Nadie sabe dónde podría quedar la frontera que deslinda significados entre vivir y desvivirse. Que el segundo sea un verbo reflexivo debe indicar que esa línea divisoria, caso de existir, la establece cada uno en sí mismo. Del vivir como curso imparable del tiempo sobre un sujeto genérico siempre inerme y pasivo pasamos —no sabemos si en un continuo— al desvivirse como ejercicio propio de un sujeto individual y activo, generalmente poseído por una desbordante vitalidad. Como el tránsito entre ambos significados es confuso, para entender mejor qué sentido debemos conceder a desvivirse, creo que deberíamos de argumentar, dejando a un lado lo particular, sobre el significado que podríamos atribuir al indefinido vivirse. Vivirse, como acción sobre uno mismo, debería tener que ver con cierto dominio pleno que uno va experimentando al correr de su vida, donde el énfasis parece recaer más en la plenitud que en la mera conciencia de vivir. A nadie escapa tampoco que en el hecho de vivirse el vividor transmite a través del verbo a los demás un apacible equilibrio entre el disfrute físico y el registro mental del que sólo puede derivar un grado de autosatisfacción casi onanista. Con esas credenciales semánticas, se apunta a un estado anímico tan idílico que prácticamente nunca se da, lo que deja a vivirse, en tanto que candidato a verbo, desamparado y con escaso respaldo en la realidad. No pudiendo dar con el lenguaje curso a ese idílico vivirse, es razonable concebir el desvivirse como una resuelta asunción de la vida y sus vicisitudes más allá de cualquier autocomplacencia. Y precisamente esta aproximación a vivirse nos da una clave a partir de la cual podemos trazar una divisoria tentativa entre los significados que al principio barajábamos. Pensando en esa autocomplacencia vital y en su fragilidad no tardamos en descubrir que el factor diferencial podría ser la amenaza. Vivir es también vivir sujeto a amenazas de todo tipo, mientras que desvivirse supone ver en los demás la ocasión propicia para desembarazarse si no de todas, sí al menos de las más graves y peligrosas, de esas que a uno le llegan de sí mismo. Quien se desvive mediante una labor eferente, sea esta o no altruista, puede que viva más intensamente y hasta que sobreviva, pero lo verdaderamente relevante es que consigue en un ambiente frenético un efecto sorprendentemente sedante, a largo plazo discutible, un efecto tan obvio como olvidarse de sí mismo.
sábado, 18 de octubre de 2014
Desactivar, en general
Nadie sabe dónde podría quedar la frontera que deslinda significados entre vivir y desvivirse. Que el segundo sea un verbo reflexivo debe indicar que esa línea divisoria, caso de existir, la establece cada uno en sí mismo. Del vivir como curso imparable del tiempo sobre un sujeto genérico siempre inerme y pasivo pasamos —no sabemos si en un continuo— al desvivirse como ejercicio propio de un sujeto individual y activo, generalmente poseído por una desbordante vitalidad. Como el tránsito entre ambos significados es confuso, para entender mejor qué sentido debemos conceder a desvivirse, creo que deberíamos de argumentar, dejando a un lado lo particular, sobre el significado que podríamos atribuir al indefinido vivirse. Vivirse, como acción sobre uno mismo, debería tener que ver con cierto dominio pleno que uno va experimentando al correr de su vida, donde el énfasis parece recaer más en la plenitud que en la mera conciencia de vivir. A nadie escapa tampoco que en el hecho de vivirse el vividor transmite a través del verbo a los demás un apacible equilibrio entre el disfrute físico y el registro mental del que sólo puede derivar un grado de autosatisfacción casi onanista. Con esas credenciales semánticas, se apunta a un estado anímico tan idílico que prácticamente nunca se da, lo que deja a vivirse, en tanto que candidato a verbo, desamparado y con escaso respaldo en la realidad. No pudiendo dar con el lenguaje curso a ese idílico vivirse, es razonable concebir el desvivirse como una resuelta asunción de la vida y sus vicisitudes más allá de cualquier autocomplacencia. Y precisamente esta aproximación a vivirse nos da una clave a partir de la cual podemos trazar una divisoria tentativa entre los significados que al principio barajábamos. Pensando en esa autocomplacencia vital y en su fragilidad no tardamos en descubrir que el factor diferencial podría ser la amenaza. Vivir es también vivir sujeto a amenazas de todo tipo, mientras que desvivirse supone ver en los demás la ocasión propicia para desembarazarse si no de todas, sí al menos de las más graves y peligrosas, de esas que a uno le llegan de sí mismo. Quien se desvive mediante una labor eferente, sea esta o no altruista, puede que viva más intensamente y hasta que sobreviva, pero lo verdaderamente relevante es que consigue en un ambiente frenético un efecto sorprendentemente sedante, a largo plazo discutible, un efecto tan obvio como olvidarse de sí mismo.
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