domingo, 19 de enero de 2014

Habladuría


Cuando no hay nada que decir y a pesar de ello se insiste en ello, dándole al menos orden sintáctico, igual sirve como un argumento.

martes, 14 de enero de 2014

El oficio de mirón


Leía ayer una de las últimas entrevistas concedidas por W. H. Auden, probablemente de comienzos de los 70, aunque no lo he podido verificar. Toca en ella de pasada un comportamiento hoy en día profesional y socialmente aceptado, pienso que sin demasiada justificación. Me refiero al dudoso estatuto y a las consiguientes impliaciones éticas del oficio de reportero gráfico. Decía Auden al respecto:
»Normalmente, cuando uno va por la calle y se encuentra a alguien que sufre, trata de ayudarlo, o bien mira hacia otra parte. Con la fotografía no existe la decisión humana. No se está allí, uno no puede volverse hacia otra parte. Simplemente se queda mirando con la boca abierta. Es una forma de «voyeurismo». Creo que los primeros planos son inciviles (http://www.enfocarte.com/1.12/entrevista.html).

Nadie pone en duda lo delicado de ese tipo de situaciones, más aún en los casos en que ya no se trata sólo del mero sufrimiento sino de una agresión que fácilmente puede evolucionar extendiéndose en cualquier dirección y alcanzando al espectador. Pueden darse ahí circunstancias que le aconsejen a uno evitar ser actor para quedarse en simple y ocasional testigo, por infame y doloroso que resulte a la vista del espectáculo. Otra cosa es cuando uno se convierte en testigo por oficio y asume de antemano que con miedo o sin él, pase lo que pase, no hará nada por evitarlo, simplemente porque no es ése su cometido. Precisamente es esta condición de invitado al tormento en calidad de «mudo operador del ojo mecánico y registrador» la que a muchos de nosotros nos subleva y nos resulta incomprensible. La profesionalización, con su división de funciones y el monopolio institucional de la violencia, nos ha traído esto. Según el criterio definitivamente establecido, por horribles que sean los hechos presenciados, no todos los presentes están autorizados a impedirlos, quienes no están capacitados para solventarlos deben limitarse a lo sumo a denunciarlos. Eso obliga, por un lado, a declararse incompetente en lo de dar fin al sufrimiento y, por otro, a mostrarse dispuesto, de mejor o peor grado, a presenciar impasible el abuso. Si uno no es del todo insensible, la postura que se reclama es de difícil encaje psicológico.

Del tiempo en que Auden respondía con las palabras anteriores al día de hoy han pasado del orden de 40 años y en ellos hemos visto, por esa mirilla que las cámaras nos ofrecían, toda clase de guerras, carnicerías y brutalidades. Se nos dice que, de no haber estado allí presentes las cámaras, ninguno de esos abusos hubieran trascendido y que por esa razón ningún mal hacemos al aceptar como un mal menor, en aras de ese evidente beneficio, el comportamiento estatuario de sus operarios. No obstante, el tema sigue teniendo aspectos que resultan verdaderamente inquietantes. Quizá el más preocupante sea el de si ese testigo ocasional debe de buscar, como buen profesional, aquellas condiciones que mejor queda retratan el sufrimiento El realismo siempre ha tenido su estética, pero la pregunta ahora es: ¿hay espacio, frente al individuo que sufre, frecuentemente a manos de otro, para pergeñar o perfeccionar una estética del sufrimiento? El asunto se agrava, porque las condiciones que añaden más calidad estética al trabajo, las que hay que buscar a toda costa, son al decir de muchos fotógrafos aquellas que acentúan y consiguen mayor impacto emocional en el espectador final. Esto viene a significar que, con independencia de los actores (víctimas y victimarios) que allí representan el drama, destaca la ominosa actuación del fotógrafo ejerciendo de escenificador del sufrimiento ajeno.

