Hay muchas maneras de valorar un discurso. No obstante, siempre hemos creído que, partiendo de las conclusiones o, en su defecto, de los objetivos planteados en él, su importancia, interés o relevancia dependen de la calidad de la argumentación, del modo en que se traban lógicamente los argumentos para conseguir dar respaldo unos a otros. Aunque también es importante, se suele reparar bastante menos en la solidez de los fundamentos que sirven de asiento a lo que contamos, y todo porque en muchos casos estos se dan por supuestos. Aun así, no siempre se percibe su falta, pero cuando eso sucede el valor del discurso cae en picado.
Todo esto era lo que sucedía hasta ahora. Por desgracia la aparición de instrumentos menos exigentes y aparentemente precisos ha hecho que las cosas estén cambiando. Lo más llamativo es que la trama lógica, que era el caballo de batalla y lo que avalaba los análisis de antes, empieza a ser considerada algo demasiado sutil. Para mucha gente esa trama es un aspecto difícil de parametrizar, dicho de otro modo, es difícilmente cuantificable. Comprobar que las delicadas piezas del discurso se encadenan correctamente unas en otras y estimar al final si todo el entramado encaja bien parece ser demasiado complicado, se considera una tarea de expertos. Desde el momento en que se ha pasado a medir la complejidad de esa trama mediante números, el juego de los conceptos, que ligaban con su significado los argumentos, pasa a ser sustituido por la frecuencia de las palabras, tomadas según algún significado canónico del diccionario. La equivalencia entre el concepto y la palabra es un desliz grave, pero admitido, por muy equívoco que esto pueda resultar. La consecuencia natural y reciente de esto es la valoración de los discursos mediante la lista de frecuencias de las palabras que aparecen en él. Es parte sustancial del llamado análisis léxicométrico. Al final, en la cabecera de la lista destacarán, al decir de sus usuarios, los conceptos clave. Sin más apoyo que esas primeras claves, son muchos los que se meten a analistas y aventuran, echando una simple ojeada a la tabla, el significado y hasta la intención principal del discurso. Podrá parecer esta una acusación desmedida, podrá asegurarse que esos casos son excepción, pero este modo instrumental, rápido y superficial de abordar textos, que de por sí pueden ser densos, problemáticos o simplemente demasiado largos, empieza a estar más extendido de lo que quisiéramos. Puede que las etiquetas (las palabras fijadas por su aparente importancia) sirvan a modo de aproximación, pero hay gente que apenas disimula al afirmar que para tener una sencilla interpretación del discurso basta con aplicar esos instrumentos léxicométricos. Sé que muchos considerarán que no hay nada de malo en usar medios técnicos más o menos sofisticados, pues constituyen un medio más, un medio que aporta además un punto de vista que complementa a los medios lógicos, estilísticos y teóricos convencionales. Tampoco yo veo ahí problema. Yo empiezo a discrepar cuando veo que su uso viene acompañado de palabras tales como análisis, valoración o significación sin mediar una lectura del texto en profundidad.
Verán, tengo ante mí una investigación universitaria titulada Las palabras de la democracia, de hace justo poco más de un año. En su introducción leo que su pretensión no es otra que hacer «un análisis lexicométrico del lenguaje político interno», entendiendo por interno el que los políticos emplean entre ellos, a diferencia del externo, del empleado de puertas afuera. Como propósito lo veo ingenuo, pero inocente al fin y al cabo. Sucede que, seguidamente, puesta a darle al trabajo un poco más de fundamento, su autora afirma: «El lenguaje, además de un registro más o menos fiel del mundo, es un factor y un instrumento esencial del cambio social y político, y muchas veces los cambios lingüísticos preceden y en cierta manera estructuran las transformaciones en el terreno fáctico e institucional». Pero donde ella ve un factor de cambio, yo veo un mero registrador de los cambios. Vamos, que en vez de precederlos, la tendencia es a confirmarlos y en ocasiones a darles carácter legal. Quizá un análisis de los argumentos manejados nos diga algo, pero dudo mucho que el análisis lexicográfico de una sesión del Parlamento nos permita vislumbrar los cambios que se avecinan. Creo sinceramente que hay otros medios, más cercanos al sentir de la calle, para llegar a una estimación mucho más fiel en ese pronóstico.
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