domingo, 8 de octubre de 2017

Golpes y Estados


Francisco de Goya, Duelo a garrotazos (ca. 1819-23)
Museo del Prado, Madrid
Hablando de golpes y golpistas me viene a la cabeza la imagen del Duelo a garrotazos de Goya. Nos dicen a diario que sustraer al Estado parte de su poder —con gestos, artificios o triquiñuelas legales— es de hecho un golpe de Estado. Pero en esa maniobra no parece haber voluntad, por lo que llevamos visto, de sustituir al Estado en sus funciones, al menos no íntegramente. La intención es bastante más simple. Se trata de delimitar sus competencias y su legitimidad a un ámbito territorial más reducido. A partir de ahí, el Estado, para preservar la integridad de las atribuciones que sus propias leyes le reconocen, envía como solución a sus fuerzas de choque más allá de los límites que otros a su vez tienen por propios. Y es ahí cuando se produce el verdadero golpe del Estado. Veo, pues, un señalamiento de límites por una parte, nacido quizá de la desazón o del sentimiento de injusto trato mantenido por un Estado disfuncional, y veo del otro lado una réplica contundente, un alarde de vanidad institucional revestido de autolegalidad. En esta situación, en la que es cuestionado localmente el ejercicio del Estado en sus funciones y también su aptitud para dar acogida a la ciudadanía en su totalidad, lo que nadie desde luego cuestiona es su capacidad para repartir golpes. Para responder a quienes lo ponen en duda, hemos ido viendo estos días cómo, a instancias de su núcleo tribal más beligerante, el Estado se ha ido desentendiendo del equilibrio territorial y se ha asegurado en un puño todo su poder disuasorio. Esto es la mejor prueba de que está pronto a descargar el golpe. Ese golpe dará probablemente satisfacción a todos los que lo reclaman, gente que pronto correrá dispuesta a hacerse con lo más valioso de los añicos dispersos. Parece además claro que en cuanto la batalla se entabla a golpes, por muy virtual o desigual que sea esa lid, todo va a suceder como en el cuadro de marras y que el resultado será una cuestión de fuerza bruta. Y en este punto la capacidad del Estado para dar un golpe es tan amplia como el tamaño y la musculatura de su brazo armado. Por eso podemos afirmar que el verdadero golpe del Estado no se produce cuando algún ente o miembro lo cuestiona, como quiere hacer creer cierta prensa, sino cuando esa potencia demoledora se concreta.

He hablado antes de un ámbito territorial más reducido y doy por hecho que en él se pueden reproducir, a la debida escala, las mismas disfunciones y abusos que en el original. La armadura de cualquier entidad estatal reside hoy por hoy en su fuerza, y la fuerza encuentra soporte en el territorio internacionalmente fijado y sus gentes. Desgraciadamente, la ciudadanía y sus derechos tienen en ese marco un papel referencial y sobre todo representan, desde el preponderante punto de vista del mercado, una potencial clientela. Sin duda la territorialidad al igual que la propiedad ha sido siempre y todavía es un poderoso argumento para entrar en conflicto. Algo que no deja de ser dudoso cuando vamos viendo cómo la territorialidad ya no determina ni confirma el arraigo de la riqueza, que desde hace tiempo ha dejado de ser territorial. En tiempos como los actuales, en que la mayoría de las fortunas y empresas eluden obligaciones hacia los Estados, todos ellos anclados a su base territorial, esgrimiendo como ventaja indiscutible la globalización económica y comercial, es ingenuo empeñarse en sobrevalorar ideas como la lealtad, y mucho más la lealtad patriótica. Cerrar filas es muy razonable cuando los miembros de una expedición, que camina con el tiempo y el espacio que les han tocado en suerte, se ven sorprendidos por una inesperada tormenta. Pero hacer compatible ese cierre de filas con la sentimiento de un grupo aislado que se siente luchando por su supervivencia es muchas veces complicado. Por mucho que el Estado fije como uno de sus principios el de solidaridad, su alcance y percepción por parte de su miembros siempre serán ambiguos. Tanto que son muchos los que no la aprecian, los que se sienten abandonados, los que sienten que sólo gracias a la fe que tienen en sí mismos podrán sobrevivir. A medida que la desconfianza va en auge, se avanza hacia el conflicto abierto y entonces ya casi nadie apela a un cauce solidario, por muy bien diseñado que esté. Lo que urge es cerrar filas y por eso se apela a la lealtad. Si nos fijamos un poco, lealtad y banderas van unidas de la mano, una mano en la que luce y brilla el garrote con el que se pretende golpear al contrario. Es absurdo que algunos digan encenderse con el tamaño y los colores de la bandera, cuando lo que en el fondo les importa es el tamaño del garrote. Ayer vi imágenes en que muchos ciudadanos prefirieron dejar momentáneamente de serlo. Había muchas banderas al viento, pero allí no se celebraba la alegría por unos colores, lo que se enarbolaba como tribu airada y despechada era un sólido garrote comunal con el que aquella gente se mostraba pronta a propinar al miembro disidente un contundente golpe como escarmiento de Estado. Y luego dirán que ha sido por lesa solidaridad.


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