La distorsión es tal que todo lo que sucede ante estos testigos, por deplorable que sea, sólo viene a ser para ellos una interesante historia que transmitir, nunca un acto reprobable, y desde luego nada que requiera su intervención como ciudadano activo. Se considera que no están allí para juzgar los hechos, ni para elevar quejas o reproches. En el mejor de los casos están ahí para denunciar, con todo el arte y el oficio que su instrumento les permite, la lamentable situación, el visible conflicto. Toca al dueño del medio que difunde la foto pagar el servicio y juzgar si cumplirá el documento obtenido adecuadamente sus propósitos comerciales. Nada puede esperar el fotógrafo de su rabia e indignación. Adelantar el juicio moral de la sociedad y salir en un arrebato de responsabilidad personal en auxilio del sufriente no haría, según los parámetros al uso, sino desordenar la escena y ofrecer una imagen de pésimo profesional. Pero no todo el mundo tiene madera para convertirse en imperturbable observador de la crueldad. Es verdad que a veces la necesidad obliga a pasar por ese trago, aunque casi siempre a costa de desarrollar una malsana especie de inmunidad emocional. Cuando la realidad muestra su lado más atroz, tendemos a preguntarnos: ¿Es que no había nadie ahí para impedir semejante dolor? Pero no, si lo había, su asistencia no era prioritaria, ni siquiera conveniente. Parece que lo que verdaderamente importa es ofrecer un espectáculo y obtener el mejor rédito de ese atropello moral. No es lo mismo, evidentemente, irrumpir violentamente en una situación que parece dominada por la fuerza que acudir a paliar el daño de alguien que se duele. Pero la cuestión que me viene a la cabeza, quizá la misma que le atormentaba a Auden, es hasta qué punto podemos mostrarnos inmunes y ajenos a lo que vemos sin objetar con ello nuestra humanidad.


lunes, 13 de enero de 2014

Ecuación


¿Cuál es el detalle que puede hacer iguales a dos cosas aparentemente distintas? Esto que parece una paradoja describe perfectamente a una ecuación. Ahí la igualdad reside en el valor atribuible a cada cosa y la desigualdad en las operaciones aplicadas. Finalmente, el detalle en cuestión pasa a ser evidente, en cualidad y cantidad, al resolver la ecuación.

domingo, 12 de enero de 2014

Queda mucho para entenderse


A veces parece como si algunas lecturas, en vez de excitar tu curiosidad y llenarte la cabeza de ideas te la vaciaran a medida que te vas quedando remansado en el silencio, apagado en un estado de enfermiza apatía. Todo esto puede ser entendido como un rechazo de la realidad inmediata, más notorio tras volver de esos viajes por otras realidades, que no por literarias y virtuales dejan de ser sentirse como tales. Por paradójico que parezca, en estas otras realidades uno cree asumir un papel más activo, ya sea como mero observador o en la piel de algún protagonista. Eso hace que al retornar de ese viaje a la monótona rutina uno se sienta en muchos casos como invadido por la realidad cercana y con dificultades para moverse o para intentarlo, como si se desplazara por ella como por un medio resistente y viscoso, como si el rozamiento y la proximidad le resultaran insoportables. Pero no son impedimentos físicos, bien lo sabe uno, los que le mantienen inmóvil y anulado. Por encima de ese indefinible cansancio, se siente atacado por una malsana incomprensión. A su alrededor todo sigue vivo y reconocible, ahí están todos los que le quieren y apoyan proporcionándole permanente albergue, cálido ambiente y afecto sincero. Igualmente sigue viva su memoria, aunque tan anegada por la confusión y el tedio que más parece un campo yermo en el que cualquier nuevo deseo se malogra. No es de extrañar que se deslice paulatinamente hacia el olvido y abandone por ilusorio y estéril un pasado que apenas le ayuda a explicar lo que le está pasando. Para llegar a ese estado no hace falta emerger en el mundo como un monstruo abrumado por un raro delirio, basta con que una lectura penetrante nos arrebate el sentido de la realidad. A partir de ahí uno empieza a sentirse ajeno, extraño o simplemente inútil y ve cómo germina una maligna y creciente incapacidad para asumirse en su propio mundo. A tal punto llega su perplejidad que prefiere resignarse a los papeles anodinos y eludir cualquier sueño, ante el temor de que ya no haya ni realidad ni ficción que le lleven a la salida. La última sensación es lo más parecido a una pesadilla: No ve probable un mundo exterior, sino que nota cómo un mundo interior, empujado por su memoria resentida, lentamente le devora.

