sábado, 6 de septiembre de 2014

Xingú y su peripecia


Hoy, de par de mañana, he recibido la saludable confirmación, bien íntima por cierto, de que se había producido el esperado desenlace en el combate que durante estos últimos días ha librado el esforzado Xingú frente a la conspiración urdida en la sombra por mis siniestros cálculos renales. No tengo empacho en confesar que ha sido su decidida actitud la que me ha rescatado del suplicio y me ha hecho ver algo de luz cuando ya mi coraje parecía decaer, cuando mi mente empezaba a oscurecerse y cada nueva noche se anunciaba aún más pavorosa y terrible que la anterior. La irrupción justiciera de Xingú ha llegado justo en esos dramáticos momentos en que, como un muñeco, era ya blanco fácil de las repetidas pedradas de esa horda y buscaba auxilio en la botica. Sin su llegada, esta repentina beatitud, este plácido reencuentro con mi cuerpo, ahora que por fin mi costillar respira y la pinza de mi hipocondrio se relaja, francamente, no sé si hubiera sido posible.

Sólo él ha sabido ver en su justa medida la maldad de esas despiadadas criaturas y aceptado sin recelo el abusivo reto de su aniquilación. Hablo de criaturas, pero bien podría hablar de auténticos, de diminutos monstruos. Su minúsculo tamaño no los hace precisamente despreciables, siempre más inicuos que inocuos, tampoco su condición mineral los hace inertes o pasivos, y menos aún compasivos. Y sin embargo, son criaturas nuestras, bien nuestras. Es tan honroso como equívoco ser capaz de incubarlas, es algo que dice mucho de nuestra perversa vitalidad, que no sólo permite su presencia sino que nos anima a hacerlos crecer y multiplicarse. Porque, ¿cómo debemos tomarnos esa presencia cuando, sin venir a cuento, sin mediar provocación alguna, se nos activan, nos insolentan y nos violentan? Nadie sabe realmente a qué viene esa secreta afición de los sufridos riñones a crear filones minerales en nuestras propias entrañas, una afición que alcanza su punto errático y delirante cuando además se deciden a sembrar, o sea a expandirse aguas abajo, lanzando erizados e insidiosos cálculos. Imagino que nuestra suerte evolutiva, que el porvenir de la especie humana, no obliga aún a padecer estos experimentos minerales, porque el peaje que se paga, lo digo tras atravesar el calvario, es severo.

En su infinitesimal modestia, Xingú, mi protozoo protector, ha visto seguramente todo esto con más claridad que yo mismo, porque no tiene más conciencia que la orgánica y reconoce de inmediato en cada cálculo un intruso. Para él no existen precipitados glandulares ni corpúsculos desprendidos ni agregados salinos de mecánica irritante y deriva morosa, para él son bestezuelas vagabundas y anorgánicas que no merecen tener espacio propio. Así que su actitud es bien directa: aliarse con la suprema fuerza de la gravedad, con la intensidad de los flujos, con la ruinosa química del mineral hasta hacerlos polvo y echarlos fuera. En mi soberbia yo todo lo fiaba a forzar el aparato con micciones cada vez más caudalosas y continuas, mientras esas taimadas criaturas seguían en sus cálculos, incapaces de seguir las más elementales y ortodoxas corrientes nefríticas. Curiosamente, Xingú, un organismo sencillo y transparente, no ha tenido necesidad alguna de inventar para ellos planes quirúrgicos de desalojo, ni se ha dejado asustar tampoco por el dramatismo de mis insistentes gritos y lamentos. Parece claro que a estos protozoos no es la gran estrategia médica o una tibia compasión lo que les mueve. Como todos los de su especie, él aspira simplemente al equilibrio y al orden orgánico por encima de todo.

Tengo vagos recuerdos del comienzo. El domingo debí refrescarme y echar un trago en aguas que venían algo cargadas, seguro que más adecuadas para meter los pies que la cabeza. Pero eso es justo lo que hice, abrevar como el ganado, a cuatro patas en la balsa. Lllevaba toda la mañana andando y con aquel sol de castigo a cuestas, ¿qué podría impedirme beber y beber? Estaba turbia, sí, ¿cometí una imprudencia? Si reparo en lo que vino después, aquellas aguas sospechosas resultaron medicinales, porque ahí Xingú, el más audaz entre los protozoos, aprovechó la ocasión para ponerse en ruta hacia otros mundos e inició su peripecia por el mío. Su entrada al buche fue casual, pero además ha sido propicia; en todo caso su reaparición estelar ha tardado lo suyo, no porque anduviera falto de decisión sino por el complicado tráfico, ya se entiende; afortunadamente, en cuanto ha llegado al escenario de la conspiración todo lo ha visto pronto y claro: Yo no era su vehículo, ni su señor, ni su dominio, sólo era su huésped, un tipo cargante y molesto que no cesaba de beber, de quejarse y de agitarse, preso de gestos ininteligibles, cuya comprensión nunca merecería interés. La única cuestión para mi querido Xingú —permítaseme esta muestra posesiva de afecto e integración— era poner algo de orden en aquella abigarrada escena, un ambiente en exceso visceral, cargado de rumias, goteos y flatos.

