sábado, 28 de octubre de 2017

Disgusto por las sentencias


Toda sentencia es taxativa; sólo algunas demuestran ser justas, pero lo peor es que casi ninguna necesita ser inteligente.

Hoy toca aguantar


Permaneces pegado a la pantalla, pasas de un diario digital a otro, lanzas de vez en cuando una ojeada a las televisiones, esperando noticias ante la inminente catástrofe que presientes está pronta a llegar. Oyes más allá, en otra esfera, gritos de alegría, zumbido de altavoces y el vuelo sordo del helicóptero. Es verdad, en otro tiempo ya hubieran sido cañonazos, gritos desgarrados y detonaciones secas. Armados con el micrófono, los periodistas se muestran ebrios de entusiasmo y sobrados de noticias. Todo parece hoy digno de ser registrado: un discurso, el clamor de la multitud, el ambiente efervescente, los lemas y canciones, los asomados a los balcones, los que levantan sus brazos enarbolando varas o banderas, el turista atónito con su plano en mano, los guardias ante la fachada con gesto adusto y el pulgar enganchado al cinturón. Son momentos apasionantes, se sincera un periodista en pantalla sin poder ocultar su terrible y enfermiza emoción. Uno tras otro, todos ellos, se sienten radiantes ante el privilegio de estar ahí, de vivir esta jornada única. La atmósfera, dicen, se advierte más cargada y poderosa, porque la tormenta está prácticamente ahí. Son tantos los fuegos encendidos, que debe ser difícil sustraerse a todo ese ardor y a la épica homérica. Algo distinto es lo que desde fuera observas. No adviertes épica alguna y lo que presumes es una jornada más dramática que soberbia, no demasiado prometedora, pero sin duda histórica. Sigues frente a la pantalla. Embutidos en el decorado de colorines, los que se dicen analistas se enzarzan, con palabrería vana, en trifulcas sin sustancia, como ridículos polichinelas. Nunca estuvieron ahí para calibrar consecuencias y ahora, ya sin disfraz, claman por medidas urgentes, exigen que entren de una vez las tropas. Mientras unos miran extasiados a la luna, otros se desfogan con arengas llenas de resentimiento y desprecio, se reafirman en sus acusaciones y marcan con absoluta desvergüenza los objetivos a batir. Está pronto a sonar el olifante y a empezar la caza mayor. Mientras tanto, en las imágenes de calle todavía ves el escenario invadido por figurantes transidos, prestos a concederse un sueño y a retener, para cuando todo se esfume, este segundo de gloria, esta minúscula parte del día en que se sintieron dueños de su destino, del año en que rozaron el techo azul con sus manos, del tiempo en que la voluntad de ser parecía hacerlo todo posible. Esos son los términos evanescentes, casi filosóficos, en que responden los manifestantes a las preguntas ansiosas de los reporteros. Cuando vuelven al grupo, cantan y aplauden frenéticamente, al tiempo que se mueven como ilusionados Supermanes, con una capa barrada detrás y una estrella anudada al cuello, tan grande que les estrangula y les hace perder la cabeza, que les impulsa a corretear como niños por la plaza, intentando inútilmente levantar el vuelo. Sigues mirando la pantalla y piensas que tarde o temprano llegará el momento en que lamentes haber seguido mirando, cuando sabías que estaba a punto de caer el telón y detrás de él el mazo soberbio, dirán que justiciero.

jueves, 26 de octubre de 2017

Muchas palomas para tan escasa paz


Fotos: Leila Jeffreys
Acostumbrados como estamos a ver siempre la misma especie de paloma, la paloma bravía (Columba livia), puede ser interesante observar en esta galería una pequeña muestra de la enorme diversidad existente entre las aves columbiformes.

De izquierda a derecha tenemos: 1) Paloma de Nicobar (Caloenas nicobarica), originaria de las Islas Nicobar en el Índico, 2) Paloma apuñalada (Gallicolumba luzonica), originaria de la isla Luzón en Filipinas, 3) Tilopo soberbio (Ptilinopus superbus), originaria del Sur de Asia y de Australia, 4) Paloma esmeralda (Chalcophaps indica), originaria del Sur de Asia y Oceanía, 5) Tilopo magnífico (Ptilinopus magnificus), originaria de Nueva Guinea y Norte de Australia.


Esperando la clave


Cada momento guarda celosamente su misterio. Una y otra vez abro los ojos y miro atentamente para abrirme paso en él. A simple vista todo queda fijado como un suceso repentino y anodino. De haber sabido un poco más, quizá no me hubiera sorprendido y hasta puede que lo hubiera reconocido como un hecho previsible. Ahora ya es demasiado tarde. Nada conservo de esa imagen fugaz. Ha sido el destello cosa de un momento y no he podido seguirle el rastro. Como si se hubiera escondido. He tenido sin duda un momento de lucidez, pero lo único que sé es que el misterio sigue ahí agazapado. No me queda más remedio que mantener los ojos abiertos a la espera de que la claridad resurja otra vez. Mientras espero ese sobresalto, calladamente observo y aprendo, aunque sigo sin entender qué hace tan necesario e insistente el misterio. Sospecho que por mucho que estudie seguiré atrapado en el tiempo y sin conseguir librarme de ese permanente misterio que se esconde tras cada momento.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Mínima 300


Es frecuente ofrecer con muchas palabras pocas ideas, cuando lo deseable sería despertar muchas ideas con pocas palabras.

