viernes, 20 de octubre de 2017

La lógica de la piqueta tremendista


Tomo de uno de esos fondos de reptiles, donde se comentan las noticias en los diarios digitales: «Actualmente, cualquier independentista confeso es un golpista, y por ende, está más próximo al terrorismo que a otra cosa». En paralelo, percibo que, gracias a la vigilancia implacable desarrollada por la prensa patriótica y los órganos del Estado, se empiezan a retirar posibles beneficios públicos y a negar subvenciones a quienes se han manifestado para cuestionarlo. Como mínimo serán estos tachados de disolventes, por haber ejercido simplemente su libertad de expresión. Ya tenemos, pues, al disolvente convertido por vía administrativa en apestado, en número oscuro de una lista creciente, en figura amenazante para el orden, que pomposamente se blinda como constitucional. De igual modo, vengo observando cómo la Fiscalía de ese mismo Estado empieza a considerar el ejercicio de la rebeldía cívica como un acto de sedición y a ver cómo se tilda a sus practicantes de auténticos insurgentes. Aunque grave, es esta una calificación que empieza a ser aplicada sin vergüenza ni desmayo, con el fin de amedrentar al apestado, siempre en medio de una calculada ambigüedad legal y donde los indicios casi siempre son flexibles. Podemos suponer que esos indicios son los mismos que pronto servirán para imputar al disolvente y apestado como inductor del desorden, como patrocinador del tumulto, como cómplice necesario del delito o como enaltecedor del terrorismo. A poco que revisemos ese progreso, esa ilación agravante, vemos que ha ido avanzando con el paso de los días ante la gravedad de la situación política. Sin embargo, lo que de verdad ha avanzado no ha sido la gravedad de la situación sino la de las imputaciones, en ningún caso movidas por la lógica. Este avance y este descarte son triste prueba de que los discursos entrecruzados son ya inútiles para el entendimiento y de que  en ellos ni la lógica se salva.

Lo peor de todo es que ese cierre del discurso, se realiza con absoluto desprecio de la razón, al hacerse con bastante frecuencia uso de argumentos falaces. El más común de todos es ese en que la acusación lanzada a la otra parte es tan desproporcionada y terminante que invalida cualquier posible explicación del conflicto. Hace años se acuñó ese truco como argumentum ad nazium. Con el tiempo ha pasado a ser una figura retórica bastante común, que se emplea con ánimo de descalificar actividades o ideas que el argumentador considera absolutamente reprobables. Por ello no duda en apelar y asociar de manera oportunista los hechos observados con la conducta de los nazis. Desde un punto de vista lógico, esta asociación constituye una reducción del argumento, una falacia con la que se ofrece una mera opinión descalificadora como si fuera una conclusión evidente. Al tiempo que se escamotea la verdad, se impone el estigma descalificador, demonizando como terrorista o nazi al opositor. Ese estilo de argumentación, pese a su evidente tosquedad y al engaño que conlleva, sigue funcionando a pleno rendimiento cuando se trata de presentar ante la opinión pública a los disidentes como verdaderos monstruos, aunque no hayan roto en su vida un plato. La creación de una galería de antihéroes parece ser una forma de proceder a todas luces rentable, pues tiende a agrupar de inmediato a los más ingenuos y sumisos en torno al poder del Estado. Por otra parte, nadie en ese mismo Estado muestra demasiado interés en rechazar el abuso del lenguaje, señalando la distancia existente entre la conducta nazi y las manifestaciones de estos disconformes. Ni siquiera jueces y fiscales son capaces de renunciar a este tipo de tremendismo calificativo, por más que con él se avasallen los hechos y se proyecten además sobre los mismos unas sombras tan largas que ni el juicio posterior consigue despejar. El acusado queda tan estigmatizado, que aparece en la sala, bajo el peso de descalificaciones monstruosas, como un presunto culpable. Es terrible prescindir de la lógica y caer en la arbitrariedad procesal, pero es no menos terrible ver a la lógica convertida en instrumento para impulsar esa clase de escaladas descalificadoras o, peor aún, en mera excusa para imputar graves delitos y aniquilar a los disolventes.



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