viernes, 13 de octubre de 2017

No me hagas despertar.


Burning Ship, J.M.W. Turner (ca. 1830)
Tate Britain, London
A medida que voy durmiendo son mis ojos dos torbellinos donde se refugia sigilosa la luz. No es propiamente oscuro ese recinto al que llego, porque veo, oigo y a veces hasta palpo, aunque sin saber bien el qué. Tampoco sé bien ante qué me encuentro. Estoy yo, claro, y estoy por creer que vivo allí otra vida de una rara intensidad. Todos los afectos y desgracias vienen a sumirse en mí, mientras al resto le basta con girar a mi alrededor. El escenario es inabarcable, los objetos no se dejan atrapar y en las imágenes que discurren, casi siempre inciertas, apenas distingo a los míos entre todo el elenco de actores desvaídos. A falta de mejor certeza, sólo puedo tratar de adivinar lo que se vislumbra con la ayuda de mi tímida luz interior. Desgraciadamente, nunca llega a ser esa luz lo bastante clara como para permitirme decidir y actuar por mí mismo. Esa linterna fantástica es, sin embargo, lo suficientemente persuasiva como para anunciarme tibios resplandores, incluso amaneceres. Con ella descubro fascinado cómo su luz pugna por precisar cálidos aconteceres, avivar el fuego de un nuevo día y describirme un espacio en el que poder renacer. Poco a poco todo se inunda de delicadas órbitas, quizá sean perlas, pese a que no hay ojos aún preparados para captar tanta iridiscencia. Los actores que me acompañan y me imponen su turbio drama retroceden ante el avance de este espectro luminoso. Tratan de escapar al siniestro círculo irisado que los achica y arrincona. Quizá adivinan que ahí les aguarda el punto final. Son simples gotas y se avecina, pues, la tormenta. El trueno suena como un terrible estampido y todo repentinamente se desvanece presa de un implacable fulgor. Llega una luz, aunque demasiado ardiente. Es hora de salir, de escapar. Detrás dejo las llamas y abandono precipitadamente un paisaje interior arrasado, salpicado de ruinas fantasmales y lumbres agónicas. Y mientras cruzo el umbral, me pregunto en nombre de quién me despiertan y deslumbran los habitantes de la noche, a mí que tan poco tengo de dios creador y que dormido sólo intentaba dar pálido brillo a un mundo amigo. Paralizado como un tozudo insecto frente al potente foco azul, siento como si al despertar se me hubiera arrebatado la mirada profunda y apagado el pequeño resquicio de luz que en ella aún guardaba y siento también que se me arroja sin compasión, entre dos luces, a un tumultuoso mar de náufragos, rielado por las sombras y la duda.

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