martes, 24 de octubre de 2017

Amurados


Todo muro es de algún modo la constatación de un fracaso, la manifestación de un temor y un evidente signo de impotencia. Lo chocante es que exhiban este signo de impotencia quienes ostentan la mayor potencia económica. Probablemente no entienden que de este modo nos señalan con bastante claridad cuáles son los límites de su poder. En este punto la historia se repite. Todo empieza cuando se denomina bárbaros a los que habitan más allá de las fronteras, de quienes además se presume un sinfín de extrañas costumbres, de maniobras militares y de planes de asalto. No había necesidad de resguardarse de ellos mientras había de por medio barreras naturales tales como mares, cordilleras o desiertos. Pero todo cambia cuando se escoge un territorio accesible. La delimitación del territorio mediante mojones o vallas parece un asunto menor, es como una cuestión de propiedad, cuando la comparamos con el levantamiento de un muro. Elevar la apuesta, y generar una reacción adversa frente al extranjero, es lo que sucedió en China con la Gran Muralla, pero el método ha llegado, pasando por el viejo muro de Adriano o el mucho más nuevo de Alemania, hasta nuestros días. Su construcción siempre ha sido impulsada por las autoridades con el señuelo de que un muro inabordable es el mejor modo de aislarse y protegerse de cualquier visitante incómodo. Los ejemplos que hoy tenemos son diversos: está el muro de Cisjordania, las vallas cortantes de Hungría y Melilla y, cómo no, en un futuro esos muros que se proyectan para cerrar por completo la frontera mejicana.


Exhibición de prototipos de muro desde el lado mejicano
Estos muros americanos han dado lugar los últimos días a unas noticias, que serían cómicas sino mediara el drama que imponen a migrantes y refugiados. Crear fronteras siempre ha sido costoso, pero un nuevo y sorprendente factor se incorpora ahora a esos proyectos. El resultado debe ofrecer seguridad, esa sigue siendo la premisa básica. Pero ahora se intenta dotar a esos muros de cierta estética. Se nos dirá que no están exentos de ella los castillos dispersos por media Europa y que también las cárceles son objeto de un diseño escrupuloso del que no se excluye la belleza. Sucede que discutimos sobre la calidad del telón de fondo, cuando deberíamos estar más pendientes del drama que se representa ante él. No sabría decir si lo que se intenta es que toda esa monumentalidad, ese diseño y esas hechuras nos impresionen al punto de hacernos olvidar ese drama. Nos enteramos, en la noticia, de que esa construcción será objeto de concurso; algo que no nos sorprende, porque entendemos que está en la lógica administrativa. La sorpresa llega, y es a lo que iba, al ver erigidos, en medio del llano y a escasos metros de la frontera mejicana, 8 prototipos de muro para que en buena lid compitan y puedan ser observados por todos los estadounidenses en las telenoticias. La idea es proclamar ganador al prototipo que reúna mayores virtudes en cuanto a materiales, seguridad y estética. Produce estupor y vergüenza que se jalee la dolorosa eficacia y la estúpida belleza de un muro. Más que un muro lo que va a surgir es un hito continuado, mientras dure, y una vulgar ofensa a la concordia y también a la inteligencia.

Doctor, tengo un problema


En otros tiempos me dediqué a los problemas, así genéricamente, pero en muy diversos frentes. Creo que serán muchos los que podrán decir lo mismo. Porque, en realidad, ¿quién no ha crecido y convivido con los problemas? Nadie. Los problemas están en todas partes, nos rodean y no pocas veces somos parte integrante y decisiva de ellos. No queda bien decir que si desapareciéramos, a algunos les ahorraríamos un tremendo o no tan tremendo problema, aunque sea cierto. Pero voy más bien al hecho de que los problemas son de una naturaleza tal que se asemejan a un elemento enormemente fluido y expansivo dentro de la realidad, a algo que se cuela por todas partes como una especie de insidioso gas.

De todos formas, por aclarar un poco, en esto de los problemas conviene distinguir tres momentos decisivos. Aparentemente, el primero debería de ser la generación. Cuando el contexto está perfectamente estructurado, generar problemas es algo parecido a un truco de prestidigitación: ocultar lo decisivo mientras se muestra parte de lo que le rodea con el fin de entretener y despistar a quien lo busca. Conozco bastante bien este juego, basado siempre en la combinatoria, la nominación, la asociación, la sustitución y otros medios, que al igual que las manos deben siempre moverse ágilmente sobre el tablero para forzar un período de perplejidad y a ser posible de reflexión. He redactado montones de problemas y, para quienes desconozcan el asunto, confesaré que el juego es bastante estimulante por lo creativo y sobre todo por la ventaja que uno se atribuye sobre quien está condenado a resolverlos. Por tanto, la generación ofrece cierta satisfacción y adorna con un ribete creativo a sus autores, que de algún modo se presentan como los brillantes depositarios de la ansiada solución.

Vayamos ahora a un momento un poco más interesante. Se trata de la detección del problema. Volviendo a los contextos estructurados, tal género de actividad es mucho más exigente que la anterior, de la que se distingue con claridad. Hasta el punto de que nadie en esos ambientes confunde un problema, donde es preciso desbrozar el alcance último de las definiciones y la dirección en que obran las inferencias lógicas, con la mecánica que abre la puerta de salida a los ejercicios. En principio, nadie debería confundir obtener un resultado con hallar una solución, porque la partida se juega en tableros bien distintos. No obstante, todo tiene su proporción. Seguramente a quien se ejercita echando mano de un libro, donde hay un catálogo de casos, todos ellos variantes, con vistas a lograr desarrollar su intuición para buscar la salida, el reto le parecerá problemático. Por otro lado, los ejercicios propuestos tienen sus grados que actúan como peldaños necesarios, no tanto de cara a obtener una solución o método general como a mejorar la destreza de quien se ejercita en la búsqueda de caminos. Por tanto la detección apunta como final a una solución general, a un método contrastado que permita no sólo la solución sino, a poder ser, la práctica disolución del problema.

