domingo, 28 de septiembre de 2014

Palabra de Yeats


Reconocemos fácilmente el arrebatado estilo de Yeats en uno de sus mejores poemas, justo aquel que dice:

Girando y girando en el creciente círculo
El halcón no puede oír al halconero;
Todo se deshace; el centro no puede sostenerse;
Mera anarquía es desatada sobre el mundo,
La oscurecida marea de sangre es desatada, y en todas partes
La ceremonia de la inocencia es ahogada;
Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores
Están llenos de apasionada intensidad.

Seguramente alguna revelación está cerca;
Seguramente la Segunda Venida está cerca.
¡La Segunda Venida! Apenas pronunciadas esas palabras
Cuando una vasta imagen del Spiritus Mundi
Inquietó mi vista: en algún lugar en las arenas del desierto
Una forma con cuerpo de león y cabeza de hombre,
Una mirada vacía y despiadada como el sol,
Mueve sus pausados muslos, mientras por doquier
Circundan las sombras de las indignadas aves del desierto.
La oscuridad cae de nuevo; pero ahora sé
Que veinte siglos de un pétreo sueño
Fueron contrariados hasta la pesadilla por el mecer de una cuna,
¿Y qué tosca bestia, cuya hora llega al final,
Cabizbaja camina hacia Belén para nacer?

The Second Coming (W.B. Yeats, 1919), versión de Juan Carlos Villavicencio en Revista Descontexto

Se trata efectivamente de La Segunda Venida. Como es notorio, el poema arranca con un diagnóstico algo sombrío para luego, al entrar en la segunda estrofa, adoptar un tono entre inquietante y apocalíptico. Pero antes de que ahí llegue el tremendo torrente de imágenes, destaca por encima de todo una cruda verdad con la que Yeats nos despoja de cualquier esperanza, una verdad llamada a ensombrecer los momentos y situaciones más críticos:
Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de apasionada intensidad.


sábado, 27 de septiembre de 2014

Entendimiento paralelo


Están los hechos:
Se lee a mucha mayor velocidad que como se escribe, aunque concretando menos. Se escribe a menor velocidad que como se piensa, aunque concretando más.

Luego están las reglas:
Nada se concreta si no se entiende. Si la concreción no es otra cosa que el entendimiento, está por un lado el entendimiento del que escribe y por otro el del que lee.
Nada se piensa en concreto hasta que no se repiensa. No es lo mismo lo que repiensa quien lee, que lo que se repensó y quedó escrito.
Nada se lee como lo lee quien lo escribe. No existe grado de concreción similar en ambos, tampoco un entendimiento paralelo.

Y al final vienen las conclusiones:
A igualdad de ganancias y pérdidas en esas concreciones, uno tiende a creer que cuando lee capta realmente lo que otro piensa.
Esa igualdad, imposible como el entendimiento paralelo, está más próxima y puede llegar a ser una perfecta ilusión cuando uno escribe rápido y el otro lee lento.


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Obsolescencia


Al cabo del tiempo descubres que todo pesa más de la cuenta, que cagar y aliviarse no es tan fácil, que lo de follar en canal caduca, que van descaradamente a por tu manteca, que te invitan para ponerte de adorno, que por lo menos bebido no vas a ninguna parte  y que no debes mirar a los jóvenes fijamente.

lunes, 22 de septiembre de 2014

A posteriori


Después de mucho trajinar sin éxito entre las obras del autor en busca de la cita precisa, ha querido la suerte que pasados unos meses, en el ojeo casual en un cuaderno olvidado, surjan luminosas una serie de tres afirmaciones bien engranadas y certeras, justo cuando ya ni parecían necesarias. Como me resisto a despreciar los beneficios de la casualidad y veo en esta aparición el augurio de una interesante vuelta al tema, ahí va este esclarecedor pasaje de Walter Benjamin:

«Huella y aura. La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que dejó atrás. El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros». (Libro de los pasajes, M 16 a, 4)

No sé si proponiéndolo me apropio de este pasaje o si simplemente me he dejado atraer por su magnética precisión. Creo que es más bien el aura luminosa desde la que se proyecta —con sus dos definiciones y sus relaciones con el objeto— la que me engaña. Y está también presente la huella indeleble de Benjamin, a quien en profunda sintonía he creído a veces hacer mío. Así que prefiero dejar ahí el pasaje, sin hacer tampoco mucho comentario, que coleccionarlo como una cita más. Hacerlo sería tan inútil como hacerse con una ventana de finísima geometría para adornar nuestra galería, porque su valor depende al final de ante qué la pongas y tengo la certeza de que el paisaje que mejor le cuadra aún está por llegar.


