No consigo entender del todo a quienes después de una larga vida laboral, apenas jubilados, se lanzan desaforados a recorrer mundo con ánimo de conocer lo que hasta entonces su exclusiva dedicación no les permitía. Esa reacción forma parte de una idea de corte religioso, bastante instalada entre nosotros y es que, tras una vida abnegada, tenemos derecho a disfrutar de nuevas vidas. Cualquier cosa antes que apalancarse y quedarse en casa a rumiar penas, a esperar visitas y acontecimientos funestos. Como las del gato, las vidas que quedan por disfrutar siempre se suceden, nadie piensa en simultanearlas, en aprovechar esa holgura laboral para vivir una doble vida. Espero que todo eso no signifique que con la edad nos hacemos incapaces de albergar en nuestra naturaleza personal una doble vida, porque los hechos lo contestan. Sucede más bien que esa idea de desdoblamiento, o de multiplicación si se quiere, inquieta de veras, seguramente porque se percibe como un atentado a la identidad personal y como un peligro para la aceptación social del «desdoblado».
En el caso doble, para no cambiar de número, la literatura ya ha impuesto una imagen a través de ciertos personajes en los que la normalidad, o más bien la continuidad personal, se ve enfrentada a otra personalidad de tonos morales situados justo en el reverso, pero bien alimentada por un trasfondo de rencillas, envidias y frustraciones, lo que sitúa a ambas bajo un horizonte común. Generalmente, esa división no tiene otro interés que el de ilustrar de forma convincente el rudo contraste entre el bien y el mal, entendidas como empresas posibles de un mismo individuo. Pero frente a esa polaridad, que en la práctica no es más que una maniobra disolvente y anuladora, deberíamos aceptar la posible existencia de más de una versión en una misma persona. Actividades paralelas, mundos disjuntos, fenómenos ocasionales son, para quien las vive, experiencias que diversifican el tiempo y su identidad personal y, para quien las observa, un juego de facetas no siempre fáciles de encajar. Para comprender esa diversidad y darle curso social, es natural recurrir a un código basado en las circunstancias que rodean al individuo a fin de intentar explicar el sentido de su conducta en cada momento. Esto supone de hecho que la personalidad ya no se entiende como un conjunto de características o propiedades, que quizá deriven en virtudes y defectos, sino que pasa a considerarse algo más parecido a una entidad sujeta a claves. Por otro lado, son precisamente esas claves la causa de que no siempre se manifieste de un modo coherente sino absolutamente dispar y de que, a ojos de quienes le habían creado una imagen sólida y cierta reputación, a veces el resultado sea manifiestamente aberrante.
Esa coherencia lógica de la que hablaba, la materia con la que en definitiva se amalgaman los rasgos personales, marca en la mayoría de la gente un modo de actuar. Corremos, pues, el riesgo de que los principios lógicos nos vengan a definir. Tener un patrón de conducta es siempre bien valorado por quienes esperan comportamientos predecibles, por quienes están en conocimiento del código que las explica, por quienes temen verse ante una personalidad inexplicable y potencialmente antisocial o peligrosa. Sin embargo, vivir vidas como quien sigue un reguero de capilares, sujeto a la diversidad y ofreciendo las facetas que en cada momento demanda el mundo que al sujeto toca en suerte, no debería parecer un modo absurdo de conducirse. Podrá resultar arbitrario a quienes llevan su mundo sujeto y encajado en la cabeza, pero no a quienes permiten que sea su cabeza la que explore los distintos mundos. En todo este asunto cabrá también la duda de que el jubilado tenga suficiente fuelle como para alimentar tantos frentes. En el peor caso, eso será un problema de fuerza, de ímpetu, de voluntad, de vitalidad si se quiere, pero no veo en esa diversidad personal, a menos que desemboque en una dispersión total del criterio, un problema que afecte a su lógica.
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