viernes, 10 de enero de 2014

Un gran día


Mientras un importante sector de la ciudadanía está alarmado por el peligro que corren sus derechos civiles, el estado por boca de sus más conspicuos ministros decide alertar sobre la importancia del etiquetado del jamón. Para esta gente que gobierna, el etiquetado —y esto alcanza también a los ciudadanos— es sin duda un asunto de primer orden, un proceso imprescindible en orden a distinguir y distinguirse entre los cerdos, en sentido amplio, y a asegurarse la lealtad de los que ofrecen los mejores jamones. Viendo todos estos acontecimientos, uno tiene la impresión de que el camarada Napoleón ha vuelto a implantar el poder porcino en la granja.

miércoles, 8 de enero de 2014

Empatía y solidaridad


Como el número de observaciones relevantes sobre el comportamiento humano, se diga lo que se diga, no es ilimitado, nos vemos condenados a oírlas repetidamente cada cierto tiempo en distintos tonos, variantes y contextos. Esas repeticiones parecen tener con el cambio de contexto un efecto milagroso, pues con sólo añadir algún malabarismo discursivo se consigue hacer de lo que ya se tenía por trivial o por sabido un hallazgo fabuloso. Observamos, sin ir más lejos, cómo propuestas, sentencias y aforismos filosóficos clásicos son festivamente reinventados a la luz de la psicología, la sociología y las ciencias cognitivas. Se les da así nuevo relieve, prescindiendo de su autoría original, con el pretexto de que su anterior contexto era cosa de pioneros aficionados, un empeño meritorio pero científicamente deficiente. Una vez montadas sobre nuevos y rutilantes soportes teóricos, las antiguas aseveraciones se convierten en doctrina propia y se presentan además como si nacieran contrastadas de manera irrefutable.

Uno de los casos más irritantes en este juego es el de algunos conceptos de carácter hasta ahora inequívocamente social, los cuales gracias al cambio de escenario reaparecen con un enfoque sorprendentemente individual, por no decir que individualista. Pensemos, en concreto, en actitudes como la solidaridad, o incluso en sus versiones más o menos seráficas, a saber la compasión, la misericordia o la piedad. Quedémonos simplemente con la primera, cuyo tratamiento casi siempre arduo solía ser materia reservada a la política o tenida en todo caso por una cuestión de compromiso emocional. Sorprende de veras que una actitud como esa haya pasado a ser reconsiderada bajo el novedoso prisma de la empatía personal. El hecho de que el éxito de la organización social pueda depender de las connotaciones que se atribuyen al neologismo empatía constituye sin duda un cambio de enfoque del asunto bastante radical.

La solidaridad, que siempre había sido vista como un principio que forjaba la cohesión social a partir de la voluntad del individuo, evoluciona ahora en una nueva dirección al ser aceptado como factor de cohesión el reacomodo virtual de conciencias propuesto por la empatía. Con su llegada, la sociedad solidaria que en otro tiempo era percibida como una poderosa y múltiple conciencia acumulativa se presenta ahora como una especie de marco estructural que facilita el intercambio, reemplazo y asimilación de conciencias díscolas. No olvidemos que al hablar de empatía nos estamos refiriendo a la capacidad que se reconoce a un individuo, el empático, para colocarse en la posición anímica de otro individuo, el empatizado. Nada asegura siquiera que esta acción sea recíproca y que un individuo pueda ser a la vez sujeto y objeto de empatía en el seno de la sociedad. Puede que así planteada la empatía aún generara un movimiento de reconocimiento mutuo y acabara por crear algo parecido a un estado de conciencia general o multilateral. Pero la empatía es un movimiento virtual que sólo actúa selectivamente y en un solo sentido de forma natural. El empático tiende a fijarse como objetivo de suplantación empática aquellos individuos establecidos en posiciones jerárquicas ventajosas. Le cuesta bien poco esfuerzo verse en su lugar, porque empatizar es para él un recreo. No es de extrañar, pues, que la difusión empática acabe inspirando más sueños de ascenso y prosperidad personal que acciones de solidaridad social. A partir de lo anterior se concluye que con esa reducción al nivel individual se gana conceptualmente poco, pero es que además el cambio deja bien a la vista algunas de las falacias que trae implícitas.