Enfatizar


El énfasis sume hasta las afirmaciones más inocentes en un halo de sospecha.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Voces proféticas


Privilegio de profetas es esa prosa densa como la lava calmosa, ansiosa como una rumia ardiente, desbocada como un pensamiento ruidoso; mana incansable, camina torturada, se alza estrepitosa y a todos los que la siguen nubla, aturde y agota.

Lo que se perdió


Como no es fácil perderse de vista a uno mismo, siempre le queda al desnortado y perdedor habitual la posibilidad de refugiarse en su laberinto, en el que sin buscarse reto alguno encuentra feliz ocasión de mostrar su calidad de memorioso buscón y de redimirse a perpetuidad como dueño indiscutible de todo lo que ha perdido.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Operando con imágenes


Uno simplemente ve imágenes, no sabe si llega a entenderlas, porque tampoco cree que deba buscarles significado. Con las palabras no pasa lo mismo, pues se expresan a través de una impronta sonora o visual, que por economía pronto alcanza carácter simbólico. Lograr una traslación similar para las imágenes, o sea dotarlas de cierto significado, no parece posible o bien supone abordar un proceso muy distinto. De existir significado, no suele venir asociado a un símbolo sino vagamente fijado por un amplio contexto visual en el que el conjunto de evidencias define el objeto de referencia, algo que de manera directa suele ser inaprensible. Otra cosa es que ciertas experiencias visuales parezcan haber quedado condensadas en un símbolo y que con la invocación de éste se desate una secuencia en la que las imágenes reviven. El cine sabe mucho de esto y por eso hay gente que describe su amor sin más que señalar a Casablanca, esgrimiéndola como un símbolo.

No obstante, hay algo en este juego entre imágenes y símbolo que resulta equívoco, si no paradójico. Para entrar en su complejidad basta con que consideremos un caso bien diferente del anterior: ¿Puede una imagen brutal y abrasiva a la vista convertirse en un símbolo? Habrá quien vea en la cruz cristiana un ejemplo revelador de cómo una imagen se ha abierto camino en ese sentido. Es bien sabido, sin embargo, que en los siglos que median entre aquel cruel tormento y el anodino símbolo se ha producido una paulatina estilización de los hechos. En ese período se ha empleado a fondo la recreación teológica para conseguir abrir un espacio liberador tras un símbolo que viene a abstraer la imagen del crucificado. Hasta la carne y la sangre deciden ahí transustanciarse en pan y vino para ofrecer del sacrificio original un simulacro vulgar y tolerable. Por si no fuera suficiente, el proceso de estilización se ha visto acompañado a lo largo de los siglos de un ejercicio paralelo, conducente a sublimar artísticamente aquella brutalidad primitiva. Los contornos más dramáticos del caso han sido rebajados gracias a la honda belleza de las figuras presentes en el cuadro y a la serenidad con que se entregan al sacrificio.

