miércoles, 27 de septiembre de 2017

Lo que oculta el cielo


No es que la gente haya dejado de mirar hacia arriba. Se sigue llevando lo de alzar los ojos hacia lo alto en espera de algo insólito y venturoso. Quien así nos vea podrá pensar que nos interesan las torres, los rascacielos, las montañas... o las chimeneas. Pero manteniéndose a esa altura todo lo que uno llega a ver es estética pasajera. Y lo cierto es que tampoco levantando un poco más la vista uno arregla las cosas. Puede que su ambición le anime a explorar las nubes, irrumpir en los cielos y hasta hacerse notar en la alturas en un ejercicio de vanidad recrecida, en un afán de centrar su universo. Sin embargo, no tardará en comprobar que nada sucede y entonces es cuando se preguntará qué es lo que espera. No se nos puede reprochar que tengamos ilusiones, porque nos hemos hartado de consumir imágenes donde aquello es el escenario por excelencia. ¿Qué podemos esperar, por tanto? Cualquiera puede aspirar a que su cielo tenga más animación, más acción, con trifulcas y juicios, con galopadas y apariciones, con ese tipo de cosas. Los chapados a la antigua, por ejemplo, esperarán ver en él cómo surcan el aire, llegando desde lejos y en regular formación, los ejércitos celestiales. Ya pueden esperar, les dicen sus hijos y nietos, la gente del aquí y ahora. No es que estos no miren hacia arriba, ya digo. Lo que pasa es que estos han crecido entre historietas y pantallas, y la Biblia les dice poco. Lo que ellos esperan, en lo que de verdad confían, es que venga a llenar el escenario, desde algún agujero negro y montado en un meteoro, alguien como Superman, Batman o cualquiera de los héroes de las variopintas huestes de Marvel y su legión de implacables dibujantes.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Boato inútil


Ayer la Universidad de Salamanca investía como Doctor honoris causa a Miquel Barceló y Francisco Calvo Seraller. Parece que la ciudad ha recibido con frialdad y un punto de hostilidad el nombramiento del artista, con el que la universidad pretendía marcarse un tanto a cuenta del brillo que siempre rodea a las bellas artes. La verdad es que estas entronizaciones académicas tienen, como muchos de los premios al uso, un interés sobre todo propagandístico. Y si bien el interés puede que sea compartido por ambas partes, lo normal es que sea más buscado por el promotor, en este caso la universidad, que seguramente es la parte más necesitada.

Miquel Barceló. Logotipo del octavo centenario
de la Universidad de Salamanca
La ceremonia y el boato con que se envuelve el acto buscan otorgarle una importancia que no siempre se merece. Entre los muchos aspectos exóticos del protocolo, hay uno que no debería pasarnos desapercibido. Me estoy refiriendo a la lectura del acta del nombramiento del candidato a doctor, del homenajeado vamos. Al quedar los encomios personales relegados a otra fase, las palabras tienen un carácter más ritual que protocolario. Para que no quede duda, oficia el rector como sumo sacerdote del saber. Algunos de sus pasajes parecen haber atravesado siglos, pero confieren al acto un aire solemne que complace en sumo grado a buena parte del público. Sería el caso del momento en que se anuncia la entrega del libro de la ciencia con estas palabras: «He aquí el libro abierto, para que abras los secretos de la sabiduría. Helo cerrado, para que dichos secretos, según convenga, los guardes en lo profundo del corazón. Te doy la facultad de enseñar, comprender e interpretar».

No sé cómo se lo tomaron Barceló y Calvo. Como miembro que fui de esas academias, me hace sonreír toda esa ostentación de virtudes, méritos y saberes que la institución por boca de su rector se arroga cuando concede esas últimas facultades. Una perorata innecesaria, puesto que antes de recibir semejante honor y ser investido, se supone que el doctorando, al ser elegido para ese honor, ha dado cumplidas muestras de su competencia. Además, en la mayoría de los casos esa competencia va mucho más allá de lo que la universidad podrá nunca darle. También es verdad que es difícil sustraerse, por su parte, al regusto que produce la lluvia de halagos que viene tras una investidura de esta naturaleza. No obstante, la norma exige no sólo recibir de buen grado el premio, sino hacerlo con fingido estupor. Para dar expresión a esos fingimientos estaría el pequeño discurso que sigue a la recepción de los atributos. Aparte de los agradecimientos, se suele optar por la sencillez y la humildad con un repaso autobiográfico donde se quiere hacer ver que en realidad no había para tanto, que no debieron molestarse en señalarlo.

