del gato, las vidas que quedan por disfrutar siempre se suceden, nadie piensa en simultanearlas, en aprovechar esa holgura laboral para vivir una doble vida. Espero que todo eso no signifique que con la edad nos hacemos incapaces de albergar en nuestra naturaleza personal una doble vida, porque los hechos lo contestan. Sucede más bien que esa idea de desdoblamiento, o de multiplicación si se quiere, inquieta de veras, seguramente porque se percibe como un atentado a la identidad personal y como un peligro para la aceptación social del «desdoblado».

En el caso doble, para no cambiar de número, la literatura ya ha impuesto una imagen a través de ciertos personajes en los que la normalidad, o más bien la continuidad personal, se ve enfrentada a otra personalidad de tonos morales situados justo en el reverso, pero bien alimentada por un trasfondo de rencillas, envidias y frustraciones, lo que sitúa a ambas bajo un horizonte común. Generalmente, esa división no tiene otro interés que el de ilustrar de forma convincente el rudo contraste entre el bien y el mal, entendidas como empresas posibles de un mismo individuo. Pero frente a esa polaridad, que en la práctica no es más que una maniobra disolvente y anuladora, deberíamos aceptar la posible existencia de más de una versión en una misma persona. Actividades paralelas, mundos disjuntos, fenómenos ocasionales son, para quien las vive, experiencias que diversifican el tiempo y su identidad personal y, para quien las observa, un juego de facetas no siempre fáciles de encajar. Para comprender esa diversidad y darle curso social, es natural recurrir a un código basado en las circunstancias que rodean al individuo a fin de intentar explicar el sentido de su conducta en cada momento. Esto supone de hecho que la personalidad ya no se entiende como un conjunto de características o propiedades, que quizá deriven en virtudes y defectos, sino que pasa a considerarse algo más parecido a una entidad sujeta a claves. Por otro lado, son precisamente esas claves la causa de que no siempre se manifieste de un modo coherente sino absolutamente dispar y de que, a ojos de quienes le habían creado una imagen sólida y cierta reputación, a veces el resultado sea manifiestamente aberrante.

Esa coherencia lógica de la que hablaba, la materia con la que en definitiva se amalgaman los rasgos personales, marca en la mayoría de la gente un modo de actuar. Corremos, pues, el riesgo de que los principios lógicos nos vengan a definir. Tener un patrón de conducta es siempre bien valorado por quienes esperan comportamientos predecibles, por quienes están en conocimiento del código que las explica, por quienes temen verse ante una personalidad inexplicable y potencialmente antisocial o peligrosa. Sin embargo, vivir vidas como quien sigue un reguero de capilares, sujeto a la diversidad y ofreciendo las facetas que en cada momento demanda el mundo que al sujeto toca en suerte, no debería parecer un modo absurdo de conducirse. Podrá resultar arbitrario a quienes llevan su mundo sujeto y encajado en la cabeza, pero no a quienes permiten que sea su cabeza la que explore los distintos mundos. En todo este asunto cabrá también la duda de que el jubilado tenga suficiente fuelle como para alimentar tantos frentes. En el peor caso, eso será un problema de fuerza, de ímpetu, de voluntad, de vitalidad si se quiere, pero no veo en esa diversidad personal, a menos que desemboque en una dispersión total del criterio, un problema que afecte a su lógica.


martes, 26 de agosto de 2014

Sombras estéticas


Llegas a una edad en que con las barbas alborotadas vas de sátiro o vas de profeta. Gentes ambas de poco fiar, cosa de risa si aspirabas a ir de sabio.

sábado, 23 de agosto de 2014

Aire en calma


Llegaba hoy en Erpegi a uno de esos lugares apartados, casi perdidos allá en los profundos dominios de Basaburua, pasado ya Orokieta y su ferrería, y mi primera impresión ha sido la de quien entra en una estancia luminosa, pero resignada de siempre al olvido y la quietud, como si todo siguiera allí intacto y hasta el aire se mantuviera en permanente calma, acunado entre las empinadas vertientes que encierran el valle y acostado sobre el extenso bosque que asciende por las laderas intentando envolverlo y guardarlo delicadamente.

