Uno simplemente ve imágenes, no sabe si llega a entenderlas, porque tampoco cree que deba buscarles significado. Con las palabras no pasa lo mismo, pues se expresan a través de una impronta sonora o visual, que por economía pronto alcanza carácter simbólico. Lograr una traslación similar para las imágenes, o sea dotarlas de cierto significado, no parece posible o bien supone abordar un proceso muy distinto. De existir significado, no suele venir asociado a un símbolo sino vagamente fijado por un amplio contexto visual en el que el conjunto de evidencias define el objeto de referencia, algo que de manera directa suele ser inaprensible. Otra cosa es que ciertas experiencias visuales parezcan haber quedado condensadas en un símbolo y que con la invocación de éste se desate una secuencia en la que las imágenes reviven. El cine sabe mucho de esto y por eso hay gente que describe su amor sin más que señalar a Casablanca, esgrimiéndola como un símbolo.
No obstante, hay algo en este juego entre imágenes y símbolo que resulta equívoco, si no paradójico. Para entrar en su complejidad basta con que consideremos un caso bien diferente del anterior: ¿Puede una imagen brutal y abrasiva a la vista convertirse en un símbolo? Habrá quien vea en la cruz cristiana un ejemplo revelador de cómo una imagen se ha abierto camino en ese sentido. Es bien sabido, sin embargo, que en los siglos que median entre aquel cruel tormento y el anodino símbolo se ha producido una paulatina estilización de los hechos. En ese período se ha empleado a fondo la recreación teológica para conseguir abrir un espacio liberador tras un símbolo que viene a abstraer la imagen del crucificado. Hasta la carne y la sangre deciden ahí transustanciarse en pan y vino para ofrecer del sacrificio original un simulacro vulgar y tolerable. Por si no fuera suficiente, el proceso de estilización se ha visto acompañado a lo largo de los siglos de un ejercicio paralelo, conducente a sublimar artísticamente aquella brutalidad primitiva. Los contornos más dramáticos del caso han sido rebajados gracias a la honda belleza de las figuras presentes en el cuadro y a la serenidad con que se entregan al sacrificio.
Hace unos días nos llegaban, a través de los medios, unas crudas imágenes en que un verdugo enmascarado profería amenazas en nombre de su credo mientras mantenía a la vista de todos, a punta de machete, el rostro demudado de un hombre arrodillado y vestido con un sayón naranja, que elevaba afligido su última petición antes de ser degollado como un carnero frente al árido y desolado paisaje del desierto. Los comentaristas se han empeñado en hacernos sentir esa brutalidad como un símbolo, como la marca distintiva de un régimen político. Desde luego no pretendo salvar a ese régimen fanático, tan sólo apuntar que un instrumento de intimidación —una secuencia de imágenes en este caso— no es lo mismo que un símbolo. Creo que en ese punto se equivocan, porque las brutales imágenes apenas revelan nada, con ellas sólo se intenta instalar el miedo. Que ese miedo consiga tener una propagación rápida y un alcance universal es bien distinto de que un vídeo tenga valor simbólico. El símbolo siempre tiene un significado universal, algo que le confiere cierto valor. Sin embargo, no estamos como en la moneda ante un valor de cambio, asociado necesariamente a un interés específico. No es fácil revertir eso y hacer que la imagen pase de instrumento efectivo a símbolo. Lo hemos visto con la cruz. En el caso que comentamos, no se puede partir del efecto que tienen las imágenes intimidatorias —de indudable valor para sus autores— para hacer de ellas un símbolo del terror ni hacerlo gravitar sobre los espectadores como una amenaza simbólica e universal. No digo, evidentemente, que los símbolos no puedan ser empleados como efectivos instrumentos de propaganda, sino que al hacerlo se da una paradójica situación: por un lado, del símbolo se pretende hacer un puente que mira desde un pasado remoto a un futuro ansiado anulando el presente; por otro, urge a ensanchar ese presente, a copar el tiempo entero bajo el influjo de ese símbolo hegemónico. A través de esa hegemonía volvemos, pues, al ejercicio del poder mediante la intimidación y a las imágenes como una acción propagandística de proyección estratégica, puntual. Como además estamos ante un acto criminal, quizá conviniera distinguir entre los actos de carácter ejemplar y los de naturaleza simbólica. Los primeros aparecen con intenciones correctivas, más bien inmediatas, mientras que los segundos, además de tener un modo de operar estricto, se proyectan universalmente buscando de cada cual su interpretación. Las imágenes citadas entrarían evidentemente dentro del primer apartado. De otro signo, más próximo al simbolismo y a la universalidad, sería ofrecer imágenes de Auschwitz y de los campos de concentración. Obviamente hablo del alcance de las imágenes y de su significación, no de las detestables políticas que en ambos casos las alientan.
Intentando resumir mi criterio, las imágenes, particularmente las más atroces, no son por sí mismas simbólicas. Tienen que tensarse en torno a una línea de futuro desde la cual puedan posteriormente ser evocadas sin inspirar frustración, temor u otros sentimientos negativos. Sin esa tensión latente no hay forma de construir un símbolo. Auschwitz, por volver al ejemplo anterior, va camino de ser un símbolo por cuanto auspicia un futuro de igualdad racial y respeto a la persona así como una humanización de la muerte. A pesar de que las atrocidades no cesan, los noticiarios suelen imponer a la mayoría de las imágenes mostradas un carácter de aviso urgente o de suceso transitorio que hace difícil que pasen a tener una connotación simbólica.
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