Quienes defienden el espectáculo aseguran que actos como éste son necesarios. Gracias a ellos, se vendría a a confirmar la excelencia que atesora, sirve de guía y confiere su típico carácter universal a cualquier alta institución académica. Puede que esa sea su gran utilidad, pero puede también que esa retórica encubra el afán de abrirse hueco entre las muchas instituciones que compiten por atraer alumnos y financiación a su seno y a sus arcas respectivamente. Si la razón de ser del acto es responder a esas utilidades, lo que Barceló dijo en su discurso vendría de algún modo a enmendar ese tipo de intenciones. Él aludía a la práctica de la pintura, pero hablaba también de la universalidad de ese arte al considerarlo una «inutilidad esencial». No estaría de más que la universidad se alineara con esta declaración, gracias a la cual intenta Barceló que el arte rehuya el debate de la utilidad. Puede que el arte se sitúe más allá del saber convencional impartido en las aulas, pero esa fórmula elusiva bien podría servir para sacudirse el imperativo de la utilidad. En sintonía con esto, pudo intuirse también en su discurso un solapado desdén a las formas que hoy dominan el mundo, particularmente al describir su oficio y afirmar que se toma el brochazo y la pincelada como «actos de resistencia frente al mundo virtual». Nos queda por ver si lo que tenemos frente a ese mundo virtual es, dentro de su inutilidad progresiva, lo verdadero y esencial o si debemos ir considerándonos unos inútiles quienes nos resistimos a entrar en ese escenario virtual. No creo que debamos entender el mundo a través de ese ese espejo intangible en el que reina un formalismo imperativo. En él no siempre se llegan a ver con claridad las cosas. Por eso prefiero a veces seguir atento al formalismo especulativo que Barceló y otros como él proponen.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Destino de una grieta


La grieta entre A68 y Larsen C. Imagen ESA

En una imagen de la semana pasada (día 16), tomada por uno de los satélites de la Agencia Espacial Europea, se viene a comprobar que la grieta que se había abierto hace unos años en la plataforma de hielo Larsen C, en el Ártico occidental, se ha transformado en una brecha de unos 18 Km. Esto supone que se ha liberado a mar abierto una isla helada de unos 5800 Km2, una extensión considerable, ligeramente menor que la de la Comunidad Vasca. La historia de esta fractura probablemente sea antigua, pero comienza a ser monitorizada en los 90, cuando se detectó una grieta, que se extendió a partir de enero de 1016 hasta copar el mar por ambos extremos en julio de 2017. La imagen recibida viene a constatar que definitivamente se ha producido lo que se esperaba: la liberación de ese gigantesco bloque de hielo.

Parece que el aumento de las temperaturas del aire y el mar han sido determinantes en este desenlace y que la plataforma helada no ha sido capaz de mantenerse unida tras los sucesivos altibajos térmicos que se vienen dando en los últimos tiempos. El viaje que está próximo a emprender será sin duda lento e incierto y lo más probable es que se vaya fracturando en pequeños islotes que viajarán a la deriva por mares y océanos como pruebas testificales de los cambios que nuestro mundo está sufriendo. Dado que su tamaño supera los valores establecidos por los catalogadores, el islote que ahora se ha desprendido ha recibido el nombre de A68, es decir el 68º iceberg del sector A, lo que no le hace del todo el honor debido, pues su dimensiones exceden con mucho a las de los demás icebergs liberados con anterioridad.


jueves, 21 de septiembre de 2017

El ocaso filosófico


Ha caído sin demasiado estrépito social el último bastión de las humanidades en la enseñanza secundaria, la Filosofía. Uno ya intuía que las cosas no iban demasiado bien para sus intereses en un mundo donde las humanidades se iban viendo obligadas a competir con intereses mucho mas poderosos. El primer síntoma que me llenó de extrañeza fue ver en una librería los Diálogos de Platón y El capital de Marx en estanterías bajo el rótulo de Sociología. La propuesta no es un desliz, más bien plantea un deslizamiento peligroso, con el que se apunta a que los avances críticos acerca de la evolución de nuestra sociedad deben ser refrendados por resultados estadísticos. Otro síntoma fue el uso, hoy ampliamente extendido, de la expresión «ciencias humanas» para hablar de las humanidades, da igual que nos refiramos a Sócrates, Hobbes o Montesquieu. El cambio puede parecer inocente, pero no lo es. Lo de escudar esos estudios tras la categoría de ciencia tiene mucho de aberrante complejo de inferioridad, de inocente homologación acrítica, de absurda inutilidad asumida. Con esa decisión de suprimir la filosofía parece que se nos intenta hacer creer que sólo merece la pena estudiarse lo que tiene un sesgo científico, lo que anuncia un beneficio comprobable.

Asistidos por este tipo de criterios, no es tan raro que la filosofía se haya ido al garete. Campea por encima de todos los demás criterios uno capital, que, pasado a limpio, viene a decir que el esfuerzo del estudio sólo sirve para obtener formación e insertarse laboralmente en una sociedad productiva, no para dar respuesta a las dudas y preguntas que pueda suscitar esa sociedad. Lo terrible del caso es que el vacío dejado por ese estímulo, que llegaba de una materia escolar como la Filosofía, al estudio crítico de la sociedad, del mundo, de la historia y de todo aquello que forma parte de las humanidades, va a ser ocupado por los dogmas radicales esparcidos por los numerosos abanderados de las fes más ciegas. Esta gente ya empieza a asomar sus barbas en el mundo científico, pontificando con su doctrina e imponiendo sus patrones, bíblicos o coránicos, por aquí y allá. Sin el concurso de los filósofos y librepensadores a la ciencia le espera un asedio que puede ser fatal. Si para la gente es preferible creer a pensar, la filosofía empieza a estar de sobra.