La mañana era soleada, la atmósfera se ofrecía límpida, el aire no daba muestras de agitación alguna sino que flotaba sereno en ese entorno risueño y transparente. Es cierto que de vez en cuando una suave brisa removía las copas de los árboles, y probaba así a desperezarlos al tiempo que combatía la apatía propia de las largas jornadas veraniegas. Pero no parecía nada realmente serio, sólo un leve soplo, fruto de algún ajuste momentáneo, de alguna disputa fútil entre meteoros. Es posible que en las alturas ese respiro haya creado espacios aéreos nuevos y abierto canales insospechados, canales tan discretos como equívocos, de los previstos para dar la voz cuando las tormentas se acercan. Sin embargo, ningún torbellino se ha hecho notar esta vez en esos invisibles corredores por los que han seguido discurriendo sin origen ni destino claro, como suelen, todos esos flujos apacibles.

Eso no quita para que, mientras seguíamos nuestro camino, fuéramos oyendo sobre nuestras cabezas a ese aire ligero juguetear con las ramas como si se tratara de un duende travieso y burlón. Intrigados por tanto barullo, no se nos ha ocurrido nada mejor ni más tonto que ir a buscarlo con la mirada. Como no por ello se ha detenido aquel rumor de fronda, hemos seguido un buen rato con la vista perdida entre las difusas copas de los árboles. A fuerza de mucho observar y poco ver ha prendido en nosotros la idea, la rara ilusión, de que igual era el valle entero, con su denso arbolado, el que calladamente respiraba y murmuraba. Era tan curioso ese compás del aire que nos hemos detenido a escuchar con más atención. Pasado un rato, seguíamos sin saber si atendíamos a un mensaje o a una melodía, si desde allá recibíamos un aviso o se nos pedía entrar en juego, en definitiva, si con ese aire tan rumoroso se nos convocaba a un discurso o a una sinfonía. Como caminantes comunes, pocos de esos signos podían resultarnos lo bastante explícitos como para interpretar el imponente pálpito que parecía alentar en los bosques. Hubiéramos necesitado la vida entera y desplegar de forma bien distinta vista y oído, o nuestros sentidos todos, para seguir, entre esos extraños susurros y suspiros, el diálogo que pinos y hayas entablaban allá arriba en las alturas.

Cuando uno consigue desentenderse de lo imposible, puede rendirse sin temor a lo más inmediato y sensible. Dejamos, pues, aquel lenguaje cifrado y todas esas mareas del ramaje. Creo que ha sido poco después cuando, andando ya por el centro del valle, el aire ha dejado de turbar las alturas para hacerse de algún modo más presente. Donde el ambiente era despejado, me imaginaba al marchar como si atravesara una materia lábil e invisible, un aéreo estanque cargado de aromas penetrantes, no pocos excitantes y casi todos evocadores. A medida que ascendíamos, camino del collado final de Loiaundi, donde el valle se trunca, toda esa variedad de fragancias se nos ha ido haciendo todavía más patente, si bien era la fragancia del pino la que mandaba y la que a las demás hierbas envolvía. Y así nos han ido acompañando esas amenas fragancias por lo menos hasta alcanzar los últimos claros. Luego el camino cambia ligeramente de signo, internándose por estrechas travesías, custodiadas de cerca por un bosque cada vez más ubicuo. Dejarse llevar por la deriva silvestre resulta, por tanto, sumamente sencillo, el bosque prácticamente nos absorbe: uno puede desviarse del camino sin perder su ruta y poniéndose al abrigo de las hayas. Claro está que las amenidades en las que andaba ahí ya se pierden.