Si profundizamos un poco en ellas, encontraremos curioso que se haga surgir una sociedad de la interrelación de individuos ca-racterizados fundamentalmente por su particular «posición» anímica. Lo habitual era manejarse con la idea de «estado» anímico, un poco más compleja, dada su variabilidad, y desde luego poco compatible con el carácter inmutable y reductor de una «posición». Una hipotética interrelación de estados nunca será del mismo alcance que la interrelación de posiciones. Imaginar el estado anímico en que quedaría alguien al ser emplazado en la posición de otro es tarea prácticamente imposible. Es sencillo colocar a un individuo en una posición relacional determinada, es decir iniciar el movimiento empático, pero es imprevisible saber cómo responderá y cuál será su estado anímico una vez instalado. Pretender que la nueva situación puede favorecer, reclamar o exigir la asunción de un determinado papel u orientación social ya parece bastante improbable, pero imaginar que la conciencia del individuo se altera como consecuencia de ese ejercicio intelectual es poco razonable. Sobre todo cuando se quiere ver en esa alteración la práctica asimilación del papel del empatizado. Es indudable que este juego tiene sus efectos multilaterales, pero no creo que se resuma en un movimiento de cohesión. Aunque existiera una optimización de los estados anímicos que condujera a la solidaridad, nada asegura que ese juego de suplantación virtual, la empatía, suponga una mejoría del estado inicial.

Pongámonos en el mejor de los casos: El individuo, al multiplicar mentalmente sus posicionamientos gracias a la empatía y verse en distintas situaciones sociales, adquiere una conciencia global. Dotarse de una conciencia global, percibir la sociedad como un problema propio es un avance importante, un despegue efectivo de la conciencia individual. Sin embargo, la llegada de un sentimiento de solidaridad exige algo más, exige que las conciencias globales que surgen del juego sean mínimamente compatibles. Ese mínimo ya hace ver que en todo esto de la solidaridad existen niveles, niveles que tienen que ver con el problema o el factor que en cada caso aglutine esa conciencia global. El mero movimiento de posiciones sirve de poco si no hay una percepción común de algo. La empatía puede tener un efecto multiplicador de nuestra consideración respecto a cuestiones como la subsistencia, un poco más vago en el caso de nuestros sentimientos concretos, porque el grado de percepción no es el mismo desde la posición ocupada y desde las que empatizamos. Hacer que todos esos efectos multiplicadores, focalizados en individuos concretos tengan una resultante global y desarrollen un estado general de solidaridad, en torno a esa u otra cuestión requiere de mucho ejercicio suplementario. Ese suplemento será tanto más necesario si tenemos en cuenta que la mayoría se ejercita y vive hoy la sociedad con muy escaso contacto físico con los demás. Nada favorece más la comprensión y la asimilación de los estados anímicos ajenos que la percepción de su estado físico. Nada, por tanto, como la cercanía, como el vivir de un aliento común, alienta la solidaridad. Al llevarla al terreno de la empatía para darle sólido fundamento, corremos el riesgo de malinterpretarla y hacerla avanzar hacia una imposible convergencia de intereses personales a través de esos pantanosos estados anímicos ajenos que nadie aspira a imaginar.


sábado, 4 de enero de 2014

Retrato


Si miras el espejo, verás al personaje desarmado, un chirriante estupor lo ilumina y abrasa tus ojos con un amargo recuerdo de tí mismo.

viernes, 3 de enero de 2014

El coloso


El que va sobredotado de fuerza queda con suma facilidad expuesto al rídiculo o de lo contrario sometido a la complicada decisión de si debe hacer o no uso de ella. A pesar de lo que se dice, pocos de los que contemplan al coloso toman su renuncia a la fuerza como un gesto inteligente, la mayoría la ve como la obligada concesión de un espíritu pusilánime. Para esos mismos la violencia, cuando se está en condiciones de ejercerla con ventaja, es un ejercicio absolutamente natural, con independencia de los daños que ocasione. Todo lo que suceda cuando se exhibe, siempre que vaya en la onda en que ellos se mueven y les deje a salvo de sus efectos, apelará muy vagamente a su razón y difícilmente les hará valorar la justicia de la acción, ni siquiera cuando el desequilibrio de fuerzas sea manifiesto. La fascinación que provoca ver en acción esa fuerza de proporciones colosales no exige conocer su causa desencadenante ni remite a ningún litigio previo, es ante todo un espectáculo. Es difícil calibrar en qué medida influyen las expectativas de los espectadores en la actitud del coloso, pero por su comportamiento habitual uno lo imagina poseído por una repentina, extraña y malsana euforia paternal. Una mirada a esas masas enardecidas debería hacerle entender que no reclaman de él protección sino espectáculo. Pero, en pleno disfrute de ese poder de atracción, hay cosas que no cree necesario entender. Tiene la exhibición de fuerza tal magnetismo que si la esconde sabe que se expone a la decepción y a una vergüenza pública de similares proporciones.