Estaría por último el momento que a todos parece más decisivo: la solución. Una vez más, empezaré por los contextos más regulados y cerrados. Ahí solucionar no es muy diferente de resolver y resolver viene a significar encontrar o descubrir. Esto entronca con una larga tradición que coloca siempre al final del descubrimiento dos ofertas sustanciosas: el camino correcto a alguna clase de más allá doméstico o ese objeto extraordinario que permanecía oculto y a la vez a la vista de todos. Cuando atendemos a la tradición, solucionar aparece, pues, ante nosotros como hallazgo, bien sea de la vía milagrosa o de la piedra filosofal. Claro que en la tradición matemática las cosas suelen ser mucho menos deslumbrantes. Ahí la solución puede consistir en algo tan prosaico como encontrar un enlace entre dos áreas tenidas por independientes o dar con un enfoque que revolucione y obligue a ver qué nuevas sombras proyecta todo lo que se tenía por conocido. En todo caso, su gente es muy consciente de que cualquier solución es una pausa, una oportunidad de mirar, y quizá entender, y nunca un punto de llegada, porque hay incluso motivos para dudar de que estemos en algún sitio o que lo podamos detectar.

Y ahora llegaría lo que yo quería comentar, entrando en el ámbito en que me quería desenvolver. ¿Qué sucede con esos tres momentos decisivos en contextos menos estructurados? Pues que, si las cosas tendían a confundirse en los regulados, se comportan mucho peor aún en los no regulados. Voy introducir casos más que recrearme en un debate que se prolongaría demasiado. Veamos, para empezar la creación y la detección del problema prácticamente suelen confundirse. En medicina, por ejemplo, la creación de patologías quiere responder a la detección de problemas, pero en el fondo todo el mundo sospecha que esto último responde más a una estrategia comercial, por lo que lo primero resultaría ser artificial. Esa misma estrategia comercial es la que actúa en otros ámbitos aún más abiertos o menos científicos. Caso concreto: el nuevo y revolucionario colchón es la solución idónea para dormir, para nuestra espalda, para nuestros huesos,.., justo porque partimos de un problema de insatisfacción. Parece, por tanto, como si actuáramos en el orden inverso, en el que la solución precede al propio problema, que resulta con ella detectado. Esta línea es la explotada por la publicidad, que busca mostrarnos, con toda clase de argucias, que tenemos un problema aunque ni siquiera habíamos sido capaces de detectarlo, no digamos ya de expresarlo o formularlo. No habiendo conciencia del mismo uno debería preguntarse si lo que sentimos merece el tratamiento de problema y corresponde emplear una metodología similar a la de los problemas propios de los ámbitos cerrados. Donde las cosas se muestran más difusas es en el tramo final. De hecho la solución en los casos que ahora consideramos no aparece nunca, no hay lugar para el equilibrio formal que se da al solucionar en una estructura, porque todo está sujeto aquí a una dinámica mucho más vital. Pongamos el caso de los medicamentos. Son presentados como antídotos al problema clínico, a su expresión patológica, pero ¿representan de veras la solución? Con el humano de por medio ese término resulta siempre excesivo. Podemos hablar quizá de cierta satisfacción. Sin embargo, esa satisfacción no sólo es transitoria — mucho más que las soluciones clásicas—, sino que sube y baja en cuanto a grado en función de factores que casi nunca se contemplan al comienzo de la ecuación médica.


domingo, 22 de octubre de 2017

Votos



Poli era un tipo veterano, de modales antiguos y lacónico en palabras. Destacaba a la vista por su talla y su figura casi ciclópea, pero de cerca imponían aún más su oscuro ceño, su gesto estreñido y su fétido aliento. Tuerto del ojo derecho, lo fiaba todo al izquierdo. Vivía solo en un caserío recóndito, donde aún había espacio para su temperamento áspero, hosco, salvaje. Como cada tarde, se dispuso a bajar al establo para darles una vuelta a los animales. Oyó entonces un ruido, presintió algo extraño. De manera que nada más ver al chico aparecer sonriente por la puerta del corral, con una gallina bajo el brazo, le cortó el paso y se encaró con él. Aunque tampoco andaba sobrado de vista, Poli creyó reconocer al Ulises, así lo llamaban. Supuso que con su mirada estrecha pero incisiva ya se lo estaba diciendo todo, o al menos lo suficiente, pero se acercó un poco más para dejárselo bien claro. Luego tuvo la sensación de que algo tenía que decirle con urgencia para mostrarle a las claras su enfado. «Hago votos», comenzó a mascullar muy lentamente, «para que un día alguien te dé un buen par de hostias». El robagallinas le miró aliviado; esperaba sin duda algo peor. Mientras tanto el ave, que las veía venir, salió de escena volando precipitadamente. Quizá el hondo silencio posterior indujera a error al pícaro intruso. Quiso creer que aquel ogro se conformaría con mascullar en tono contenido su íntimo deseo de sacudirle. Con todo, dejaba abierta, o así lo entendía, la oportunidad para que, si alguien, algún día y en algún lugar distinto, le volvía a pillar en las mismas, le zumbara. De todas formas, la cosa no parecía que iba ser para hoy. Así que pasó el astuto Ulises a posar frente al ogro como un pobre arrepentido, con la idea de salir del paso, para correr después, en cuanto tuviera ocasión, a recuperar la gallina. Poli, sin embargo, no debió de ver lo mismo, o sea que ni pobre ni arrepentido. Como además vio que el mangante se había achantado tan pronto, aunque entre dientes aún sonreía, y como vio que era tan poquita cosa, prácticamente un mequetrefe, sin mediar palabra se abalanzó sobre él. En su cabeza acelerada y tremenda sólo había sitio ya para arremeter y dar así curso solemne a los votos antes proclamados. El caso es que aún estaba el Ulises mirando cómo la gallina desnortada correteaba a su alrededor, cuando Poli le lanzó al cuello su brazo siniestro y lo sujetó contra la pared. Desplegó después con temple ceremonial, como un orate desatado, su brazo diestro y se quedó entonces quieto por un momento, enviando un suspiro, casi un vendaval, al cielo. Necesitaba firmeza y perdón, o quizá más firmeza que perdón. Lo que es seguro es que alguna licencia intuyó allá en lo alto, porque dejó bascular su remo según la voluntad divina. Y fue así como confirmó y religiosamente cumplió con sus anunciados votos, a mano abierta, en tanda doble y bien sonora, y todo a plena satisfacción. Tras verse liberado de su compromiso, Poli dejó ir, aún en caliente, al abatido muchacho. Al ver a su vez la gallina que las tornas habían cambiado, renunció a escapar con el mozo a la aventura y con un ágil salto encontró cálido refugio en los brazos resolutivos de su dueño. Éste, siempre tan sobrio, le pasó la mano por la cresta todavía temblorosa y para acabar de calmarla, como no era de muchas palabras, desbordante de ternura, ensayó para ella un tímido cacareo.