Lo sorprendente es que los cambios han sido bastante repentinos. Se diría que en cuanto nos hemos adentrado por el hayedo, el aire ha mutado. En seguida lo hemos empezado a notar más denso, menos volandero, como si ya no tuviera más misión que acudir a la entrega, que ser aspirado hasta el fondo, que ser incorporado aún vivo a beneficio de la naturaleza, y cómo no de nosotros entre sus naturales. Desde luego esos cambios no nos han hecho perder el rumbo. Lentamente, cruzando el bosque y con la idea de ganar altura para contemplar las aguas remanasadas de Leurza, nos hemos dirigido a la cercana y rocosa cima de Lengarria. En ese largo pasaje todo se ha ido poco a poco oscureciendo y perdiendo color, como si estuviéramos llegando al último rincón, al secreto corazón del bosque, al oculto refugio de su genio. No es extraño, pues, que a cada paso el aire se tornara más pegajoso y dulzón, más obsequioso, y que los latidos del bosque se hicieran más pesados y manifiestos. Alejados del benéfico sol, poco quedaba en la penumbra de del ambiente grato y perfumado de antes. Además, entre rampas y obstáculos nuestra marcha se ha ido haciendo más lenta, apareciendo los primeros síntomas de agotamiento. El aire, cada vez más enviciado y corrompido, casi espeso, apenas nos daba vuelo. Si nos movíamos hacia la regata, notábamos cómo la humedad de la hojarasca se evaporaba de continuo entre miasmas; si salíamos a descubierto, siquiera fuera brevemente, topábamos con unos helechos como tentáculos, cuyo agobiante perfume nos embriagaba hasta el delirio; y si avanzábamos decididos hacia las rocas cimeras, cubiertas de generoso musgo, sentíamos el aire aún más pesado e insistente, como si, despreocupado de los vivos, quisiera penetrar por esas inexpugnables puertas minerales en la morada de los duendes, como si se empeñara en llevar su asedio hasta las últimas fortalezas del bosque.

De vuelta al camino, otras han vuelto a ser las fragancias. Aquel aire aspirado a fuerza de masticar, de gusto algo áspero y terroso, hecho al trasiego de todos los que en la penumbra del bosque lo respiran, parecía cubrirnos ahora como un espeso manto, como un disfraz que denunciaba la vaguedad orgánica, la silenciosa mudanza del follaje, el tormentoso olor de la agonía. No lo veíamos, pero lo arrastrábamos a nuestro regreso como una emanación sombría donde la muerte pasada intenta revestirse de futura vida. Poco a poco, expuestos de nuevo al sol, el aire ha conseguido aligerarse de pesadumbres y fermentos, haciéndose más vivaz y volátil. Se ha empezado a mover como un aire caprichoso, como un céfiro que disfrutaba del momento brindándonos su compañía. Semejante regalo sólo ha durado un rato, como el vuelo de una de esas mariposas, que nos prestan color mientras revolotean. A pesar de que a nuestro alrededor el aire seguía en permanente mudanza, no por eso hemos conseguido desprendernos de ese malsano manto con el que hemos salido del hayedo. Llegábamos casi al final, cuando al paso por una ancha pradera repleta de mil hierbas, una ráfaga perdida nos ha salpicado de arriba a abajo, tachonando nuestro tosco y etéreo abrigo con las más finas esencias. Puede que de ese modo quisiera el valle dejarnos su inconfundible seña. Y así, embozados en ese singular manteo, portando aún el siniestro tufo de la turba y un vago toque a lavanda y violetas, hemos llegado a la salida, donde los ríos se juntan, entre dos robles soberbios.

Respecto al valle, salimos con la impresión de haberlo dejado tal como lo encontramos. Quizá otras criaturas sensibles que allí se esconden nos corrijan y persigan ávidamente en nuestro recorrido el rastro de nuestro paso y la promesa de otros mundos. Cosa distinta es el caso de quienes por aquí nos reciben de vuelta. A ellos es realmente difícil plantearles lo que tanto nos intriga: si esa calma tan jugosa y perfumada ha provocado en nosotros algún cambio aparente. Pero, aunque lo afirmen, tampoco es fácil que sean capaces de decirnos de qué modo hemos cambiado. Sorprendidos, se limitarán probablemente a mirarnos de hito en hito, y puede que hasta digan que sí, que nos notan un poco alterados, incluso mejorados, o que hemos venido tras la aventura como presos de un aire distinto. A la hora de percibir algún influjo misterioso, hay que fijarse en los viejos, porque siempre son ellos los más perspicaces. Quizá para obtener alguna verdad haya que esperar hasta Orokieta y su posada, donde su veterana dueña, husmeando en el aire el revuelo, no sólo nos acogerá sino que hará notar al resto que, aun cansados, emana de nosotros una extraña frescura, algo que nos transfigura. Aparte de ella, no creo que ninguno más consiga reconocer algún cambio con la típica mirada fija.

