En público y en pleno fragor de la batalla mediática en torno a Cataluña, un ministro del gobierno le ha puesto al enfrentamiento un punto de asombrosa candidez, o de sencilla estupidez, quién sabe, al decir lo siguiente: «España es un país muy grande y bueno, que está compuesto por muchas regiones con mucho poder y cariño y nosotros nos queremos entre todos los españoles y tenemos alguna divergencia que, mediante diálogo, se tendría que solucionar».
No me hago del todo cargo de a qué clase de público se dirigía. A juzgar por el mensaje, se diría que iba destinado a párvulos o que era la parte mollar de la homilía que escuchó el domingo en misa. Decir que España es un país grande es una afirmación relativa e irrelevante si no se señala qué país se considera como referencia de grandeza; decir que es un país bueno no sólo es afirmación moralmente irrelevante sino improcedente considerando el dominio y el público que abarca. A ver, no digo que no haya algún átomo de bondad suelto, pero el conjunto dista mucho, bajo cualquier parámetro moral, de ser ejemplar, a menos que hayamos de considerar ser bueno como un rasgo patriótico incuestionable y fundamental.
Lo que viene a continuación sobre ese poder de encariñarse del que están dotadas sus regiones carece de cualquier refrendo empírico, ya que si ya el cariño en general tiene difícil medida, el regional me temo que mucho más. Pongamos, no obstante, que en la mayoría de las regiones ha ido quedando un poso final de cariño hacia sus pobladores. No debe ser mucho o no es el suficiente como para advertirlo, porque se observa más bien tendencia a fomentar hacia adentro y hacia afuera un decidido menosprecio y agresividad, tanto a nivel de provincias como de comunidades autónomas, llámense éstas regiones, nacionalidades, reinos, virreinatos, protectorados o territorios de ultramar. Ninguna de ellas se salva de esta tendencia, de la que se puede además certificar su profundo arraigo histórico.
Enfilando la recta final, nos encontramos con que, por lo visto, aunque a nivel individual nos mostremos ariscos, en cuanto hacemos piña como región nos convertimos en un colectivo gentil, afable y hasta amoroso. No puede negarse que, como es normal entre quienes de verdad se quieren, siempre hay lugar para alguna cosilla, para reticencias y desavenencias menores. Incluso a veces mandamos los guardias de una región a otra para que aporreen a sublevados o mansos con idéntica piedad. Pero es lo que pasa con los grupos vociferantes y sus próximos, que no pueden considerarse propiamente miembros honorables cuando, por principio, cualquier región es cariñosa con las demás. No obstante, el ministro está absolutamente en lo cierto al decir que en tales casos no hay nada que el diálogo de sordos no pueda solucionar.
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