Sobre la voluntad colectiva


Es difícil reconocer la voluntad colectiva entre el flamear de tantas banderas. Algunos encuentran atractivo verlas ondear, porque dicen que dotan de cierta épica a una marcha, convirtiendo a sus participantes en un sólido bloque al que todos reconocen como un pueblo, una afición, un ejército o una tribu. Esta apreciación unitaria lleva a cometer soberbios errores o, por decir mejor, a innegables errores de soberbia. Para quienes no bajan la vista de esas alturas tan olímpicas apenas existen los que quedan y caminan en resignado silencio a la sombra de tanta bandera. Cada cual es libre de levantar la suya, lo malo es que con ello nunca busca representarse a sí mismo sino aunar en torno a sí otras voluntades banderizas. Esto hace sospechar que, contra lo que muchos dirigentes piensan, esa suma de voluntades no es demasiado consistente. A lo sumo impresionará, según sea el número que agrupe, como una voluntad firme y correosa, pero, insisto, es más porosa de lo que parece. La experiencia nos dice que esa voluntad única no suele tardar en desmoronarse, a menos que surjan desde las cuatro esquinas cuadrillas, que con correajes y disciplinas, recojan más o menos amistosamente las banderas espontáneas y obliguen a todos a desfilar tras el estandarte, encuadrados en rectángulo o en rombo y presentarse como una amenazante punta de lanza. Quienes quieren hacer valer esas voluntades individuales como fuerza activa, saben que esas incursiones disciplinarias acaban siendo más importantes que las proclamas que los encuadrados invoquen. Porque lo cierto es que sin esos amarres la voluntad colectiva es tornadiza, dado que, más allá de su poder y número, el colectivo carece de discurso. Es verdad que en algún momento todos sus componentes viven una sensación plural, que se extiende como un benéfico contagio y se adueña del escenario. Todo se torna entonces magia y efervescencia: hasta el individuo más medroso se ve en escena convertido en un titán. Despierta, no obstante, cuando entiende que ante el peligro, ante otra voluntad opuesta, sólo puede responder con sus limitadas fuerzas.

Sin duda, la expresión de la voluntad colectiva es mucho más elocuente, aunque menos vistosa, cuando encuentra eco en una urna. Pero aun ahí no deja de ser difusa. La elección de una opción partidista por un colectivo de electores, por ejemplo, tiene tantos matices, que presentar el favor obtenido como muestra de la voluntad común, tal y como cualquier partido hace, es de una arrogancia sin límites. Si esto es así cuando median los números, qué decir de esos otros recuentos a vuelo de pájaro de plazas y avenidas llenas de color. Nadie va a negar que, como mínimo, cada uno de los presentes en la calle manifiesta con su asistencia su voluntad de apoyar solidariamente un lema, un deseo, una petición. Globalmente esas voluntades encuentran en ese lugar un espacio y una fuerza evidentes, pero un acontecimiento como ése no constituye por sí solo un discurso manifiesto. Esas situaciones representan más bien a la multitud en busca de un discurso por el que ser reconocida. Y no habiendo más que número y no un discurso, es decir una articulación planificada de razones e intenciones, nadie debería pensar que en ese acto se está encauzando una voluntad única. En realidad el discurso es siempre individual y ahí lo ponen otros, que intuyen cuál es el momento justo para sacarlo adelante y usar, en préstamo (los más extremistas creen que en propiedad), toda esa fuerza colectiva. Entienden que la presencia o el voto es un apoyo incondicional, la expresión de una voluntad libre y personal y que ellos son los intérpretes con su discurso de una voluntad general. Con esto dan su discurso por refrendado a través de la voluntad colectiva. Cuando luego llegan las medidas políticas concretas, cuando existe desacuerdo o se observa arbitrariedad, ellos apelan a la voluntad aprobatoria del colectivo que ahora encarnan desde en la tribuna institucional. En este sentido hemos visto demasiados abusos, como para que vayamos pensando en activar algún otro ejercicio de voluntad colectiva. Si tal cosa es posible, nuestra voluntad debería ser exigencia y servir, más que para aupar voluntades individuales y dominantes para controlarlas. Si en verdad hay algo que encuadrar, ya no será a las personas para que desfilen entre banderas, sino a quienes dejan ver en su discurso una intención y una voluntad de hablar en nombre de todos para actuar luego a título personal.