Mejor sería para entender algo que en vez de mirarnos nos olfatearan a fondo. Si lo hicieran, poco les costaría creer que en Erpegi hemos descubierto un mundo que vivía recluido en sí mismo, que con cada zancada hemos removido aires y hecho estremecerse la tierra, y que gracias a ese ímpetu vibrante hemos convocado el interés de todo el valle y el agradecimiento de sus genios y duendes. Además, a través del olfato, las pruebas aportadas deberían resultar evidentes. Afinando ese sentido un poco, pronto podrían aspirar los espesos vahos y oler los finos perfumes con los que hemos sido agasajados, unas veces en los prados a plena luz y otras en el bosque entre tinieblas. Aun así, no esperamos que sean muchos los que, aun lanzados a la husma, perciban un cambio de aires o reparen en la gama de olores. Puede, no obstante, que finalmente alguno llegue a preguntarnos para qué vale ese oloroso atavío que nos hemos traído a cuestas. Ahí deberemos serle sinceros. De poco valdría ese atavío como testimonio del paso por el valle, pues al final es demasiado evanescente; tampoco como emblema de sus praderas y bosques, pues es demasiado frágil; si acaso valdrá como pasajera huella de lo que nos ha dejado el día. Mientras esa huella no se disipe, volveremos, al cerrar los ojos, a aquella estancada soledad y a la turbadora calma de sus aires y, si además aspiramos a fondo, nos deslizaremos de nuevo por aquellos aromáticos vericuetos, para que el oscuro genio de la tierra nos insufle una vez más un leve soplo de vida.


viernes, 22 de agosto de 2014

Callejeando


En medio del imparable y feroz tráfico, sometido a inevitables acelerones e intermitencias, y por encima de las densas y caóticas riadas de vehículos, animales y gentes que atropelladamente buscan salir del discreto coto que se les impone desde ambos lados de la calle, se asoma a una descomunal pantalla haciendo oír su tonante voz el orate de turno. Tamaña es su autoridad que se cree obligado a ofrecer consejo y también llamado a corregir el general desconcierto. Apóstol de la geometría, invita a los transeúntes más inquietos a respetar el orden lineal y a dejarse llevar por la mansa corriente sin salirse de la raya. Les advierte del severo riesgo que abandonados a su albedrío correrían de verse atrapados en espirales y remolinos, confundidos y arrastrados al anonimato por la turba. No obstante, quiere que se imaginen lo bastante libres como para tener afanes y hacer bueno su lema rector: «Un calle recta decide siempre un porvenir seguro». Un adagio un tanto jocoso, cuando la ciudad les marca inequívoca su dirección. Si al menos el transeúnte pudiera desdoblarse, quizá lograra copar ambos puntos de fuga. Pero, si su naturaleza no difiere de la nuestra, sólo un punto fijo le llegará a cautivar, así que eso es todo lo que le queda por decidir. Decisión aparente, que propiamente es una apuesta, porque la simetría obliga ahí a arriesgar entre dos para que la andadura cobre sentido. Luego sí, solventada la apuesta, la perspectiva de futuro parece inagotable, infinita, infinitamente buena o infinitamente mala, porque no hay otra salida. Es entonces cuando vemos al orate antes revestido de manso consejero como el implacable ejecutor, es a él a quien toca elegir el punto y mantener la firmeza: si en la cuerda un corte preciso resuelve la tensión, en la corriente bastará un tajo para dividir las aguas turbulentas. Se dice sabio, pero para él no hay otro modo de salvar al mundo de la confusión.

jueves, 21 de agosto de 2014

Mi descubrimiento


El descubrimiento, que debería ser un modo de poner en evidencia y desentrañar algo para que quede a la vista de todos, ha pasado a tener universal significado a través de la autoría y la fecha en que se produce, por lo que su divulgación pasa a tener carácter memorial y el testimonio documental es visto como un acta de legítima apropiación. Cada vez es más frecuente el caso paradójico y hasta ridículo en que lo que se descubre no es algo complejo, enmarañado o falto de evidencia sino una cosa bien evidente. En tales casos el descubrimiento, con la publicidad que lo patrocina, viene a ser una maniobra gracias a la cual lo arrinconado, pero bien conocido por muchos y ahora redescubierto, pasa a tener dueño y patente. Si esto pasa con el redescubrimiento de lo evidente, qué decir cuando la materia no es tan evidente. Pensemos de nuevo en el descubrimiento, pero no de algo físico sino de lo que denominaríamos abstracciones complejas, caso de genes o algoritmos. Sin ninguna duda el hallazgo se presentará con su autoría y fecha como una declaración unilateral —y social, si la plataforma en que se anuncia es la adecuada— de propiedad. Propiedad más bien discutible, si tenemos en cuenta que los formalismos y conceptos previos son normalmente una obra cooperativa, fruto, puesto que nos referimos a la ciencia, de un consenso social.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Vuelvo