martes, 19 de septiembre de 2017

La rigidez léxica


Voy repasando lo que llevo escrito este mes y me encuentro (como diría aquel) a nivel de títulos con la manuscritura, el sintesista y el autoadoctrinamiento. Cualquiera pensará que el diccionario se me ha quedado corto o que he desarrollado el vicio cultista de inventar palabros. Vaya, otra vez, cultista, palabro, ... Bueno, esta última al menos parece que está admitida. También conviene recordar que, salvo la de sintesista, las demás no son mías. Y para ésta en concreto, que identifica al practicante de la síntesis, me parecía una torpeza tratarlo de sintesta. Por lo que hace a las otras dos, difícilmente avalaría yo esa de autoadoctrinamiento, mientras que lo de manuscritura me parece, sin embargo, una salida bastante natural. 

No sé por qué tenemos que dar tantas explicaciones y tampoco sé por qué acabamos resolviendo la falta de la palabra adecuada utilizando perífrasis enrevesadas o reduciendo el tono del discurso a un lenguaje más coloquial, a una expresión que a nadie ofenda o extrañe. Y no hacemos bien. Porque lo peor no es esa carencia sino la rigidez y la resistencia a admitir una palabra nueva por temor a violentar la lista oficial de la Academia o a contravenir el imperio retórico de la tradición. A diferencia de lo que pasa en otras lenguas, esta última no es una razón menor en las romances, donde toda voz debe venir respaldada por un coro de autoridades. Viendo nuestra conducta, más parecemos en ocasiones intrusos en nuestro propio lenguaje que sus legítimos usuarios, y también creadores por cierto. En este sentido y contra lo que muchos piensan, que no fructifique la comunicación con nuestras extrañas palabras no tiene por qué ser lo peor, porque si esas palabras encajan en el discurso tarde o temprano llegará su aceptación.


lunes, 18 de septiembre de 2017

Autoadoctrinamiento


A veces los periódicos crean nuevos conceptos. Puede parecer sorprendente, pero es así. Otra cosa es que sean inteligibles sin la astuta asistencia de sus consejeros editoriales o sin contar con apoyo en la columna de opinión de alguno de sus comentaristas. Al fin y al cabo, son ellos quienes pueden dar cumplida cuenta de lo que han querido decir o directamente pasar nota con la definición de esa nueva voz a la Academia para su pronta incorporación al diccionario.

Bueno, pues el caso es que leo hoy en un rotativo de la capital —no me gusta señalar al pecador, porque siempre espero su contrición— el siguiente titular: «Detenido en .. un yihadista por autoadoctrinamiento». A ver, no se trata aquí de determinar la oportunidad de la operación policial ni la condición yihadista del sujeto. Compete a los jueces determinarlo, aunque la acusación tal como viene me parece aventurada. Me refiero evidentemente a lo de autoadoctrinamiento. Para quienes hemos sido adoctrinados por el clero nativo —no muy sabiamente, pero a conciencia— esta posibilidad de montárselo por uno mismo no deja de ser razonable. En realidad, no está muy lejos de lo que a muchos nos ha tocado hacer al apartarnos de la doctrina oficial. Es verdad que ha habido quienes han optado en esa situación por abrazar con firmeza una doctrina alternativa para aprovechar el molde que dejó vacío la anterior. Pero tampoco somos pocos los que hemos ido buscando amarres ideológicos para levantarnos una doctrina propia, o digamos, en atención a ese invento de la prensa, para autoadoctrinarnos.

Esta actividad es, por tanto, bien conocida por muchos de los que se vienen separando del recto sendero de la pensamiento normal, si es que hay tal. Me atrevo incluso a afirmar que está en el origen de la mentalidad moderna, del librepensamiento. Qué otra cosa podría ser autoadoctrinarse que aplicarse y ajustarse a la doctrina que uno libremente se ha ido creando a base de tiempo y esfuerzo. A menos que entiendan por autoadoctrinarse el servirse de una pantalla para confirmar con una doctrina más o menos sólida la oportunidad de dar rienda suelta al desmadre, tras obtener respaldo para lanzarse al desvarío o para hacerse notar como ángel exterminador. Sin embargo, en rigor, no puede tomarse a ese espectador apantallado por un creador de doctrina sino por el receptor de un instrumento de combate. Con él intentará probablemente responder ante el mundo entero según la doctrina inculcada en pantalla y abundar en el propósito de extenderla mediante la intimidación. Si tomar a estos apóstoles teledirigidos por portadores de una doctrina propia es simplemente una tontería, entender como un delito el autoadoctrinamiento, tomando como referencia este caso, es un craso error, un error que también puede llegar a ser peligroso para todos.