sábado, 21 de octubre de 2017

Araos a millares


Bandada de araos en los acantilados de Hornøya, Norte de Noruega
Foto: Øyvind Pedersen, 2017 Sony World Photography Awards
Sería incapaz de reconocer a un arao común, y menos a la altura que ahí se ven. Pero que no pueda reconocerlos en singular no me impide quedar fascinado ante el espectáculo plural recogido por la foto. Es un poco tonto decir que hubiera preferido verlo en directo. Pero he visto bandadas de grullas en su pasa otoñal y primaveral por aquí cerca y puedo imaginarme la emoción que se experimenta al estar ahí. Ya sé que imaginarse una emoción no es lo mismo que experimentarla, que viene a ser como un sucedáneo, como una emoción de segunda mano, como una sensación devaluada. Faltan muchas factores, quizá demaiados cono para sentirse inmerso en una experiencia tan impresionante. Falta, por ejemplo, el sonido, esa algarabía de la que se acompaña en su movimiento toda esa nube. Falta, obviamente, el propio movimiento, pues debemos contentarnos con una imagen fija y bien sabemos que nada queda en ella de esas sístoles y diástoles que suelen acompañar al lento avance de la bandada. Pero quizá lo que más se echa en falta es el olor, ese aroma penetrante que incluso con los ojos cerrados nos sitúa frente al mar. Y falta desde luego el frío y la lluvia. De hecho, desde la pantalla es imposible recrear esa atmósfera excitante. Nuestros sentidos nunca conseguirán recrear todas esas circunstancias. Sólo nos queda la vista, pero ésta siempre es capaz de invitarnos a imaginar. Aunque sabemos de antemano que al imaginar, como decía, siempre nos quedaremos lejos del sentir desbordante, de la emoción provocada por la experiencia completa.


Chillidos de araos, en islas Treshnish (Escocia),
Grabación: A. Carter

A falta de una emoción íntegra y total, uno debe contentarse y recrearse en la observación de lo que se le ofrece. Es el caso de las formas. ¿Qué me dirían si declaro que la foto me recuerda a ciertas pinturas? Podríamos empezar por los pintores puntillistas, pero nos falta evidentemente la nota del color. Así que más comparable me parece nuestra foto a las litografías de algún grafista, o a los cuadros de algún pintor abstracto. ¿Qué les parecería, por ejemplo, Pollock? Pero claro, en Pollock siempre queda al final patente el dinamismo del brochazo, mientras que en la imagen de Pedersen hay una ligereza y una gracia que desde ese punto de vista desentonan. Mientras que Pollock arremete con violencia nuestra retina, tenemos la sensación de que esta fotografía flota, de que en cualquier momento, a una orden del líder de la bandada, ésta podría dispersarse y venir a fundirse la foto en un gris incierto, en una mañana de cielos árticos. Y todo además sin ruido, sin olores, sin frío, de manera aséptica, desde una pantalla como ésta, silenciosamente, mientras los araos se alejan.


viernes, 20 de octubre de 2017

La lógica de la piqueta tremendista


Tomo de uno de esos fondos de reptiles, donde se comentan las noticias en los diarios digitales: «Actualmente, cualquier independentista confeso es un golpista, y por ende, está más próximo al terrorismo que a otra cosa». En paralelo, percibo que, gracias a la vigilancia implacable desarrollada por la prensa patriótica y los órganos del Estado, se empiezan a retirar posibles beneficios públicos y a negar subvenciones a quienes se han manifestado para cuestionarlo. Como mínimo serán estos tachados de disolventes, por haber ejercido simplemente su libertad de expresión. Ya tenemos, pues, al disolvente convertido por vía administrativa en apestado, en número oscuro de una lista creciente, en figura amenazante para el orden, que pomposamente se blinda como constitucional. De igual modo, vengo observando cómo la Fiscalía de ese mismo Estado empieza a considerar el ejercicio de la rebeldía cívica como un acto de sedición y a ver cómo se tilda a sus practicantes de auténticos insurgentes. Aunque grave, es esta una calificación que empieza a ser aplicada sin vergüenza ni desmayo, con el fin de amedrentar al apestado, siempre en medio de una calculada ambigüedad legal y donde los indicios casi siempre son flexibles. Podemos suponer que esos indicios son los mismos que pronto servirán para imputar al disolvente y apestado como inductor del desorden, como patrocinador del tumulto, como cómplice necesario del delito o como enaltecedor del terrorismo. A poco que revisemos ese progreso, esa ilación agravante, vemos que ha ido avanzando con el paso de los días ante la gravedad de la situación política. Sin embargo, lo que de verdad ha avanzado no ha sido la gravedad de la situación sino la de las imputaciones, en ningún caso movidas por la lógica. Este avance y este descarte son triste prueba de que los discursos entrecruzados son ya inútiles para el entendimiento y de que  en ellos ni la lógica se salva.

Lo peor de todo es que ese cierre del discurso, se realiza con absoluto desprecio de la razón, al hacerse con bastante frecuencia uso de argumentos falaces. El más común de todos es ese en que la acusación lanzada a la otra parte es tan desproporcionada y terminante que invalida cualquier posible explicación del conflicto. Hace años se acuñó ese truco como argumentum ad nazium. Con el tiempo ha pasado a ser una figura retórica bastante común, que se emplea con ánimo de descalificar actividades o ideas que el argumentador considera absolutamente reprobables. Por ello no duda en apelar y asociar de manera oportunista los hechos observados con la conducta de los nazis. Desde un punto de vista lógico, esta asociación constituye una reducción del argumento, una falacia con la que se ofrece una mera opinión descalificadora como si fuera una conclusión evidente. Al tiempo que se escamotea la verdad, se impone el estigma descalificador, demonizando como terrorista o nazi al opositor. Ese estilo de argumentación, pese a su evidente tosquedad y al engaño que conlleva, sigue funcionando a pleno rendimiento cuando se trata de presentar ante la opinión pública a los disidentes como verdaderos monstruos, aunque no hayan roto en su vida un plato. La creación de una galería de antihéroes parece ser una forma de proceder a todas luces rentable, pues tiende a agrupar de inmediato a los más ingenuos y sumisos en torno al poder del Estado. Por otra parte, nadie en ese mismo Estado muestra demasiado interés en rechazar el abuso del lenguaje, señalando la distancia existente entre la conducta nazi y las manifestaciones de estos disconformes. Ni siquiera jueces y fiscales son capaces de renunciar a este tipo de tremendismo calificativo, por más que con él se avasallen los hechos y se proyecten además sobre los mismos unas sombras tan largas que ni el juicio posterior consigue despejar. El acusado queda tan estigmatizado, que aparece en la sala, bajo el peso de descalificaciones monstruosas, como un presunto culpable. Es terrible prescindir de la lógica y caer en la arbitrariedad procesal, pero es no menos terrible ver a la lógica convertida en instrumento para impulsar esa clase de escaladas descalificadoras o, peor aún, en mera excusa para imputar graves delitos y aniquilar a los disolventes.



