Poli era un tipo veterano, de modales antiguos y lacónico en palabras. Destacaba a la vista por su talla y su figura casi ciclópea, pero de cerca imponían aún más su oscuro ceño, su gesto estreñido y su fétido aliento. Tuerto del ojo derecho, lo fiaba todo al izquierdo. Vivía solo en un caserío recóndito, donde aún había espacio para su temperamento áspero, hosco, salvaje. Como cada tarde, se dispuso a bajar al establo para darles una vuelta a los animales. Oyó entonces un ruido, presintió algo extraño. De manera que nada más ver al chico aparecer sonriente por la puerta del corral, con una gallina bajo el brazo, le cortó el paso y se encaró con él. Aunque tampoco andaba sobrado de vista, Poli creyó reconocer al Ulises, así lo llamaban. Supuso que con su mirada estrecha pero incisiva ya se lo estaba diciendo todo, o al menos lo suficiente, pero se acercó un poco más para dejárselo bien claro. Luego tuvo la sensación de que algo tenía que decirle con urgencia para mostrarle a las claras su enfado. «Hago votos», comenzó a mascullar muy lentamente, «para que un día alguien te dé un buen par de hostias». El robagallinas le miró aliviado; esperaba sin duda algo peor. Mientras tanto el ave, que las veía venir, salió de escena volando precipitadamente. Quizá el hondo silencio posterior indujera a error al pícaro intruso. Quiso creer que aquel ogro se conformaría con mascullar en tono contenido su íntimo deseo de sacudirle. Con todo, dejaba abierta, o así lo entendía, la oportunidad para que, si alguien, algún día y en algún lugar distinto, le volvía a pillar en las mismas, le zumbara. De todas formas, la cosa no parecía que iba ser para hoy. Así que pasó el astuto Ulises a posar frente al ogro como un pobre arrepentido, con la idea de salir del paso, para correr después, en cuanto tuviera ocasión, a recuperar la gallina. Poli, sin embargo, no debió de ver lo mismo, o sea que ni pobre ni arrepentido. Como además vio que el mangante se había achantado tan pronto, aunque entre dientes aún sonreía, y como vio que era tan poquita cosa, prácticamente un mequetrefe, sin mediar palabra se abalanzó sobre él. En su cabeza acelerada y tremenda sólo había sitio ya para arremeter y dar así curso solemne a los votos antes proclamados. El caso es que aún estaba el Ulises mirando cómo la gallina desnortada correteaba a su alrededor, cuando Poli le lanzó al cuello su brazo siniestro y lo sujetó contra la pared. Desplegó después con temple ceremonial, como un orate desatado, su brazo diestro y se quedó entonces quieto por un momento, enviando un suspiro, casi un vendaval, al cielo. Necesitaba firmeza y perdón, o quizá más firmeza que perdón. Lo que es seguro es que alguna licencia intuyó allá en lo alto, porque dejó bascular su remo según la voluntad divina. Y fue así como confirmó y religiosamente cumplió con sus anunciados votos, a mano abierta, en tanda doble y bien sonora, y todo a plena satisfacción. Tras verse liberado de su compromiso, Poli dejó ir, aún en caliente, al abatido muchacho. Al ver a su vez la gallina que las tornas habían cambiado, renunció a escapar con el mozo a la aventura y con un ágil salto encontró cálido refugio en los brazos resolutivos de su dueño. Éste, siempre tan sobrio, le pasó la mano por la cresta todavía temblorosa y para acabar de calmarla, como no era de muchas palabras, desbordante de ternura, ensayó para ella un tímido cacareo.
domingo, 22 de octubre de 2017
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Poli era un tipo veterano, de modales antiguos y lacónico en palabras. Destacaba a la vista por su talla y su figura casi ciclópea, pero de cerca imponían aún más su oscuro ceño, su gesto estreñido y su fétido aliento. Tuerto del ojo derecho, lo fiaba todo al izquierdo. Vivía solo en un caserío recóndito, donde aún había espacio para su temperamento áspero, hosco, salvaje. Como cada tarde, se dispuso a bajar al establo para darles una vuelta a los animales. Oyó entonces un ruido, presintió algo extraño. De manera que nada más ver al chico aparecer sonriente por la puerta del corral, con una gallina bajo el brazo, le cortó el paso y se encaró con él. Aunque tampoco andaba sobrado de vista, Poli creyó reconocer al Ulises, así lo llamaban. Supuso que con su mirada estrecha pero incisiva ya se lo estaba diciendo todo, o al menos lo suficiente, pero se acercó un poco más para dejárselo bien claro. Luego tuvo la sensación de que algo tenía que decirle con urgencia para mostrarle a las claras su enfado. «Hago votos», comenzó a mascullar muy lentamente, «para que un día alguien te dé un buen par de hostias». El robagallinas le miró aliviado; esperaba sin duda algo peor. Mientras tanto el ave, que las veía venir, salió de escena volando precipitadamente. Quizá el hondo silencio posterior indujera a error al pícaro intruso. Quiso creer que aquel ogro se conformaría con mascullar en tono contenido su íntimo deseo de sacudirle. Con todo, dejaba abierta, o así lo entendía, la oportunidad para que, si alguien, algún día y en algún lugar distinto, le volvía a pillar en las mismas, le zumbara. De todas formas, la cosa no parecía que iba ser para hoy. Así que pasó el astuto Ulises a posar frente al ogro como un pobre arrepentido, con la idea de salir del paso, para correr después, en cuanto tuviera ocasión, a recuperar la gallina. Poli, sin embargo, no debió de ver lo mismo, o sea que ni pobre ni arrepentido. Como además vio que el mangante se había achantado tan pronto, aunque entre dientes aún sonreía, y como vio que era tan poquita cosa, prácticamente un mequetrefe, sin mediar palabra se abalanzó sobre él. En su cabeza acelerada y tremenda sólo había sitio ya para arremeter y dar así curso solemne a los votos antes proclamados. El caso es que aún estaba el Ulises mirando cómo la gallina desnortada correteaba a su alrededor, cuando Poli le lanzó al cuello su brazo siniestro y lo sujetó contra la pared. Desplegó después con temple ceremonial, como un orate desatado, su brazo diestro y se quedó entonces quieto por un momento, enviando un suspiro, casi un vendaval, al cielo. Necesitaba firmeza y perdón, o quizá más firmeza que perdón. Lo que es seguro es que alguna licencia intuyó allá en lo alto, porque dejó bascular su remo según la voluntad divina. Y fue así como confirmó y religiosamente cumplió con sus anunciados votos, a mano abierta, en tanda doble y bien sonora, y todo a plena satisfacción. Tras verse liberado de su compromiso, Poli dejó ir, aún en caliente, al abatido muchacho. Al ver a su vez la gallina que las tornas habían cambiado, renunció a escapar con el mozo a la aventura y con un ágil salto encontró cálido refugio en los brazos resolutivos de su dueño. Éste, siempre tan sobrio, le pasó la mano por la cresta todavía temblorosa y para acabar de calmarla, como no era de muchas palabras, desbordante de ternura, ensayó para ella un tímido cacareo.
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