miércoles, 10 de septiembre de 2014

La profundidad humana


En una serie de entrevistas concedidas por Isaiah Berlin en 1990 y publicadas ese mismo año, toca éste el delicado tema de la sensibilidad religiosa. Con sutileza aborda lo que entiende como manifiesta incapacidad de los «ateos secos» para reconocer ciertas formas de experiencia humana profunda. Es su propósito mostrar que, desmereciendo el valor del sentimiento y reduciéndolo a la mera experiencia, se produce un contraste prácticamente irresoluble entre lo que hoy entendemos por experiencia, un factor decisivo en la formación de conocimiento, y el insondable significado de calificativos como profundo. Para dar cuenta de ese contraste propone sondear el calado de una experiencia estética, y lo hace en los siguientes términos:

«La mera capacidad de sentir no alcanza para comprender a otros seres humanos, creyentes, no creyentes, místicos, niños, poetas, artistas. No basta con la razón y la experiencia. Es difícil decir que el hecho de que a uno lo conmueva profundamente una obra de arte sea una experiencia empírica. Claro que en cierto sentido toda experiencia es empírica, pero ésta no puede someterse a verificación ni experimento. No se puede decir que una obra de arte sea verdadera o falsa, real o irreal, sólo se puede decir que es sublime, perturbadora, bella, profunda o superficial».

Cualquiera ve que Berlin maneja ahí dos órdenes de lenguaje distintos. En la práctica ambos son irreconciliables y no tienen más elemento en común que el hecho de que ambos tratan de estimar el valor de las sensaciones. Sentir es percibir, pero también es conmoverse. Al percibir nos encontramos ante datos, ante propuestas de alcance extensivo, medibles; al conmovernos nos enfrentamos a estados de conciencia, cuya intensidad sólo puede ser expresada de forma personal, difícilmente instrumentada por algún medio neutral. Habiendo un metro o una cuerda, la profundidad de un pozo no tiene por qué estar sujeta a conjeturas, pero la profundidad de una mente, su capacidad para concebir una realidad distinta allá donde otros se conforman, es algo diferente que, mientras los neurólogos no aporten más luz, se queda en evocador vehículo metafórico.

Evidentemente la utilización de metáforas no ofrece la precisión de las escalas, pero no es la precisión el único valor atribuible de una expresión, a menos que la asimilemos a la llana información. Sin duda está el citado poder de evocación, que conviene ajustar de inmediato cuando se trabaja en la demostración. El ajuste no siempre debe ir por la vía de la precisión de medidas sino por la precisión de conceptos. Conviene que la metáfora se exprese en un marco definido y que no dé lugar a desvaríos. Cuando además es sintética su poder de radiación, a través de sobrentendidos y subentendidos, puede darle un alcance insospechado. Un alcance que no está reñido con la verdad, aunque esta resulte relativa e inasequible a la lógica. El propio Berlin presenta en ese mismo libro una muestra elocuente de ese poder. Para avanzar a una comprometida afirmación sobre la libertad parte de una metáfora que dice: «El pájaro puede pensar que en el vacío va a volar más libremente; pero no: va a caer. Sin cierta autoridad no hay sociedad: y esto limita la libertad».


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