Hace unos días nos llegaban, a través de los medios, unas crudas imágenes en que un verdugo enmascarado profería amenazas en nombre de su credo mientras mantenía a la vista de todos, a punta de machete, el rostro demudado de un hombre arrodillado y vestido con un sayón naranja, que elevaba afligido su última petición antes de ser degollado como un carnero frente al árido y desolado paisaje del desierto. Los comentaristas se han empeñado en hacernos sentir esa brutalidad como un símbolo, como la marca distintiva de un régimen político. Desde luego no pretendo salvar a ese régimen fanático, tan sólo apuntar que un instrumento de intimidación —una secuencia de imágenes en este caso— no es lo mismo que un símbolo. Creo que en ese punto se equivocan, porque las brutales imágenes apenas revelan nada, con ellas sólo se intenta instalar el miedo. Que ese miedo consiga tener una propagación rápida y un alcance universal es bien distinto de que un vídeo tenga valor simbólico. El símbolo siempre tiene un significado universal, algo que le confiere cierto valor. Sin embargo, no estamos como en la moneda ante un valor de cambio, asociado necesariamente a un interés específico. No es fácil revertir eso y hacer que la imagen pase de instrumento efectivo a símbolo. Lo hemos visto con la cruz. En el caso que comentamos, no se puede partir del efecto que tienen las imágenes intimidatorias —de indudable valor para sus autores— para hacer de ellas un símbolo del terror ni hacerlo gravitar sobre los espectadores como una amenaza simbólica e universal. No digo, evidentemente, que los símbolos no puedan ser empleados como efectivos instrumentos de propaganda, sino que al hacerlo se da una paradójica situación: por un lado, del símbolo se pretende hacer un puente que mira desde un pasado remoto a un futuro ansiado anulando el presente; por otro, urge a ensanchar ese presente, a copar el tiempo entero bajo el influjo de ese símbolo hegemónico. A través de esa hegemonía volvemos, pues, al ejercicio del poder mediante la intimidación y a las imágenes como una acción propagandística de proyección estratégica, puntual. Como además estamos ante un acto criminal, quizá conviniera distinguir entre los actos de carácter ejemplar y los de naturaleza simbólica. Los primeros aparecen con intenciones correctivas, más bien inmediatas, mientras que los segundos, además de tener un modo de operar estricto, se proyectan universalmente buscando de cada cual su interpretación. Las imágenes citadas entrarían evidentemente dentro del primer apartado. De otro signo, más próximo al simbolismo y a la universalidad, sería ofrecer imágenes de Auschwitz y de los campos de concentración. Obviamente hablo del alcance de las imágenes y de su significación, no de las detestables políticas que en ambos casos las alientan.

Intentando resumir mi criterio, las imágenes, particularmente las más atroces, no son por sí mismas simbólicas. Tienen que tensarse en torno a una línea de futuro desde la cual puedan posteriormente ser evocadas sin inspirar frustración, temor u otros sentimientos negativos. Sin esa tensión latente no hay forma de construir un símbolo. Auschwitz, por volver al ejemplo anterior, va camino de ser un símbolo por cuanto auspicia un futuro de igualdad racial y respeto a la persona así como una humanización de la muerte. A pesar de que las atrocidades no cesan, los noticiarios suelen imponer a la mayoría de las imágenes mostradas un carácter de aviso urgente o de suceso transitorio que hace difícil que pasen a tener una connotación simbólica.


jueves, 18 de septiembre de 2014

Renovación del rito


El oficiante lanzaba rodando por la empinada pendiente el corazón aún latiente de la doncella y tras él se abalanzaban cuesta abajo como almas enloquecidas sus amantes. Al rito se le ha dado siglos después un giro radical al hacer que un funcionario tire por esa misma pendiente un queso, a guisa de apetitoso doblón. Sigue habiendo bonitas carreras, y muy ruda disputa entre los hambrientos, pero el acto transmite más ansiedad que pasión. La desesperada búsqueda del amor se ha quedado en voraz y bufa montería, y claro, así ya nada es lo mismo.

Ciencia personal


No es propiamente la razón sino nuestro temor lo que nos empuja a hacer previsiones y cálculos.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Dos ojos, en efecto


Dos ojos persiguen la perpetua ilusión: Difícil modo de materializar un deseo, pero sencillo truco para sustanciar obstinados credos.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Bilbao


Salieron a la luz París, Venecia, Nueva York, Estambul..., y no dudó. Al mostrarle una foto del Guggenheim, sólo acertó a responder: «Me costó encajar todo eso en mi mente. No sé dónde se ha quedado, ni siquiera me trae recuerdos, es como si ese extraño panteón se lo hubiera tragado mi mapa».

viernes, 12 de septiembre de 2014

Difícil retorno


Los que vienen del fin del mundo siempre traen noticias inverosímiles, tan fascinantes que suenan a recientes y cercanas, capaces de retenernos definitivamente allí.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Descendió entre nosotros


Concluida la estancia del escritor
en los remotos cielos,
desciende en salvífica misión
a poner orden entre líneas.

