domingo, 22 de octubre de 2017

Sobre la voluntad colectiva


Es difícil reconocer la voluntad colectiva entre el flamear de tantas banderas. Algunos encuentran atractivo verlas ondear, porque dicen que dotan de cierta épica a una marcha, convirtiendo a sus participantes en un sólido bloque al que todos reconocen como un pueblo, una afición, un ejército o una tribu. Esta apreciación unitaria lleva a cometer soberbios errores o, por decir mejor, a innegables errores de soberbia. Para quienes no bajan la vista de esas alturas tan olímpicas apenas existen los que quedan y caminan en resignado silencio a la sombra de tanta bandera. Cada cual es libre de levantar la suya, lo malo es que con ello nunca busca representarse a sí mismo sino aunar en torno a sí otras voluntades banderizas. Esto hace sospechar que, contra lo que muchos dirigentes piensan, esa suma de voluntades no es demasiado consistente. A lo sumo impresionará, según sea el número que agrupe, como una voluntad firme y correosa, pero, insisto, es más porosa de lo que parece. La experiencia nos dice que esa voluntad única no suele tardar en desmoronarse, a menos que surjan desde las cuatro esquinas cuadrillas, que con correajes y disciplinas, recojan más o menos amistosamente las banderas espontáneas y obliguen a todos a desfilar tras el estandarte, encuadrados en rectángulo o en rombo y presentarse como una amenazante punta de lanza. Quienes quieren hacer valer esas voluntades individuales como fuerza activa, saben que esas incursiones disciplinarias acaban siendo más importantes que las proclamas que los encuadrados invoquen. Porque lo cierto es que sin esos amarres la voluntad colectiva es tornadiza, dado que, más allá de su poder y número, el colectivo carece de discurso. Es verdad que en algún momento todos sus componentes viven una sensación plural, que se extiende como un benéfico contagio y se adueña del escenario. Todo se torna entonces magia y efervescencia: hasta el individuo más medroso se ve en escena convertido en un titán. Despierta, no obstante, cuando entiende que ante el peligro, ante otra voluntad opuesta, sólo puede responder con sus limitadas fuerzas.

Sin duda, la expresión de la voluntad colectiva es mucho más elocuente, aunque menos vistosa, cuando encuentra eco en una urna. Pero aun ahí no deja de ser difusa. La elección de una opción partidista por un colectivo de electores, por ejemplo, tiene tantos matices, que presentar el favor obtenido como muestra de la voluntad común, tal y como cualquier partido hace, es de una arrogancia sin límites. Si esto es así cuando median los números, qué decir de esos otros recuentos a vuelo de pájaro de plazas y avenidas llenas de color. Nadie va a negar que, como mínimo, cada uno de los presentes en la calle manifiesta con su asistencia su voluntad de apoyar solidariamente un lema, un deseo, una petición. Globalmente esas voluntades encuentran en ese lugar un espacio y una fuerza evidentes, pero un acontecimiento como ése no constituye por sí solo un discurso manifiesto. Esas situaciones representan más bien a la multitud en busca de un discurso por el que ser reconocida. Y no habiendo más que número y no un discurso, es decir una articulación planificada de razones e intenciones, nadie debería pensar que en ese acto se está encauzando una voluntad única. En realidad el discurso es siempre individual y ahí lo ponen otros, que intuyen cuál es el momento justo para sacarlo adelante y usar, en préstamo (los más extremistas creen que en propiedad), toda esa fuerza colectiva. Entienden que la presencia o el voto es un apoyo incondicional, la expresión de una voluntad libre y personal y que ellos son los intérpretes con su discurso de una voluntad general. Con esto dan su discurso por refrendado a través de la voluntad colectiva. Cuando luego llegan las medidas políticas concretas, cuando existe desacuerdo o se observa arbitrariedad, ellos apelan a la voluntad aprobatoria del colectivo que ahora encarnan desde en la tribuna institucional. En este sentido hemos visto demasiados abusos, como para que vayamos pensando en activar algún otro ejercicio de voluntad colectiva. Si tal cosa es posible, nuestra voluntad debería ser exigencia y servir, más que para aupar voluntades individuales y dominantes para controlarlas. Si en verdad hay algo que encuadrar, ya no será a las personas para que desfilen entre banderas, sino a quienes dejan ver en su discurso una intención y una voluntad de hablar en nombre de todos para actuar luego a título personal.


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