Aconsejaría a los redactores, por mucho que crean conocer el oficio, que no jueguen demasiado con las palabras, porque cuando ven por primera vez la luz tienden a ser ambiguas y de doble filo. Y en este caso del autoadoctrinamiento, más allá de dejar a los autores del invento en ridículo, se apunta un sesgo en su tácita interpretación que abre nuevas y escabrosas vías para que cualquier juez obtuso (y abunda la especie) intervenga sobre quienes libremente se forman y autoadoctrinan, tomando ingredientes intelectuales de aquí de allá, sin molestar a nadie y siempre en su propio jugo.

sábado, 16 de septiembre de 2017

Aquel árbol


Cada cual es libre de hacer a su manera el ridículo. Yo, por mi parte, he tenido y sigo teniendo a ciertos árboles como de la familia. Tras su partida, casi siempre forzosa, no he podido reprimir mi desconsuelo ni evitar traerlos al recuerdo al contemplar el espacio que ocupaban. A menos que el lugar en que arraigaban acabe completamente desfigurado o cubierto por alguna construcción, siempre me agrada acercarme al lugar en que se asentaban e incluso pisar el territorio que les pertenecía. Es un modo sencillo de rendirles homenaje. Una vez allí, las sensaciones surgen espontáneamente. A veces siento cernirse sobre mi cabeza la frondosa sombra que proyectaban, otras veces siento a través de mis piernas el vago pálpito de una tierra que sin ellos se ha quedado muda. Tampoco me resulta extraño hablar con ellos. Y no me refiero sólo a esas criaturas que encontraron acomodo en algún parque o jardín, hablo también de los que ya conocía de nuestros paseos por el bosque y que un día encontré en el suelo luego de ser derribados por la tempestad o por el rayo.

Pues bien, hace unos días arrancaron alevosamente, sin ninguna necesidad, uno que había muy cerca de mi casa. Era un arce rojo precioso que había visto crecer desde que nos instalamos en ella. Yo esperaba con ansiedad a que brotaran sus hojas tiernas y amarillas en primavera y en otoño permanecía extasiado cuando el árbol mostraba en rojo toda su belleza. Paso ahora por allí, junto al terreno hoy invadido por las máquinas, y no consigo que mi mente lo recuerde y lo ponga en pie de nuevo. Tengo algunas fotos, un par de hojas secas y hasta algún escrito con los que seguramente mi mente podría recrearlo. Pero no se trata de volver a verlo sino de captar el oscuro silencio que envuelve ese espacio, ahora alborotado por el ruido de las excavadoras. Y eso ahora mismo es absolutamente imposible. Confío en que pronto se vayan con su música a otra parte y pueda acercarme tranquilamente allí. Si fuera posible, me gustaría además encontrar el justo lugar en el que estuvo para después extender desde ese punto mis brazos, girar cerrando los ojos y poder imaginarme uno con él vibrando frente al aire y la luz como si renaciera el árbol.

viernes, 15 de septiembre de 2017

El sabio Atanasio


El rescate de obras antiguas emprendido con entusiasmo por algunos grupos musicales no siempre nos da a conocer, aunque así pudiera parecer, sonidos desconocidos e insólitos. Y no es que esto suceda porque la combinación de ritmos y melodías está agotada y ya no da más de sí. La razón es otra. Nadie pone en duda que esos hallazgos son un avance para la musicología, o la arqueología musical si se prefiere, cuando llegan refrendados por imágenes de instrumentos, por indicaciones manuscritas o por codificaciones musicales, aunque no siempre sean bien conocidas. Pero a partir de ahí empieza otra etapa distinta, la de la reconstrucción de esa música. Con la instrumentación de esos vestigios antiguos se inicia una tarea que depende en buena medida, cualquiera que sea el tiempo que nos separe de su creación primera, de la interpretación que se haga de ellos. Finalmente, el resultado podrá ser más o menos audible y quizá hasta agradable, pero, si el intervalo transcurrido es de miles de años, lo probable es que nunca sepamos en qué medida lo que oímos se corresponde con el sonido original. Por lo tanto, hablar ahí de una fiel reproducción, como alegremente se hace a veces, es algo verdaderamente osado.

Si vamos al cine —ese espectáculo con el que tan gratuitamente se nos hace bucear en el tiempo— podremos en apariencia oír el sonido de fanfarrias romanas, melodías celtas, trompetas tibetanas, conciertos de ocarina y otras muchas maravillas musicales. Hasta qué punto son escrupulosos en este tema los productores cinematográficos es difícil saberlo, pero hay motivo para la duda. No obstante, hay un aspecto en cualquier intento de reconstrucción, al margen de muchos otros, que deberíamos considerar capital, pero que es de difícil concreción en esta clase de rescates. Me refiero a algo tan sutil e intangible como el espíritu de aquellos tiempos, el famoso Zeitgeist. Quizá reproducir en una pieza musical el espíritu romántico no tenga tanto problema, porque lo tenemos bastante próximo, si no vigente, y ha dado lugar a un estilo que se ha ido proyectando en todas las artes. Sin embargo, a medida que retrocedemos en el tiempo, las cosas son más difusas y complicadas.