jueves, 2 de enero de 2014

La contraseña


Entre las novedades tecnológicas que se anuncian para un futuro próximo estaría la del "uso del cuerpo como contraseña". La expresión resulta algo críptica y abunda en algo que empieza a ser habitual: el uso del lenguaje para proponer interpretaciones virtuales de asuntos tan obvios cuando se toman las palabras por separado que no acertamos a darles nueva explicación conjunta. En concreto, en la expresión en cuestión uno se queda en duda sobre si el problema para su adecuada interpretación puede estar en el "cuerpo", en la "contraseña" o en el encaje conceptual de ambas palabras.

Si partimos de la primera, el conflicto se traslada desde el cuerpo a la identidad personal, porque si no sirve el propio cuerpo para fijar diferencias y establecer nuestra singularidad, no veo que otro medio podemos tener para hacerlo. No deja de ser curioso que a la hora de fijar tecnológicamente nuestro perfil no haya más remedio que recurrir a lo que hace cualquiera de los que nos interpelan: interactuar con nuestro cuerpo, o sea mirar, escuchar, palpar, en fin... En ese aspecto puede que la tecnología sea mucho más insidiosa que nuestros interpelantes y que se fije en nuestros mensajes más estables, en los menos cargados de intención, para concedernos un perfil inequívoco y probablemente digital. Verse retratado de un modo tan canónico tampoco es agradable. No porque vivamos con ánimo de ser o parecer otros ante los demás, que también, sino porque cualquier error tecnológico nos fulminaría como personas inapelablemente para dejar de ser lo que somos.

Junto a este asunto del cuerpo hay otro aún más incómodo, el de la contraseña. Lo primero es preguntarse contra qué o quién debemos señalar quiénes somos, es decir identificarnos. Es verdad que el mundo se complica y hasta es posible que a través de uno de sus canales ponga en circulación copias nuestras. El temor a que nuestras copias actúen como un factor emborronador de nuestra identidad y a que la responsabilidad de nuestros actos deje de ser personal para recaer en toda una clase personal no parece del todo fundado. Seguramente es más sencillo tecnológicamente "marcar" a toda esa clase a fin de dirimir responsabilidades que construir un mecanismo discriminador infalible. Está, por otro lado, la autoridad que frente a nosotros pueda exhibir quien reclama contraseñas.


miércoles, 1 de enero de 2014

Solución


Llegamos tarde con las soluciones. Los problemas a los que las aplicamos casi nunca son los que quisimos resolver y para los que habíamos ideado una completa batería de ideas, son problemas que el tiempo ha alterado y cuyas claves de solución se desvían sensiblemente del original. A la desagradable sorpresa de ver fracasar la solución, intentamos ponerle el parche con maniobras de aproximación. En torno al estado inicial del problema imaginamos todo un cuerpo variacional de problemas derivados para los que creamos un nuevo campo de soluciones. A menos que controlemos el efecto de esa variación, nos veremos renunciando al análisis de la situación y actuando más o menos metódicamente hasta lograr algún cumplimiento. Para entonces quizá el problema se muestre inasequible al haber sufrido una extraña mutación que hace inútil cualquier intento de perseguirlo mediante una simple variación. Por eso pienso que en vez de perseguir infantilmente los problemas por el inmenso campo de especulación es mejor intentar darles el sentido que en cada momento tienen —o pasar de ellos, si no lo tienen ya— y esperarlos de ese modo en algún punto donde sea inevitable su aparición.