Mejor ser directo


A la hora de escribir, hay algo mucho peor que la falta de estilo y es el empleo de un estilo ceremonioso. Hablo de esa forma de escribir, cuyo resultado, casi siempre hueco, parece reclamar, para ser tenido en cuenta, ser leído desde alguna tribuna muy pausadamente, con tintes dramáticos y engolada voz.

Dos citas de Atwood


Hace ya unos años, decía la escritora canadiense Margaret Atwood: «Si esperara la perfección..., nunca hubiera escrito una palabra».

Posteriormente, en 2007, en un documental para televisión, señalaba: «Le puedo decir que hubo un tiempo, cuando hacía presentaciones públicas, en que la gente me preguntaba, ¿qué piensa de las artes?, ¿qué piensa del papel de las mujeres?, ¿qué piensa de todas estas cosas?, y ahora sólo me preguntan una cosa, y esa cosa es ésta: ¿Hay esperanza?».

Digamos, pues, sin ánimo de enmendar nada, que para la perfección no hay esperanza, pero que escribir mirando al mundo, reimaginándolo, puede ser un modo de olvidar esa carencia.


jueves, 19 de octubre de 2017

Las palabras al saco


Hay muchas maneras de valorar un discurso. No obstante, siempre hemos creído que, partiendo de las conclusiones o, en su defecto, de los objetivos planteados en él, su importancia, interés o relevancia dependen de la calidad de la argumentación, del modo en que se traban lógicamente los argumentos para conseguir dar respaldo unos a otros. Aunque también es importante, se suele reparar bastante menos en la solidez de los fundamentos que sirven de asiento a lo que contamos, y todo porque en muchos casos estos se dan por supuestos. Aun así, no siempre se percibe su falta, pero cuando eso sucede el valor del discurso cae en picado.

Todo esto era lo que sucedía hasta ahora. Por desgracia la aparición de instrumentos menos exigentes y aparentemente precisos ha hecho que las cosas estén cambiando. Lo más llamativo es que la trama lógica, que era el caballo de batalla y lo que avalaba los análisis de antes, empieza a ser considerada algo demasiado sutil.  Para mucha gente esa trama es un aspecto difícil de parametrizar, dicho de otro modo, es difícilmente cuantificable. Comprobar que las delicadas piezas del discurso se encadenan correctamente unas en otras y estimar al final si todo el entramado encaja bien parece ser demasiado complicado, se considera una tarea de expertos. Desde el momento en que se ha pasado a medir la complejidad de esa trama mediante números, el juego de los conceptos, que ligaban con su significado los argumentos, pasa a ser sustituido por la frecuencia de las palabras, tomadas según algún significado canónico del diccionario. La equivalencia entre el concepto y la palabra es un desliz grave, pero admitido, por muy equívoco que esto pueda resultar. La consecuencia natural y reciente de esto es la valoración de los discursos mediante la lista de frecuencias de las palabras que aparecen en él. Es parte sustancial del llamado análisis léxicométrico. Al final, en la cabecera de la lista destacarán, al decir de sus usuarios, los conceptos clave. Sin más apoyo que esas primeras claves, son muchos los que se meten a analistas y aventuran, echando una simple ojeada a la tabla, el significado y hasta la intención principal del discurso. Podrá parecer esta una acusación desmedida, podrá asegurarse que esos casos son excepción, pero este modo instrumental, rápido y superficial de abordar textos, que de por sí pueden ser densos, problemáticos o simplemente demasiado largos, empieza a estar más extendido de lo que quisiéramos. Puede que las etiquetas (las palabras fijadas por su aparente importancia) sirvan a modo de aproximación, pero hay gente que apenas disimula al afirmar que para tener una sencilla interpretación del discurso basta con aplicar esos instrumentos léxicométricos. Sé que muchos considerarán que no hay nada de malo en usar medios técnicos más o menos sofisticados, pues constituyen un medio más, un medio que aporta además un punto de vista que complementa a los medios lógicos, estilísticos y teóricos convencionales. Tampoco yo veo ahí problema. Yo empiezo a discrepar cuando veo que su uso viene acompañado de palabras tales como análisis, valoración o significación sin mediar una lectura del texto en profundidad.

Verán, tengo ante mí una investigación universitaria titulada Las palabras de la democracia, de hace justo poco más de un año. En su introducción leo que su pretensión no es otra que hacer «un análisis lexicométrico del lenguaje político interno», entendiendo por interno el que los políticos emplean entre ellos, a diferencia del externo, del empleado de puertas afuera. Como propósito lo veo ingenuo, pero inocente al fin y al cabo. Sucede que, seguidamente, puesta a darle al trabajo un poco más de fundamento, su autora afirma: «El lenguaje, además de un registro más o menos fiel del mundo, es un factor y un instrumento esencial del cambio social y político, y muchas veces los cambios lingüísticos preceden y en cierta manera estructuran las transformaciones en el terreno fáctico e institucional». Pero donde ella ve un factor de cambio, yo veo un mero registrador de los cambios. Vamos, que en vez de precederlos, la tendencia es a confirmarlos y en ocasiones a darles carácter legal. Quizá un análisis de los argumentos manejados nos diga algo, pero dudo mucho que el análisis lexicográfico de una sesión del Parlamento nos permita vislumbrar los cambios que se avecinan. Creo sinceramente que hay otros medios, más cercanos al sentir de la calle, para llegar a una estimación mucho más fiel en ese pronóstico.


