Concluida la estancia del escritor
en los remotos cielos,
desciende en salvífica misión
a poner orden entre líneas.
Los suyos siempre recelaron,
cuando no morían de risa con
la tormentosa llegada del verbo,
y el vuelo imprevisible de su pluma.
Abriendo el ancho crepúsculo
como tibia aureola a sus sueños,
prometía a todos la tímida luna
entre resquemores y amenazas.
A gala tuvo lucir su pronta furia,
urdía los golpes como los desataba,
sirvieron de acero y escudo ajeno
sus fluidas babas en papel recio.
Pero se equivocaba cuando confiaba
en el oráculo y su melifluo altavoz,
en que le salvaría del crudo silencio,
e impondría un eclipse demoledor.
Frente al improvisado mar de lágrimas
las olas arrasan impávidas
el bastión de sus últimas palabras,
aquel terminante aviso de los dioses.
Las sirenas vuelven por fin a la playa
y a las ocas con saña despluman,
mientras Poseidón se zambulle exhibiendo
en la pica una lengua como colofón.
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