Cuando escuchamos ciertas reconstrucciones musicales intuimos que con la interpretación se ha intentado trasladar al gusto actual un sonido tosco, ritual y monótono, pero que, si por fin esa tarea se ha conseguido, probablemente ha sido a costa de traicionar el sentido que antaño se le daba a la pieza. Parece claro que ni los ritos ni los delirios actuales se asemejan a los antiguos y que el ritual musical actual, tan protocolario y pautado, poco o nada tiene que ver con el modo en que se practicaba la música en los viejos tiempos. Evidentemente no basta con trasladar de manera tentativa una melodía para poder asegurar después que justo eso es lo que oían nuestros antepasados. Normalmente la interpretación que escuchamos busca dar brillo a la música y lograr con ella cierto entusiasmo en la sala. Una sala que responderá educadamente con una salva o con toda una noche de aplausos. Sin embargo, su efecto quedará muy lejos del delirio ritual que se lograba en ambientes sociales y festivos de otras épocas cuando se interpretaba eso mismo. Interpretar la música de entonces con los parámetros que son habituales en la actual suele acabar por desvirtuarla y, en el peor de los casos, por dar forma a una nueva moda musical.

Cuando además media un autor, los rescates pueden ser todavía más arriesgados, porque contamos con una referencia personal que puede ser explorada por múltiples vías, dando lugar a las consiguientes confirmaciones o a repentinas sorpresas. Así que consideremos ya el caso que nos trae. Se trata de una tarantela napolitana arreglada con buen gusto y propuesta como una delicada golosina al público de hoy por una formación musical que practica «la música antigua». Obviamente nadie reconocerá en su versión el paroxismo, el delirio y el conjuro con el que se pretendía acabar simbólicamente con la maldita tarántula, con la insidiosa araña. Ni sombra, pues, de la catarsis propia del tarantismo y del ritual terapéutico en cuyo marco se interpretaba la tarantela. Tampoco puede esperarse que se parezcan los oyentes o los intérpretes a aquellos coribantes de los que Platón decía que «no sienten más melodía que la del del dios que los posee [..] mientras que son insensibles a todas las demás». No se me oculta que algo de esa naturaleza es difícil de reproducir hoy en día en una sala de conciertos o incluso si se me apura en una iglesia. Así que absueltos quedan los intérpretes que reinterpretan según el espíritu actual los motivos musicales de entonces.


Otra cosa es lo de la autoría. Porque estamos también ante una tarantela atribuida al jesuíta Atanasio Kircher. De la curiosidad y avidez intelectual, de la sabiduría en definitiva, del Padre Kircher nadie duda. Escribió innumerables obras y abrió brecha en los más diversos campos. Desde luego que no le fue ajena la música, a la que dedicó en 1650 un voluminoso tratado en dos volúmenes titulado Musurgia universalis, pero no parece que tuviera pretensión alguna como compositor. Sus intereses eran de otro orden: teclados con los que se organizaban conciertos de maullidos de gato, experimentos de sonido con copas de vino, transcripciones a notación musical de los cantos de las aves, en fin  cuestiones de este género. Parece que llegó a la tarantela por sus supuestas virtudes terapéuticas, por las benéficas vibraciones magnéticas que atraía esa danza y gracias a las cuales se expurgaba de manías y alucinaciones el espíritu. Así lo contaba en Magnes sive de arte magnetica (1641), en cuya página 764 transcribía además como ilustración la que nos ocupa, precedida de alguna otra como la Antidotum tarantulae, que escucharía probablemente en la calle en alguna de sus muchas correrías por el Mezzogiorno italiano. Pero de ahí a reclamar su nombre y nombrarlo compositor, por lo que es con seguridad una melodía popular, va una trecho largo. Es verdad que como tal figura en los catálogos musicales gracias a esas contadas y breves «composiciones». No obstante, exhibir esa honra tan parva resulta casi humillante para quien cuenta con tan vasta obra escrita. Más bien parece una broma urdida con fines propagandísticos, en este caso por los intérpretes del grupo rescatador, una broma que desmerece los auténticos méritos que Atanasio Kircher continúa poseyendo como uno de los más ilustres polígrafos del siglo XVII.



Tarantella napoletana, Tono hypodorio, Athanasius Kircher, L'Arpeggiata.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Paisajes encontrados


 Jesús Basiano, Garralda (1930-35)
Nadie busca un paisaje, en todo caso busca con mayor o menor celo las sensaciones que procura y afortunado es cuando por fin las encuentra, cuando el espíritu estancado durante tanto tiempo entre paredes se le remueve, cuando todo se rinde a su ojos y penetra en él lentamente hasta recrear un estado de continuidad, de asombrada posesión, donde impera esa ilusión de equilibrio con el exterior. Es entonces cuando el paisaje queda realmente definido, cuando queda identificado a la luz de esos otros ojos interiores. Cualquier pintor lo sabe bien: el paisaje es ante todo una experiencia, una experiencia a la que él intenta dar sentido con buen oficio y algún arte, a través de la forma y el color.