Los suyos siempre recelaron,
cuando no morían de risa con
la tormentosa llegada del verbo,
y el vuelo imprevisible de su pluma.

Abriendo el ancho crepúsculo
como tibia aureola a sus sueños,
prometía a todos la tímida luna
entre resquemores y amenazas.

A gala tuvo lucir su pronta furia,
urdía los golpes como los desataba,
sirvieron de acero y escudo ajeno
sus fluidas babas en papel recio.

Pero se equivocaba cuando confiaba
en el oráculo y su melifluo altavoz,
en que le salvaría del crudo silencio,
e impondría un eclipse demoledor.

Frente al improvisado mar de lágrimas
las olas arrasan impávidas
el bastión de sus últimas palabras,
aquel terminante aviso de los dioses.

Las sirenas vuelven por fin a la playa
y a las ocas con saña despluman,
mientras Poseidón se zambulle exhibiendo
en la pica una lengua como colofón.


miércoles, 10 de septiembre de 2014

La profundidad humana


En una serie de entrevistas concedidas por Isaiah Berlin en 1990 y publicadas ese mismo año, toca éste el delicado tema de la sensibilidad religiosa. Con sutileza aborda lo que entiende como manifiesta incapacidad de los «ateos secos» para reconocer ciertas formas de experiencia humana profunda. Es su propósito mostrar que, desmereciendo el valor del sentimiento y reduciéndolo a la mera experiencia, se produce un contraste prácticamente irresoluble entre lo que hoy entendemos por experiencia, un factor decisivo en la formación de conocimiento, y el insondable significado de calificativos como profundo. Para dar cuenta de ese contraste propone sondear el calado de una experiencia estética, y lo hace en los siguientes términos:

«La mera capacidad de sentir no alcanza para comprender a otros seres humanos, creyentes, no creyentes, místicos, niños, poetas, artistas. No basta con la razón y la experiencia. Es difícil decir que el hecho de que a uno lo conmueva profundamente una obra de arte sea una experiencia empírica. Claro que en cierto sentido toda experiencia es empírica, pero ésta no puede someterse a verificación ni experimento. No se puede decir que una obra de arte sea verdadera o falsa, real o irreal, sólo se puede decir que es sublime, perturbadora, bella, profunda o superficial».

Cualquiera ve que Berlin maneja ahí dos órdenes de lenguaje distintos. En la práctica ambos son irreconciliables y no tienen más elemento en común que el hecho de que ambos tratan de estimar el valor de las sensaciones. Sentir es percibir, pero también es conmoverse. Al percibir nos encontramos ante datos, ante propuestas de alcance extensivo, medibles; al conmovernos nos enfrentamos a estados de conciencia, cuya intensidad sólo puede ser expresada de forma personal, difícilmente instrumentada por algún medio neutral. Habiendo un metro o una cuerda, la profundidad de un pozo no tiene por qué estar sujeta a conjeturas, pero la profundidad de una mente, su capacidad para concebir una realidad distinta allá donde otros se conforman, es algo diferente que, mientras los neurólogos no aporten más luz, se queda en evocador vehículo metafórico.

Evidentemente la utilización de metáforas no ofrece la precisión de las escalas, pero no es la precisión el único valor atribuible de una expresión, a menos que la asimilemos a la llana información. Sin duda está el citado poder de evocación, que conviene ajustar de inmediato cuando se trabaja en la demostración. El ajuste no siempre debe ir por la vía de la precisión de medidas sino por la precisión de conceptos. Conviene que la metáfora se exprese en un marco definido y que no dé lugar a desvaríos. Cuando además es sintética su poder de radiación, a través de sobrentendidos y subentendidos, puede darle un alcance insospechado. Un alcance que no está reñido con la verdad, aunque esta resulte relativa e inasequible a la lógica. El propio Berlin presenta en ese mismo libro una muestra elocuente de ese poder. Para avanzar a una comprometida afirmación sobre la libertad parte de una metáfora que dice: «El pájaro puede pensar que en el vacío va a volar más libremente; pero no: va a caer. Sin cierta autoridad no hay sociedad: y esto limita la libertad».