Cuesta poco imaginar lo que al llegar Xingú vio desde primera línea: Sombríos oxalatos y uratos cerraban el paso en las vías urinarias, exhibiéndose además con soberana rechifla; algunos leucocitos habían aparecido para resolver la situación, aunque pronto emprendieran la fuga; hubo algún enfrentamiento desigual entre las elásticas células y esas coriáceas partículas, y quizá hasta derivó en fiebre. Fuera todo eran gemidos de alarma, con esa aparatosa retórica que acompaña siempre a nuestro dolor, así que pronto llegaron las maniobras mentales positivas y las pociones mágicas. Virar a positivo se dice fácil, pero es difícil impedir que una mente atormentada cultive impacientemente la derrota. Y respecto a las pociones, eran éstas fluidos galénicos, de composición secreta y movimientos internos sospechosos, cuyos objetivos eran tan ambiciosos que no podían ser claros. Calmaron algo la agitación desde luego, pero no pudieron acabar con la impunidad de los cálculos, y con los continuos atascos y desgarros que provocaban. Y así pasaron cinco días con sus cinco largas noches.

Con alivio hablo ya en pasado remoto de ese convulso y amargo episodio interno. No soy perito en anatomía, ni me intriga especialmente la mecánica celular, no sería, pues, capaz de describir con detalle el escenario fisiológico en que todo aquello sucedió ni la acción que allí tuvo lugar. Lo que no entiendo del todo es cómo no somos aún capaces de que nuestro organismo impida ese empeño mineral en congregar sales y generar a escondidas estructuras (tanto da que sean retículos, cristales o armaduras) que acaban convirtiéndose en caballos de Troya. La actuación decisiva, pero fortuita, de nuestro protozoo redentor apunta cuando menos carencias, y quizá confirma un rotundo fracaso evolutivo. Si enigmático es el escenario, no lo es menos la acción, aunque eso es cuestión de gustos: o bien debe ser tomada como un caso más de solidario socorro celular o bien como una importante gesta protagonizada por la más modesta de las especies. Yo ya he dejado clara mi elección. Tal y como lo siento, aquel doloroso bloqueo hubiera continuado bien fajado en mi costado de no tomar cartas en el asunto el buen Xingú, el humilde protozoo que me adoptó y me puso bajo su protección. Dada su insignificancia celular, convendría echarle al cuento su punto de pompa analítica y señalar que en su instinto regulador, en su vocación de orden y en su sencillez estructural encontró nuestro microbio amigo recursos suficientes para cargar con arrojo, insistencia y éxito contra las atascadas moles salinas. A medida que los días pasaban, lo que mi malsana razón convertía en insoportable quietud, él lo afrontaba como un sereno guerrero, como alguien sujeto a algún secreto compromiso en defensa de lo orgánico. Algo así como si una fuerza arrolladora emanara de su permanente exigencia celular para fulminar cualquier cuerpo extraño. Choca la desproporción entre la modesta célula y ese poder tremendo, pero estamos hablando, en germen, de lo que los organismos de mayor talla llamamos voluntad de vivir, animosidad cuando rebasa cierta intensidad.

Aunque creo que desde el principio hubo voluntad de librarla, no sé en qué términos se libró al final la batalla. No sé si Xingú llamó a alguien, si convocó a los suyos, si allí en medio de aquel coro de expectantes y temerosas vísceras se enfrentaron dos o más ejércitos de innumerables minúsculos. Como estas especies primitivas son dueñas de secretos profundos, también podría ser que mi protozoo reinventara el mito como criatura enigmática. Quizá espantara a los cálculos con su capacidad para detectar lo anorgánico y desentrañar los problemas renales. Si éste fue el caso, quedaría por saber en qué idioma les habló a los oxalatos para acabar con su odiosa inercia y mandarlos, aguas abajo, hasta su anónimo final. El caso es que hoy, de par de mañana, he sentido que el glorioso desenlace se había producido. Nada sé de la suerte de Xingú, quizá arrastrado en un último y temerario cuerpo a cuerpo hasta más allá de las cloacas. No obstante, si tras el tremendo regocijo desatado por la oleada de orines recientes y su alegre fluir en cálidas meadas, aún sigues por ahí, Xingú, quiero que asocies ese orden orgánico, que tanto venerabas y que ahora en mí finalmente contemplas, con la mejor, con la más dulce de mis palabras: Gracias.


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