Sigue siendo también una experiencia, aunque muy distinta, encontrarse con el paisaje inesperado, con aquel que abre brecha en la memoria y trae el recuerdo remoto de un mundo que, por lo que queda a la vista, debe darse por desaparecido. Desde luego tampoco ese paisaje es algo que se busque y menos aún teniendo en cuenta que la experiencia suscitada está siempre cerca de ser recibida como una lanzada, como un filo candente. Lo que no impide que penetre como cualquier otro paisaje, irritando a su paso todo cuanto atraviesa, desde los ojos que parecen resistirse al vacío hasta la trastornada memoria. Es posible que en el agudo contraste que se ofrece entre lo visible y lo invisible haya ocasión para hacer alguna reflexión, pero malamente encontrará alivio quien ante la dolorosa evidencia debe dar por perdido lo que un día sintió como propio.

Que en el paisaje prima la emoción es más que evidente cuando, como en esos últimos casos, lo que se refleja es una pérdida. Pero incluso en el primer caso sería absurdo hablar de un encuadre de la naturaleza más o menos casual y afortunado. El paisaje tiene más de representación, bien en la versión balsámica o bien en la lacerante, y en eso reside su tremendo poder. En él encuentran continuidad y entran rápidamente como actores fuerzas que el espacio y el tiempo absolutos mantenían retenidas y dispersas. Gracias a esas fuerzas sucede a veces que algo se cristaliza en nuestro interior y crea un fondo transparente en el que imaginamos mundos amables y venturosos. Por contra, otras veces, ese cristal se eriza como una furiosa criatura desgarrando sin piedad hasta el aire memorioso y dejando flotar a la deriva algunos sueños muy queridos.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

La inteligencia nos corregirá


Hay aspectos de nuestra humanidad, hoy por hoy poco gloriosos, como puede ser nuestra indecisión, perplejidad, duda o como quiera que la llamemos, pero también nuestras salidas de tono, nuestro comportamiento anormal, nuestra condición sumisa o nuestro endeble sentido de la responsabilidad, que pueden quedar sensiblemente corregidos, al alza o a la baja, si empezamos a movernos arropados y asistidos por una inteligencia superior. Puede que la inteligencia artificial tenga entre otros este tipo de efectos correctores sobre nuestro modo natural de actuar. Puede que nos haga más directos y diligentes, pero también más previsibles. El margen que se abrirá para nuestras actuaciones quedará centrado en las más útiles y eficaces con absoluto abandono y tácito desprecio de las más impertinentes. Lo que supone que estas correcciones impondrán de una manera más o menos velada una marcada orientación en nuestro pensamiento. Sólo con pensar que la simple fijación del intervalo preferido para las resoluciones se va a basar en el criterio de utilidad, tenemos ya suficiente como para saber en qué sentido nos moveríamos bajo la directa tutela de esa inteligencia asistencial. En materias en que las leyes naturales han venido determinando inequívocamente por dónde va la ventaja puede que no veamos un problema inmediato. Pero son muchos los aspectos que quedan fuera de la legislación física, del dictamen geométrico, demasiados en definitiva en que esa inteligencia autónoma va a tener un papel primordial. Quizá dentro de unos años los restos de nuestra razón original haya que buscarlos donde habita el olvido, pero a cambio seremos más inteligentes, más resolutivos y mucho más eficaces, siempre y cuando seamos capaces de dejarnos gobernar.


Construyendo derrotas


Las victorias son siempre costosas y muchas veces dolorosas, efímeras y finalmente perecederas, pero el olvido que pronto se las lleva y el vacío que tras de sí crean no deberían ser argumento suficiente como para confundirnos, y menos hasta el punto de acabar viéndolas como derrotas.

lunes, 11 de septiembre de 2017

El sintesista


Síntesis aditiva de color

Confío en que ahora, en que toda la información parece estar convenientemente desmenuzada pero terriblemente dispersa por la red, una parte al menos del desmedido prestigio del analista vaya a parar al sintesista para que señale, sin ánimo de pontificar, puntos de vista desde los que, en alguna medida y en medio de todo ese océano informativo, lleguemos a comprender.

¿Es el futuro analizable?


La fe en la estricta legalidad que emana de los profundos análisis científicos de la situación que hoy vivimos, digámoslo de este modo tan perifrástico, nos hace volver el rostro con cierta comodidad y suficiencia ante lo que está por venir. A falta de inquietud, se nos ve serenos y tontamente resignados a dar nuestra cordial bienvenida como observadores al destino. Decimos ser plenamente conscientes de que ninguna figura nos lo impone sino que son únicamente los números los que lo traen. A veces parece que vivimos porque así nos lo asegura la ciencia y que intrigamos sobre nuestra libertad mientras arrastramos y escuchamos, como intrigados analistas, el indescifrable tintineo de la cadena natural. Sin embargo, mirando al pasado, comprobamos que el análisis y la interpretación de los ciclos no da para firmes certezas.