Que vuelva a escribir...¡Desventurados, caerá la furia de mi vocabulario sobre ellos!

miércoles, 13 de agosto de 2014

Hojarascas pasadas


En 1924, la titánica tarea de rescatar y dar a conocer el importante volumen de textos de Newton por entonces aún desconocidos y de hacerlo además sin desvirtuar su complejo y contradictorio contenido, y sobre todo sin ocultar sus ambiciosas propuestas alquímicas y teológicas, hizo decir a R. A. Sampson, quien veinte años antes había participado en un primer y fallido intento de convertirse en su editor: «Antes de que alguien acometa [esa tarea] debería ver con claridad que emprende un viaje a un pasado completamente muerto y obsoleto en su mayor parte. Un editor debe aceptar que él mismo se verá absorbido en ese mundo difunto durante muchos años. Probablemente nunca encontrará del todo su salida de él».

En aquella charla, Sampson trataba de hacer ver a sus oyentes qué grado de compromiso suponía semejante tarea. Emprenderla requería enfrentarse al Newton hasta entonces conocido y revisar el pasado, que adoptaría, tras los confusos hallazgos previsibles, un tono enteramente nuevo. Ahí el editor debía resistirse al poderoso atractivo de los manuscritos indescifrables, tratando de llevar buen juicio y determinación donde se viera falto de mejor conocimiento. Tanta exigencia no suele ser común, lo común es entregarse a una apresurada búsqueda de referencias en el pasado, aun a riesgo de perderse en él. Pasa tanto entre expertos como entre legos, cuando no es la cómoda presunción en el oficio es la lasitud propia de los años la que invita a dejarse ir. Ante tales advertencias no estaría de más preguntarse: ¿qué esconde ese pasado del que Sampson habla o, más en particular, qué sería trasladable al presente de todo ese fárrago de manuscritos, cartas y apuntes guardado en los archivos newtonianos?, o bien ¿qué parte de esos papeles estamos dispuestos a reconocer como legado memorial de Newton? Admitiendo que el estudioso aventurero regresara con una selección coherente de ese viaje en el tiempo, de ese espacio que a Sampson parecía impenetrable, deberíamos seguidamente preguntarnos si el futuro asumiría esa estimación editorial de los textos, o lo que es lo mismo, si bastaría la certificación académica para convertirlos en valores definitivos del pasado, en literatura perenne.

Lo más probable es que el futuro vea nuestro presente, convertido ya en pasado, como aquel que contempla, al volver la cabeza y mirar atrás, la hojarasca que se extiende y alfombra hasta los más oscuros rincones de su bosque más querido. A la hora de imaginar un retorno urgente desde ese bosque lleno de recuerdos al presente, acuciado por los genios y fantasmas que en esa penumbra aún se mueven, es posible que el caminante se dedique a buscar entre todo ese follaje disperso algún indicio que le señale el camino de vuelta y que pretenda además obtener de cara al futuro certezas, cuando lo más probable es que, aunque llegue a tenerlas ante sí, difícilmente las reconozca. Esta incertidumbre en medio de la hojarasca recuerda a la de quien se ve ante las repletas estanterías de la antigua biblioteca: mira, remira y alimenta así la confianza de que ahí está el libro que le permitirá franquear el muro y salir a un nuevo futuro, pero, por muy convencido que esté de que ese muro contiene la memoria íntegra del pasado, no logrará ahogar la angustiosa sensación de haberse perdido.

La incertidumbre de este anhelante lector no debe ser muy diferente de la que acompaña al caminante en su incursión por el bosque, en particular cuando acogido a la benévola sombra de las arboladas bóvedas reconoce a cada paso, bajo el crujido de las hojas secas, la tímida firmeza de ese mantillo en el que crecen las raíces de toda esa floresta. Porque, más allá de la favorable acogida, por mucho que rastree a ras de suelo, se sabe absolutamente incapaz de adivinar qué hojas de entre las acumuladas en sucesivas añadas han resultado ser las más provechosas e imprescindibles, cuáles han dado el fermento más fecundo, y aún menos de saber, lo que sería un descubrimiento venturoso, dónde se encuentra el germen del frondoso despliegue que le protege. Nada, pues, encuentran sus pasos parecido a un camino que se mueva por las huellas de algún pasado, nada por lo menos bien trazado y definido.