lunes, 16 de octubre de 2017

Ciclos y espirales


La idea de que el progreso actúa a través de un vector oculto, que lo dirige linealmente, siempre en la misma dirección, siempre un poco más allá, hasta una posición cada vez más remota sólo visible desde la eternidad, es una conjetura filosófica que moldea nuestra concepción del tiempo y la historia, y que consecuentemente guía nuestra forma de proceder. Esa percepción convierte de paso el tiempo pasado en algo casi desechable y poco significativo, de dudoso aprovechamiento para el momento actual. Sólo de vez en cuando minamos la imponente montaña de nuestra memoria para tratar de sacar alguna prueba de contraste, que verifique las conjeturas y sorpresas suscitadas por un presente incomprensible. Pero tampoco ahí llegamos a encontrar lo que deseamos, debido al menosprecio y recelo que nos inspiran los acontecimientos pasados, todo lo que ya ha sucedido, convencidos de que nada de eso puede volver a suceder en un universo de posibilidades ilimitadas. Como si de todo ese amplísimo repertorio disponible de sucesos el tiempo fuera eliminando los que van dándose cada día e hiciera imposible su repetición.

La idea de que los acontecimientos suceden parece ir de la mano a la idea de que se suceden y se antoja incompatible con la idea de que se repiten. Pero quizá el repertorio anterior no sea inagotable como algunos creen. De poco sirve la memoria para constatar que se dan repeticiones. Su alcance es demasiado corto. No obstante, algo dentro nos dice, al enfrentarnos a un lugar o a una situación, que un día nosotros, o una parte nuestra, estuvimos presentes en ese mismo lugar o en esa misma situación. Es esa una extraña sensación, difícil de radicar en alguno de los sentidos, difícil de reencontrar, difícil de reproducir. Es esa, además, una sensación profunda, dependiente de alguna memoria genética, cuyo alcance y evolución no somos capaces de intuir. El recurso a los ciclos para historiarnos y para comprender donde se inician los lentos giros que nos reenvían hacia atrás es abiertamente rechazado por quienes suponen que el vector progresivo nos conducirá necesariamente a situaciones nuevas y positivas. Sin embargo, para quienes se deciden por los ciclos no existe propiamente un paso atrás sino un retorno del que nadie debe esperar nuevas situaciones sino nuevas significaciones para lo ya conocido. Por tanto, para ellos se trata de ganar perspectiva más que de entrar en posesión de nuevas coordenadas en la línea de progreso.

Esto de ganar perspectiva ni es bien visto ni siquiera entendido por aquellos que ansían ir cubriendo posiciones. Para ellos la sucesión es una vía abierta la perpetua renovación y un modo de mantenerse siempre en un presente activo, de dominar desde él el tiempo. Los ciclos y sus perspectivas ensombrecen la luz que a ellos les guía hacia un futuro casi visible y prometedor. Con esas otras perspectivas, surgen de repente demasiados claroscuros. Los hallazgos presentados como imponentes avances pueden no ser tales cuando se descubren las servidumbres y daños colaterales que provocan. A la luz de esta oposición entre lo lineal y lo cíclico, cuestiones tan debatidas como el progreso moral se quedan en deseos ingenuos. Hay momentos del siglo XX, por ejemplo, en que la ferocidad humana asombra y parece haber regresado a muchos siglos antes. Los retornos y pagos por los avances científicos son menos perceptibles que el estancamiento moral, pero son muchos los que alguna vez piensan que quizá fuera mejor volver a un punto del pasado para reconducirnos a través de algún progreso alternativo, para elegir una opción que un día estuvo ahí. De algún modo quizá esto suceda, quizá creyendo crecer desmesuradamente estemos entrando en una fase de curvatura creciente y seamos incapaces de entender que estamos entrando en un ciclo. Si ya esto es difícil de entender, aún nos resultará más difícil imaginar que ese punto al que volvemos no conlleva retroceso sino que en realidad es fuente de regeneración.

Acaso el ciclo, pendiente siempre de un centro, nos haga vernos como seres cautivos del tiempo. Sin embargo, esa percepción es fruto más que probable del traslado del ciclo al latente modelo vectorial, a esa línea que todo lo alcanza y todo lo penetra a fin de asimilar el tiempo como progreso. Cuando consideramos el caso de la evolución animal, pronto comprendemos que la secuencia constante de esos ciclos de degradación y regeneración que rigen en cada miembro del reino animal nunca han impedido el desarrollo de nuevas formas de vida. Así que bien podríamos imaginar para el curso del tiempo, en vez de una flecha unidireccional, una espiral creciente. Estaríamos entonces ante una vía en que el crecimiento es tan permanente como el cambio de  perspectiva y en que son muchas las ocasiones en que nos vemos obligados a reiniciar el ascenso, sin necesidad de recurrir a una memoria fija y sin más brújula que el instinto. No por eso vamos a negarle valor a la ciencia, pues nuestro instinto de sobrevivir nos impone la necesidad de explorar. Y eso justamente es lo que trae ahora a mi mente aquellos versos de Eliot en Little-Gidding: «No cesaremos de explorar / y el fin de toda nuestra exploración / será llegar a donde empezamos / y conocer el lugar por primera vez./ A través de la puerta desconocida, no recordada / cuando lo último de la tierra por descubrir / sea lo que fue el comienzo».