Cómo es posible, pues, que adelantar y vender como cierto uno de los futuros posibles le permita a uno cobrar pronto reconocimiento, cuando su predicción ni siquiera va acompañada después por un éxito indiscutible. Pero claro, quién necesita éxito cuando la sabiduría ya se le reconoce y las líneas esbozadas sobre el papel resultan absolutamente merecedoras de respeto, además de bien pagadas. Atrás quedaron los tiempos en que los augures funestos eran destripados sobre el ara igual que aquellas aves donde decían vislumbrar cercanos acontecimientos. Así que hoy mismo no hay oficio con mejor y más claro futuro que el de saber ofrecerlo. Y si es personalizado, a petición y gusto del solicitante, tanto mejor. Lógicamente ya no hablo de augures sino de dictámenes e informes de gabinetes poblados por gente muy sesuda, cuya razón social está inscrita, como si de un mandato divino se tratara, en las severas tablas de la ley económica. La función de sus análisis tiene también algo de mosaica. Quizá no acierten a desvelar los rigores o las alegrías que están próximos, pero lo que es casi seguro es que llevarán un momento de sosiego a una ferviente y siempre ansiosa audiencia.

Ahora bien, conviene tener presente que la ansiedad se extiende mucho más allá de esa audiencia. En el fondo, hay que reconocer que son pocos los que pueden seguir bien el trazado geométrico de unos análisis que sobrevuelan derroteros tan inciertos. De hecho los anuncios que se le envían a la gente común no suelen quedar claramente dibujados en su realidad. Es bastante natural, por tanto, que muchos prefieran ver esos análisis traducidos en imágenes y servidos a través de historias en forma de utopías gozosas, de distopías científicas, de apocalipsis fulminantes y de delirios desternillantes. Al final, cualquiera de estos relatos morales, con los que se incorpora y ofrece a los más afamados profetas una dignísima actuación, será asimilado por el público mucho más fácilmente y pagado sin inconveniente, con religiosa generosidad.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Silencios incorregibles


A nadie pregunto qué significan sus silencios, qué esconde tras su actitud reservada, por qué sigue permaneciendo callado o en qué emplea sus largos paréntesis, del mismo modo que a nadie pido que me dé cuenta de sus sueños, de sus devaneos, de sus intrigas o de sus penas. Son mundos propios que cada uno administra según su conveniencia, pero que tienden a ser precipitadamente interpretados por el modo en que uno se desempeña. A este respecto, es bastante sospechoso que lo que para muchos constituye un refugio propio para otros desde fuera es una impenetrable y desafiante caja negra. El principio de transparencia universal que hoy rige, siempre de arriba a abajo, reclama conocer de cualquiera cuál es el andamiaje que sirve de fundamento a sus actos y sus obras, para así poder alcanzar y eventualmente perseguir sus ideas. Un mundo bien engranado parece exigir que todo sea previsible, que no intentemos alumbrar hechos inconvenientes, que no maquinemos planes que entorpezcan el libre desarrollo del orden universalmente fijado, expresado y legalizado. Por eso nos hace tan felices saber que nuestros silencios incomodan a la máquina, crean un vacío de poder y son una presencia demasiado oblicua. Al final, acaba uno teniendo la certeza de que la mera presencia de un anónimo sin palabras cuestiona la vana apariencia de dominio y hace cernirse sobre él una sombra intocable, inabarcable y demasiado notoria.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Manuscritura


A la escritura empieza acompañarle, como si de un avalista obligatorio se tratara, la edición. Nada nuevo, si nos ponemos a pensar; al menos, nada nuevo desde que existe la imprenta, o sea desde hace siglos. El cambio sustancial es que esa mecánica tipográfica que antes estaba ligada a la difusión es hoy una exigencia que cualquiera se impone como norma de cortesía en su comunicación con los demás. Hasta qué punto puede resultar cortesía ineludible el mostrar el pensamiento propio en caracteres normalizados, es algo que no consigo entender. No voy a negar que hay caligrafías tan intricadas que hacen heroica cualquier lectura y desaniman hasta el más ferviente lector. No obstante, en esto, como en todo, hay niveles y grados. Entiendo que si lo que se pretende es trasladar un mensaje de manera clara y universal se opte por la tipografía, que es modo neutro de darlo a conocer. Sin embargo, hay niveles donde esa neutralidad no es lo prioritario, donde lo que se busca es reconocer el talante, penetrar en la intimidad y explorar el sentir del autor. Y a esos niveles es a los que me refiero cuando reivindico el papel que la caligrafía juega, porque es un componente esencial cuando se quiere ir más allá de la mera lectura y se desea conocer de manera más íntegra y profunda lo que expresa, a veces a su pesar, el escritor.

Manuscrito de Mariana Pineda (1925)
Fundación Federico García Lorca.
Contra lo que algunos piensan, para eso no hace falta acabar en grafólogo, del mismo modo que no se necesita ser psicólogo para leer Los hermanos Karamazov. Por otra parte, son muchos más los que piensan que para interpretar lo escrito, o sea para leer algo, no tiene uno por qué entrar a desentrañar la personalidad de su autor. Y aquí volvemos a los niveles, que dependen tanto de la naturaleza del mensaje como de lo que interesa saber acerca de quien lo ha escrito. No tiene el mismo interés examinar el manuscrito de los Principia Mathematica de Newton que un poema autógrafo de Jorge Guillén. Pero incluso en el primero de los casos, el experto que se vea obligado a hacer una lectura entre líneas no podrá dejar de lado el manuscrito. Algo que podría servir también para quienes se sienten tan identificados con lo que leen que reclaman conocer más a fondo a su autor. Probablemente unos y otros querrían seguir el rastro último de las emociones en los rasgos que su autor ha dejado casi insensiblemente sobre el papel. Con ello no se trata de poner en duda el hecho evidente de que en el volumen global de lo que se escribe, abunda mucho más el mensaje neutro que los relatos con trasfondo personal. Pensemos en el discurso científico, cuyo carácter neutro hace prescindible la caligrafía, dado que, además de añadir poco, crea una confusa barrera emocional que puede perturbar el recto conocimiento de los hechos.

