Uno podría pensar, habida cuenta de la gravedad de la situación en que nos movemos, que lo que más debería de prodigarse en la prensa, por pura necesidad, es un flujo imparable de ideas, un debate en definitiva sincero y abierto, destinado a darle la vuelta y a llevarla camino de alguna solución. Por contra, con lo que habitualmente nos encontramos es con toda una caterva de graciosos que transita dominante e insensible por las orillas de una peligrosa e imparable corriente de emociones. Lejos de entender o de discernir ahí algo, el gracioso se limita a contemplar divertidamente cómo otros muchos se ahogan en ella sin concederles socorro ni perdón. A lo sumo concederá que no es momento para el drama y que para la visión desenfadada, en este caso hecha de pura burla, siempre debería haber ocasión. Es muy propio de quien aúna en una misma persona servilismo, ruindad y gracejo sacar en estos casos la herramienta con la que siempre levantan aplausos: una larga pértiga con la que se afanan en someter al que malamente flota a una prolongada y, a ser posible, definitiva inmersión. Si les preguntas en qué contribuye a mejorar las cosas ese género de burla y humillación, te sorprenderá con alguna sonrisa sardónica en la boca, al tiempo que sentencia mirando obediente al amo: «ése no era de los nuestros, no lo queremos a flote, jamás toleraremos su traición».
Leo como de refilón, por no pringarme demasiado, a un afamado columnista y locutor. A las pocas líneas sucede lo que esperaba: sus pobres y destemplados argumentos empiezan a ceder ante el tremendo peso de sus sonoros y reiterados descalificativos. Que si «los muy imbéciles», que si «qué se creían estos», que si «les estará bien empleado», todo ello aupado en una fanfarronería propia del matón que conoce de sobra su ventaja. Leyéndole a él y a otros de los que se apresuran a poner su pica bien afilada en la herida, parece que han intuido próxima su hora de gloria. Será mejor para ellos que el osado y desventurado acabe en cadáver, para que haya algo que repartir, aunque sólo sea un reloj, un jersey o una corbata. En medio de tanta miseria moral, da la impresión de que lo que se avecina es la hora de todos estos matones que aprovechan su púlpito para señalar la presa así como de aquellos otros que astutamente venían listando agravios para pasar a cobrar el día de la victoria. Hablo de esos valentones que salen después de la refriega a apuntillar a los heridos para poder así después manejarse como héroes y colgarse refulgentes medallas. Hoy solo escriben desde sus torres, mañana bajarán al campo, a batalla concluida, para recibir los honores que por sus reiteradas chanzas, sus elocuentes insultos y su despejada capacidad para el choteo sangrante entienden que les corresponde.
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