En vista de ello, parecerá inútil ir a hurgar desesperadamente en ese abandonado y mudo depósito de hojarasca, que en algunos trechos se muestra incluso consumido, como una compacta turbera. Aun cuando todo nos parezca ahí visible, llegará también el momento en que desbordados por su abrumador número ni siquiera reparemos entre tantas hojas, por vistosas o singulares que resulten. De hecho renunciaremos pronto a las curiosidades y, buscando crear método, atenderemos tan sólo al estrato que conforman. Pero a ese nivel es imposible descifrar el bosque y su pasado, hay que conformarse con imaginarlo en alguna de sus más frondosas épocas. Y para contarlo, probaremos a lo sumo a entresacar al azar de ese oscuro estrato la hoja que se muestre más llamativa, quizá la más indeleble. A falta de mejor guía, la consagraremos con honores académicos, ante quienes nos esperan ansiosos fuera, como el factor propicio, e incluso el único generador, de toda esa fronda visible y protectora.

Para un observador un poco crítico un hallazgo casual como ese nunca podrá ser una pista concluyente, porque, pese a haber atravesado el bosque y la maraña del tiempo limpiamente y haber llegado hasta nosotros con una hoja entre manos como trofeo, nada nos asegura que esa hoja aporte al futuro claridad alguna sobre lo que en ese pasado se gestó y mucho menos sobre cómo afrontar tras su detenido examen lo que está próximo a llegar. Misteriosamente, cuando esas hojas alcanzan a reunirse, gracias al laborioso afán con que les da brillo un escritor, un erudito o un editor, resurgen ante el visitante de la biblioteca como el libro luminoso y prometedor que tanto andaba buscando. Confiado una vez más, cree que la lectura de esas páginas, llegadas prácticamente del pasado, le servirá de valioso respaldo para avanzar hacia el futuro.

Desgraciadamente el futuro que nos interesa se asemeja más a un cuadro fijo: aprecia sobre todo los frutos que cuelgan impasibles de las ramas, rara vez da crédito a todo aquello cuyo inmediato destino es la descomposición, condenado por su fragilidad al olvido cercano y a su disolución en un pasado homogéneo e indistinto. Esas hojas, que el viento caprichosamente remueve y nos hace llegar, son signos volanderos, pruebas indecisas, testigos inseguros del pasado; son materia demasiado maleable, objeto favorito de fantásticas e intencionadas estructuras venideras, castillos y reinos en la nada, amables sueños del ayer para hoy.

No debe extrañarnos, pues, el claro aviso de Mr. Sampson a cualquier desenvuelto editor que se adentre en esos pasados intrincados, newtonianos o no, erizados de exigentes páginas y oscuros pasajes donde se pondrá a prueba la amplitud de su capaci-dad de comprensión. Tampoco conviene engañarse, porque pocos son los que realmente pueden conseguir integrar en un todo congruente lo que a duras penas abarcan con su casi siempre difusa visión. Algo de visionario ha de tener el que lo intente, porque de lo contrario con qué esperanza de éxito podría enfrentarse al permanente revoloteo entre papeles abstrusos y ardorosos alegatos en materias imposibles. Pero, incluso por muy henchido de esperanza y por muy convencido que esté de su tarea pionera, no será en la mayoría de los casos ese primer aventurero, sino los sucesivos futuros los que irán desmontando los laberintos en que ha quedado encerrado el pasado desafiante. Si aun así acepta alguien el desafío, debe ser sumamente cuidadoso, porque convertido en mero lector, y sin más armas que su dominio del presente, puede verse deslumbrado por el repentino brillo de unas páginas cuyos reflejos remiten a nuevos escenarios aún más portentosos. Así que, en cualquier caso, debería tener bien presente que es fácil quedar atrapado en medio de referencias y remisiones, y que caminando por esos vericuetos laberínticos el tiempo fácilmente se engolfa.