En otro orden, los psicólogos avisan de que la escritura es un factor importante a la hora de forjar la identidad personal, y probablemente sea cierto. Tan cierto como que muchos, al presentar verdades de su puño y letra, temen verse demasiados expuestos a un escrutinio del que esas verdades saldrán convertidas en conjeturas o en enfoques particulares. De pequeños nos enseñaron a escribir y con eso parecía suficiente para expresar de manera pausada y en extenso lo que no se acertaba a decir de manera pronta o de viva voz. Ahora, sin embargo, se ha vuelto imprescindible aprender a darle formato a lo escrito para que gane realce y para que algún despistado se moleste en conocer nuestra opinión. Ya es sintomático que más que de escritos hablemos hoy de textos, dando por sobreentendido que el pensamiento ahí transcrito todavía es un material bruto que requiere ser moldeado  y adornado para su adecuada presentación. Estas maniobras sobre el «texto» han dejado de ser anecdóticas, no nos engañemos. A la preocupación citada de verse de algún modo delatado por los rasgos de la caligrafía, se añade la aceptación, bastante más general, de que la lectura de los manuscritos, o de los textos autógrafos si se prefiere, confunde mucho y exige demasiado a los lectores comunes. En aras de abarcar el mayor número de ellos, la norma comunicacional dice que no conviene importunarles con el ruido caligráfico. Esto ha hecho que la onda editora haya ido en progresivo aumento y que para hacer presentable la escritura se le impongan unas exigencias cada vez más rígidas. Todas ellas tienden a generar un producto más bien articulado y de pulso desvaído. No obstante, entendemos como acertadas las demandas de la ortografía y mucho más las de la sintaxis, porque al fin y al cabo crean la lengua, la primera al adoptar un criterio de expresión común y la segunda al ofrecer la oportunidad de una expresión propia. Hoy por hoy, aún creemos que las puntuaciones, las subordinaciones o el juego pronominal, por ejemplo, son elementos insustituibles del estilo en el que se refleja el temple del autor. Es de temer que el desprestigio en el que ha caído lo manuscrito como fuente de interferencias interpretativas, llegue en breve a esas otras áreas. Empezamos a ver cómo cunde un insusitado interés por una sintaxis más ordenada, destinada a normalizar la expresión y a evitarle confusiones y quebrantos innecesarios al lector. Supongo que eso acabará con el estilo literario. Aunque en ámbitos donde se propone sin ambages una escritura automática la desaparición del estilo se considerará, a cambio de la universalización del mensaje, un mal menor. En esa misma línea, estaría cada vez más próxima la instauración de una lengua común, probablemente el inglés, donde los sentimientos pasarían a adquirir (para los no nativos) ese tono monocorde que ya es el «natural» en muchas comunicaciones pretendidamente asépticas y neutras.

Quizá estas últimas exigencias queden todavía en el horizonte, pero la fiebre editora, que forma parte del mismo movimiento laminador, ya está aquí. Si la ortografía ya es irritante, qué decir de esas normas de pulcritud editorial por las que estamos avisados y nos sentimos obligados a vigilar los tipos y tamaños de los caracteres, la amplitud de los márgenes, la distancia del interlineado y otros detalles prescritos en el «libro de estilo», antes de poner en circulación nuestras ideas. La idea de que estamos ante un corsé necesario, un ejercicio de estética o una muestra de cortesía no me vale, cuando soy muy consciente de todo lo que se ha perdido en el camino. Y por eso es oportuno plantear todas estas cuestiones. Justamente porque ese movimiento laminador avanza. Veamos si no el último episodio, que afecta a un ámbito donde el propósito formativo es fundamental, donde se da forma al carácter propio de cada de los individuos e impulso crítico a la sociedad. Hablo de la educación, y más en concreto de la superior. Pues bien, leo que la Universidad de Cambridge se plantea prescindir de las presentaciones manuscritas en sus pruebas. Al parecer, el problema es la escasa pericia caligráfica de unos estudiantes acostumbrados ya a la escritura mecanizada y la consiguiente sobrecarga para quienes tienen que enfrentarse a sus escritos. El hecho parece indicar que cada vez son menos los que son capaces de expresarse con voz caligráfica propia y muchos menos los que toleran de buen grado las páginas manuscritas, por mucho que doten al texto de una calidez, una cercanía y una personalidad innegables. Tampoco esto es mera anécdota, pues no deja de ser un síntoma nefasto que en la universidad, de la que Cambridge es buen reflejo, la idea de batallar por la comprensión del discurso escrito haya dejado de ser atractiva.