lunes, 2 de octubre de 2017

Darnos tormento


Unusual cloud formation appears over Barcelona,
Foto del Daily Telegraph de 15/8/2015
Normalmente nadie confunde unas imágenes tormentosas con una tormenta de imágenes. Eso sería tanto como confundir el tormento y la tormenta. Pero es que, además, por tratarse de imágenes, la tormenta o el tormento provocan un impacto visual, cuyo reflejo emocional es en ambos casos bien diferente. Si prestamos un poco de atención, fácilmente se aprecian las diferencias. Las imágenes tormentosas vienen a oscurecer momentáneamente nuestras expectativas, nublan ese cielo que nos alumbra y hacen que sobre nuestras cabezas se ciernan sombras siniestras. Con ellas nuestro ánimo se encoge y pasa a resguardarse bajo un grueso caparazón para no dejarse ir uno a pique mientras duran. Con la tormenta de imágenes, sin embargo, el impacto es mucho más directo. Por agradables que sean estas, el vaivén es tan constante que nos sentimos vapuleados, sin opción a que nuestra mirada encuentre reposo en un rostro, en un objeto o algún punto confortable del conjunto. La dinámica arrolladora de las sucesivas imágenes no permite ni mantenerse mentalmente en pie, ni observar, ni calibrar, ni reflexionar.

Si hubiera que reflejar con una sola palabra las diferencias, diría que, mientras las imágenes tormentosas asustan, la tormenta de imágenes aturde. Es verdad que en ambos casos uno tiende a sentirse paralizado por todo lo que va viendo: en el primer caso, estaríamos ante una turbación creciente que va infiltrándose y dominándolo a uno; en el segundo, es una perturbación reiterada del escenario, una especie de parpadeo cegador, lo que anula su capacidad de respuesta. Queda por responder cuál sería el efecto del caso más actual, el de la tormenta de imágenes tormentosas. Para hacernos una idea debería bastarnos con partir de nuestras propias impresiones: la parálisis está obviamente asegurada, pero en el interior de uno hierve un sentimiento terrible, mezcla de rabia y temor, que posiblemente acabe por liquidar esa parálisis, aunque sin dejar espacio suficiente para encontrar, tras el estallido, una mínima satisfacción en la razón.


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