La idea de que el progreso actúa a través de un vector oculto, que lo dirige linealmente, siempre en la misma dirección, siempre un poco más allá, hasta una posición cada vez más remota sólo visible desde la eternidad, es una conjetura filosófica que moldea nuestra concepción del tiempo y la historia, y que consecuentemente guía nuestra forma de proceder. Esa percepción convierte de paso el tiempo pasado en algo casi desechable y poco significativo, de dudoso aprovechamiento para el momento actual. Sólo de vez en cuando minamos la imponente montaña de nuestra memoria para tratar de sacar alguna prueba de contraste, que verifique las conjeturas y sorpresas suscitadas por un presente incomprensible. Pero tampoco ahí llegamos a encontrar lo que deseamos, debido al menosprecio y recelo que nos inspiran los acontecimientos pasados, todo lo que ya ha sucedido, convencidos de que nada de eso puede volver a suceder en un universo de posibilidades ilimitadas. Como si de todo ese amplísimo repertorio disponible de sucesos el tiempo fuera eliminando los que van dándose cada día e hiciera imposible su repetición.
La idea de que los acontecimientos suceden parece ir de la mano a la idea de que se suceden y se antoja incompatible con la idea de que se repiten. Pero quizá el repertorio anterior no sea inagotable como algunos creen. De poco sirve la memoria para constatar que se dan repeticiones. Su alcance es demasiado corto. No obstante, algo dentro nos dice, al enfrentarnos a un lugar o a una situación, que un día nosotros, o una parte nuestra, estuvimos presentes en ese mismo lugar o en esa misma situación. Es esa una extraña sensación, difícil de radicar en alguno de los sentidos, difícil de reencontrar, difícil de reproducir. Es esa, además, una sensación profunda, dependiente de alguna memoria genética, cuyo alcance y evolución no somos capaces de intuir. El recurso a los ciclos para historiarnos y para comprender donde se inician los lentos giros que nos reenvían hacia atrás es abiertamente rechazado por quienes suponen que el vector progresivo nos conducirá necesariamente a situaciones nuevas y positivas. Sin embargo, para quienes se deciden por los ciclos no existe propiamente un paso atrás sino un retorno del que nadie debe esperar nuevas situaciones sino nuevas significaciones para lo ya conocido. Por tanto, para ellos se trata de ganar perspectiva más que de entrar en posesión de nuevas coordenadas en la línea de progreso.
Esto de ganar perspectiva ni es bien visto ni siquiera entendido por aquellos que ansían ir cubriendo posiciones. Para ellos la sucesión es una vía abierta la perpetua renovación y un modo de mantenerse siempre en un presente activo, de dominar desde él el tiempo. Los ciclos y sus perspectivas ensombrecen la luz que a ellos les guía hacia un futuro casi visible y prometedor. Con esas otras perspectivas, surgen de repente demasiados claroscuros. Los hallazgos presentados como imponentes avances pueden no ser tales cuando se descubren las servidumbres y daños colaterales que provocan. A la luz de esta oposición entre lo lineal y lo cíclico, cuestiones tan debatidas como el progreso moral se quedan en deseos ingenuos. Hay momentos del siglo XX, por ejemplo, en que la ferocidad humana asombra y parece haber regresado a muchos siglos antes. Los retornos y pagos por los avances científicos son menos perceptibles que el estancamiento moral, pero son muchos los que alguna vez piensan que quizá fuera mejor volver a un punto del pasado para reconducirnos a través de algún progreso alternativo, para elegir una opción que un día estuvo ahí. De algún modo quizá esto suceda, quizá creyendo crecer desmesuradamente estemos entrando en una fase de curvatura creciente y seamos incapaces de entender que estamos entrando en un ciclo. Si ya esto es difícil de entender, aún nos resultará más difícil imaginar que ese punto al que volvemos no conlleva retroceso sino que en realidad es fuente de regeneración.
Acaso el ciclo, pendiente siempre de un centro, nos haga vernos como seres cautivos del tiempo. Sin embargo, esa percepción es fruto más que probable del traslado del ciclo al latente modelo vectorial, a esa línea que todo lo alcanza y todo lo penetra a fin de asimilar el tiempo como progreso. Cuando consideramos el caso de la evolución animal, pronto comprendemos que la secuencia constante de esos ciclos de degradación y regeneración que rigen en cada miembro del reino animal nunca han impedido el desarrollo de nuevas formas de vida. Así que bien podríamos imaginar para el curso del tiempo, en vez de una flecha unidireccional, una espiral creciente. Estaríamos entonces ante una vía en que el crecimiento es tan permanente como el cambio de perspectiva y en que son muchas las ocasiones en que nos vemos obligados a reiniciar el ascenso, sin necesidad de recurrir a una memoria fija y sin más brújula que el instinto. No por eso vamos a negarle valor a la ciencia, pues nuestro instinto de sobrevivir nos impone la necesidad de explorar. Y eso justamente es lo que trae ahora a mi mente aquellos versos de Eliot en Little-Gidding: «No cesaremos de explorar / y el fin de toda nuestra exploración / será llegar a donde empezamos / y conocer el lugar por primera vez./ A través de la puerta desconocida, no recordada / cuando lo último de la tierra por descubrir / sea lo que fue el comienzo».
No sé si algún día seremos capaces de descubrir ese último confín de la memoria, ese resorte lógico que nos permita deducir, que ya pasamos por ahí y que estamos renaciendo para volver a crecer desde otra perspectiva, para entrar en un mundo distinto, para abrirnos a nuevos aciertos y errores, para transitar el arco de nuevo y en el transcurso intentar ser felices. Es una posibilidad, pero sería de las mejores.
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