martes, 9 de septiembre de 2014

El viaje hacia lo nuevo


Probablemente la ansiedad por lo nuevo es la única clase de desasosiego que el tiempo cura. Eso no significa que quien va sanando de ese mal esté con ello optando por lo viejo y pasado o por una monótona continuidad de las cosas, y mucho menos que esté renunciando a su futuro. A lo que en ningún caso renuncia es a su mundo, al cual con el paso de los años tiende a convertir en una especie de compostura propia, que le sirve para presentarse y a la vez protegerse, que le ofrece un modo de preservar identidad y privacidad. Hay también para el refractario a las novedades efectos menos positivos y quizá sea el más notable que el mundo entero empieza a ser visto de tal forma que todas las referencias de lo que sucede concluyen en su pequeño mundo. Es como si propiciara una transacción especulativa que posterga la observación directa a beneficio de la referencia más o menos acreditada. Copado a través de esas referencias «fiables», el mundo entero pasa a tener un tinte propio, pasa a ser de algún modo «suyo». Pero más que un modo de distorsionar el mundo, haciéndolo cercano o lejano, el nuevo método busca enfocar lo que personalmente en él se estima importante. Aun así, es imposible negar que, a consecuencia de la renuncia a lo nuevo, aparecen con frecuencia resabios posesivos que desvirtúan el verdadero conocimiento del mundo. Lo que no creo es que eso conlleve necesariamente un desmedido apego por lo que ya se tiene como propio. Es más bien la disposición estable y la comodidad de acceso a las cosas que se entienden necesarias lo que prima, aun a sabiendas de que eso supone una merma radical del radio de acción, particularmente en comparación con el de quienes consumen a diario novedades. No digo que la aversión a lo nuevo no pueda degenerar en apego posesivo, como en quienes ceden a la pulsión coleccionista, creo más bien que normalmente los mundos privativos, surgidos al distanciarse el sujeto en el espacio y el tiempo, buscan cierta esencialidad, y también por qué no decirlo tranquilidad, e intentan establecerlo sobre mínimos universales, valores que le animan a una vida sencilla.

Un buen ejemplo de esos mundos privativos nos lo ofrece el latino Claudiano en su encendida loa de aquel anciano veronés que nunca había salido su finca en las afueras de la ciudad. Destaquemos en el epigrama, más que su inicio, Feliz quien pasó sus días en sus campos, su final, allí donde Claudiano deja claro su desdén por los mundos que al viajero se le abren en lejanas tierras.
      Que vague errante y escrute los confines íberos
      más vida tiene éste, más camino por delante aquel.

Quede claro que éste sería el anciano y aquel el errabundo. Y ya que estamos en Claudiano, repasemos la versión que de este mismo epigrama hace Quevedo en su soneto A un amigo que, retirado de la Corte, pasó su edad. Para calibrar los matices que nos interesan podría bastarnos con los versos primero y último.
      Dichoso tú que, alegre en tu cabaña,
      ...
      [más] te dilatas cuanto más te estrechas.


Como vemos, aunque el verso inicial es muy similar, el final resulta mucho más conciso y concluyente. Quevedo desplaza aquí el acento desde el viaje, que Claudiano había convertido en paradigma del mundo exterior, para centrarse en el mundo personal. La física de lo desconocido cede su relevo a la conciencia de los límites. Y así, a medida que uno extraña al mundo, crea uno propio que se le va ciñendo como un segundo traje, o en el peor de los casos como una incómoda prótesis. En ese marco la novedad deja de tener un efecto regenerador y nadie espera además que, empujada por los vientos de siempre, le regale a quien la recibe un futuro despejado, tanto menos cuando no está interesado en ella. La situación es, pues, bien distinta de la de quien contempla el mundo que se extiende más allá de su campanario, desde lo alto de la veleta, como un espléndido dominio de posibilidades. La novedad tiene algo de capricho gratuito que espanta a ciertas economías mentales, que se creen sólidamente instaladas. Pero no son esas economías y esas conciencias, recrecidas con la edad, las únicas en rehuirla. El que vive aislado, a veces por decisión propia, sabe que su ámbito de exploración no está en el espacio sino en el tiempo. Su búsqueda es un obligado ejercicio de síntesis de lo que el pasado ha dejado abandonado. Las palabras aprovechamiento y sencillez, derivadas naturales de esa búsqueda, cuadran bien con la aventura personal emprendida por Thoreau, retirado en su cabaña de la laguna de Walden. No debería resultarnos extraño que para enaltecer esa exploración «a solas del mar privado» con la que concluye la crónica de su estancia recurra también a los versos finales del epigrama de Claudiano.
      Que vayan y escruten a los extraños australianos
      Yo tengo más Dios, ellos más camino


Con esta nueva versión Thoreau decide dar la sorpresa. Para ello desfigura prácticamente la cita, no tanto por personalizarla poniéndose en el lugar del anciano veronés ni por actualizarla con los exóticos australianos, sino por reorientar ese mundo interior en dirección a la fe. Sin duda la fe es un activo poderoso en una situación en la que uno se enfrenta directamente a la naturaleza y revive el pánico primitivo. Sin embargo, la renuncia a la novedad se aparta aquí bastante de aquel intento de progresiva intermediación en el mundo a través de referencias que nos había parecido característico en quien, pese a mantenerse alejado de lo nuevo, se sabe todavía en su órbita. Una cosa es elegir una naturaleza amable y pródiga como factor distanciador y otra distinta estar dispuesto a enfrentarse a ella. Quizá para lo primero no necesite uno desprenderse de ese segundo traje que tan concienzudamente se ha confeccionado y con el que de vez en cuando se presenta en público como un personaje llegado de «otro mundo». Sin embargo, el que como Thoreau se interna desnudo por el bosque seguramente necesitará de ese recurso último y esperanzador del mito. Y gracias precisamente a esas urgencias puede que llegue a lo primordial y que de ese modo experimente, a diferencia de los que se estancan en su tranquilo huerto a contar nubes, un impulso regenerador que desde luego nada de lo nuevo le ofrecería.


sábado, 6 de septiembre de 2014

Xingú y su peripecia


Hoy, de par de mañana, he recibido la saludable confirmación, bien íntima por cierto, de que se había producido el esperado desenlace en el combate que durante estos últimos días ha librado el esforzado Xingú frente a la conspiración urdida en la sombra por mis siniestros cálculos renales. No tengo empacho en confesar que ha sido su decidida actitud la que me ha rescatado del suplicio y me ha hecho ver algo de luz cuando ya mi coraje parecía decaer, cuando mi mente empezaba a oscurecerse y cada nueva noche se anunciaba aún más pavorosa y terrible que la anterior. La irrupción justiciera de Xingú ha llegado justo en esos dramáticos momentos en que, como un muñeco, era ya blanco fácil de las repetidas pedradas de esa horda y buscaba auxilio en la botica. Sin su llegada, esta repentina beatitud, este plácido reencuentro con mi cuerpo, ahora que por fin mi costillar respira y la pinza de mi hipocondrio se relaja, francamente, no sé si hubiera sido posible.

Sólo él ha sabido ver en su justa medida la maldad de esas despiadadas criaturas y aceptado sin recelo el abusivo reto de su aniquilación. Hablo de criaturas, pero bien podría hablar de auténticos, de diminutos monstruos. Su minúsculo tamaño no los hace precisamente despreciables, siempre más inicuos que inocuos, tampoco su condición mineral los hace inertes o pasivos, y menos aún compasivos. Y sin embargo, son criaturas nuestras, bien nuestras. Es tan honroso como equívoco ser capaz de incubarlas, es algo que dice mucho de nuestra perversa vitalidad, que no sólo permite su presencia sino que nos anima a hacerlos crecer y multiplicarse. Porque, ¿cómo debemos tomarnos esa presencia cuando, sin venir a cuento, sin mediar provocación alguna, se nos activan, nos insolentan y nos violentan? Nadie sabe realmente a qué viene esa secreta afición de los sufridos riñones a crear filones minerales en nuestras propias entrañas, una afición que alcanza su punto errático y delirante cuando además se deciden a sembrar, o sea a expandirse aguas abajo, lanzando erizados e insidiosos cálculos. Imagino que nuestra suerte evolutiva, que el porvenir de la especie humana, no obliga aún a padecer estos experimentos minerales, porque el peaje que se paga, lo digo tras atravesar el calvario, es severo.

En su infinitesimal modestia, Xingú, mi protozoo protector, ha visto seguramente todo esto con más claridad que yo mismo, porque no tiene más conciencia que la orgánica y reconoce de inmediato en cada cálculo un intruso. Para él no existen precipitados glandulares ni corpúsculos desprendidos ni agregados salinos de mecánica irritante y deriva morosa, para él son bestezuelas vagabundas y anorgánicas que no merecen tener espacio propio. Así que su actitud es bien directa: aliarse con la suprema fuerza de la gravedad, con la intensidad de los flujos, con la ruinosa química del mineral hasta hacerlos polvo y echarlos fuera. En mi soberbia yo todo lo fiaba a forzar el aparato con micciones cada vez más caudalosas y continuas, mientras esas taimadas criaturas seguían en sus cálculos, incapaces de seguir las más elementales y ortodoxas corrientes nefríticas. Curiosamente, Xingú, un organismo sencillo y transparente, no ha tenido necesidad alguna de inventar para ellos planes quirúrgicos de desalojo, ni se ha dejado asustar tampoco por el dramatismo de mis insistentes gritos y lamentos. Parece claro que a estos protozoos no es la gran estrategia médica o una tibia compasión lo que les mueve. Como todos los de su especie, él aspira simplemente al equilibrio y al orden orgánico por encima de todo.

Tengo vagos recuerdos del comienzo. El domingo debí refrescarme y echar un trago en aguas que venían algo cargadas, seguro que más adecuadas para meter los pies que la cabeza. Pero eso es justo lo que hice, abrevar como el ganado, a cuatro patas en la balsa. Lllevaba toda la mañana andando y con aquel sol de castigo a cuestas, ¿qué podría impedirme beber y beber? Estaba turbia, sí, ¿cometí una imprudencia? Si reparo en lo que vino después, aquellas aguas sospechosas resultaron medicinales, porque ahí Xingú, el más audaz entre los protozoos, aprovechó la ocasión para ponerse en ruta hacia otros mundos e inició su peripecia por el mío. Su entrada al buche fue casual, pero además ha sido propicia; en todo caso su reaparición estelar ha tardado lo suyo, no porque anduviera falto de decisión sino por el complicado tráfico, ya se entiende; afortunadamente, en cuanto ha llegado al escenario de la conspiración todo lo ha visto pronto y claro: Yo no era su vehículo, ni su señor, ni su dominio, sólo era su huésped, un tipo cargante y molesto que no cesaba de beber, de quejarse y de agitarse, preso de gestos ininteligibles, cuya comprensión nunca merecería interés. La única cuestión para mi querido Xingú —permítaseme esta muestra posesiva de afecto e integración— era poner algo de orden en aquella abigarrada escena, un ambiente en exceso visceral, cargado de rumias, goteos y flatos.

Cuesta poco imaginar lo que al llegar Xingú vio desde primera línea: Sombríos oxalatos y uratos cerraban el paso en las vías urinarias, exhibiéndose además con soberana rechifla; algunos leucocitos habían aparecido para resolver la situación, aunque pronto emprendieran la fuga; hubo algún enfrentamiento desigual entre las elásticas células y esas coriáceas partículas, y quizá hasta derivó en fiebre. Fuera todo eran gemidos de alarma, con esa aparatosa retórica que acompaña siempre a nuestro dolor, así que pronto llegaron las maniobras mentales positivas y las pociones mágicas. Virar a positivo se dice fácil, pero es difícil impedir que una mente atormentada cultive impacientemente la derrota. Y respecto a las pociones, eran éstas fluidos galénicos, de composición secreta y movimientos internos sospechosos, cuyos objetivos eran tan ambiciosos que no podían ser claros. Calmaron algo la agitación desde luego, pero no pudieron acabar con la impunidad de los cálculos, y con los continuos atascos y desgarros que provocaban. Y así pasaron cinco días con sus cinco largas noches.

Con alivio hablo ya en pasado remoto de ese convulso y amargo episodio interno. No soy perito en anatomía, ni me intriga especialmente la mecánica celular, no sería, pues, capaz de describir con detalle el escenario fisiológico en que todo aquello sucedió ni la acción que allí tuvo lugar. Lo que no entiendo del todo es cómo no somos aún capaces de que nuestro organismo impida ese empeño mineral en congregar sales y generar a escondidas estructuras (tanto da que sean retículos, cristales o armaduras) que acaban convirtiéndose en caballos de Troya. La actuación decisiva, pero fortuita, de nuestro protozoo redentor apunta cuando menos carencias, y quizá confirma un rotundo fracaso evolutivo. Si enigmático es el escenario, no lo es menos la acción, aunque eso es cuestión de gustos: o bien debe ser tomada como un caso más de solidario socorro celular o bien como una importante gesta protagonizada por la más modesta de las especies. Yo ya he dejado clara mi elección. Tal y como lo siento, aquel doloroso bloqueo hubiera continuado bien fajado en mi costado de no tomar cartas en el asunto el buen Xingú, el humilde protozoo que me adoptó y me puso bajo su protección. Dada su insignificancia celular, convendría echarle al cuento su punto de pompa analítica y señalar que en su instinto regulador, en su vocación de orden y en su sencillez estructural encontró nuestro microbio amigo recursos suficientes para cargar con arrojo, insistencia y éxito contra las atascadas moles salinas. A medida que los días pasaban, lo que mi malsana razón convertía en insoportable quietud, él lo afrontaba como un sereno guerrero, como alguien sujeto a algún secreto compromiso en defensa de lo orgánico. Algo así como si una fuerza arrolladora emanara de su permanente exigencia celular para fulminar cualquier cuerpo extraño. Choca la desproporción entre la modesta célula y ese poder tremendo, pero estamos hablando, en germen, de lo que los organismos de mayor talla llamamos voluntad de vivir, animosidad cuando rebasa cierta intensidad.

Aunque creo que desde el principio hubo voluntad de librarla, no sé en qué términos se libró al final la batalla. No sé si Xingú llamó a alguien, si convocó a los suyos, si allí en medio de aquel coro de expectantes y temerosas vísceras se enfrentaron dos o más ejércitos de innumerables minúsculos. Como estas especies primitivas son dueñas de secretos profundos, también podría ser que mi protozoo reinventara el mito como criatura enigmática. Quizá espantara a los cálculos con su capacidad para detectar lo anorgánico y desentrañar los problemas renales. Si éste fue el caso, quedaría por saber en qué idioma les habló a los oxalatos para acabar con su odiosa inercia y mandarlos, aguas abajo, hasta su anónimo final. El caso es que hoy, de par de mañana, he sentido que el glorioso desenlace se había producido. Nada sé de la suerte de Xingú, quizá arrastrado en un último y temerario cuerpo a cuerpo hasta más allá de las cloacas. No obstante, si tras el tremendo regocijo desatado por la oleada de orines recientes y su alegre fluir en cálidas meadas, aún sigues por ahí, Xingú, quiero que asocies ese orden orgánico, que tanto venerabas y que ahora en mí finalmente contemplas, con la mejor, con la más dulce de mis palabras: Gracias.


martes, 2 de septiembre de 2014

Del código pacato


Aceptar la debilidad, imaginar la hazaña, reconocer la locura.

lunes, 1 de septiembre de 2014

A beneficio de la noche


La noche siempre impone su cuño productivo y emprendedor, está en el origen de las sociedades binarias, combinarias y casi todas las anónimas.