No sé si algún día seremos capaces de descubrir ese último confín de la memoria, ese resorte lógico que nos permita deducir, que ya pasamos por ahí y que estamos renaciendo para volver a crecer desde otra perspectiva, para entrar en un mundo distinto, para abrirnos a nuevos aciertos y errores, para transitar el arco de nuevo y en el transcurso intentar ser felices. Es una posibilidad, pero sería de las mejores.


domingo, 15 de octubre de 2017

Apunte sobre la identidad


De todo Blade Runner 2049 me quedo con esa réplica verbal del viejo cazarreplicantes Rick Deckard a ese endiosado fabricante de androides, Neander Wallace, un personaje de mirada vidriosa y planes siniestros. Como promotor de un mundo regulado bajo su dominio, su obsesión capital no es otra que descubrir el modo en que los replicantes podrían reproducirse. Al ser Deckard apresado e interpelado por este último, mantienen un cara a cara en que el industrial trata de imbuirle una terrible duda. Su intención es hacerle pensar que quizá el hijo fruto de su relación con la replicante Rachael no fue una anomalía biológica. De ese modo pretende dejar caer que él mismo, Deckard, no sería entonces más que un mero diseño robótico destinado a conseguir ese fruto tan valioso. Deckard apenas se inquieta, pero ahonda en su desprecio, largándole una severa mirada y respondiéndole simplemente: «Yo sé lo que es real».


Teniendo en cuenta el contexto, más que ante una afirmación enfática estamos ante una enérgica reivindicación de su identidad humana, puesta malevolentemente en cuestión por el insidioso Wallace. Pero estamos también ante una declaración de principios, de asimetría fundamental, de diferenciación entre lo real y lo virtual, de ratificación de la existencia de dos mundos. Algo bien difícil para un androide. Lo real sería por tanto patrimonio exclusivo del perceptor natural, de la sensibilidad común y constituiría un mundo ajeno, por tanto, a la sensación maquinada en fábrica a base de elaborados planes, materiales de vanguardia y composturas algorítmicas. Bien es verdad que presentar la convicción como prueba, a la manera en que Deckard lo hace, nunca podrá ser suficiente para los demás y tampoco para los espectadores, pero es sin duda la mejor forma de reconocerse en uno mismo y de restringir los ataques a su cada vez más frágil identidad. Con todo, tan elocuente es en lo que dice saber como consciente y remiso acerca de lo que no sabe. Y lo que con toda probabilidad no sabe es en qué lugar, entre la realidad y la irrealidad, habita su propio descendiente y cuál es ese difuso dominio que, como a él, les espera a todos los habitantes del futuro.


Círculo maléfico


Dicen de un contable que siempre será un mal poeta, que los poetas son malos políticos, que cualquier político es un mal actor y que todos los actores son pésimos contables. En realidad, éste un ciclo maligno que se podría ampliar a voluntad con mucha más gente que los contables, los poetas, los políticos y los actores. El mal lo recorre y la mediocridad transita libremente por él. El contable que quiera ser poeta acabará mal; si además quiere ser político será muy malo; si se mete después a actor será de lo peor; y cuando intente volver a la contabilidad se dará cuenta de que es un malísimo contable. En buena lógica todo esto llevaría a concluir que ampliar nuestra dedicación puede resultar nefasto. Pero es que, además, esa medianía tan mala no afecta sólo al contable, vale también para los otros tres y podría hacerse extensiva a todos los oficios para los que encontremos sitio en ese círculo maléfico. Triste moraleja: si todos pretendemos abarcarlo todo, la perversa mediocridad acabará extendiéndose sobre nosotros como una oscura mancha de aceite.

sábado, 14 de octubre de 2017

De nada


Lo que a nadie dice nada es lo que todo el mundo oye.

viernes, 13 de octubre de 2017

Por las tierras altas


Parámo en altura junto al monte  Beriain
Ayer fue un día claro y se podían ver al desnudo los dominios que la niebla normalmente oculta. Esa extensa y mansa planicie que se muestra en la imagen rodea por el Sur y el Este a uno de los montes más bravos de la orografía navarra, Beriain, cuya cumbre se aprecia al fondo. En esa zona, allá donde las calizas quedan al descubierto, van dibujando suntuosas olas a través de largas crestas afiladas que emergen de manera ordenada, acotando entre sus sucesivas series anchas franjas herbosas. Al no haber ya demasiada presión ganadera, la hierba se va viendo en ellas colonizada por el brezo. Los brezales incorporan en estas fechas y por estos pagos un delicado contraste, gracias al tono marrón que muestran sus flores secas. No hay cursos de agua, sólo alguna balsa para el ganado, y no da la impresión de que el agua ahí abajo se estanque. Sabemos, no obstante, que resurge bien pronto por fuentes dispersas en las cabeceras de los valles que se abren alrededor de este enorme macizo rocoso. Si alguna vez el bosque cubrió el paraje, nada queda hoy de él. Las hayas crecen en abundancia, pero a resguardo de los vientos que discurren ahí impetuosos, como por un canal, llegados desde el Oeste por Ergoiena; prefieren las laderas sureñas, al otro lado de la larga cresta que circunda la llanada formando un amplio arco que va desde Tontorraundi, pasando por Elordia, hasta el Alto de las Bordas viejas. Tampoco hay señal de turberas ni de helechales. Lo único que sobresale muy de vez en cuando es algún espino. Es de imaginar que el ambiente habitual es bastante inhóspito y que, salvo en verano, nunca ha sido sencillo encontrar refugio ahí. También a resguardo del impetuoso viento del noroeste se encuentra el extenso enclave donde se concentran las viejas bordas ganaderas de Goñi. Hoy todo él está en ruinas, dejando en el paisaje una huella de desamparo y librando todo este territorio a una silenciosa soledad. En realidad, por este lugar ya sólo parecen correr vientos y ventiscas. Por los cerros por los que pasé fui viendo ovejas, no muchas, así como algunos grupos de vacas y caballos paciendo tranquilamente. Un pastor, que quizá fuera quien los cuidaba, se había trasladado con su furgoneta hasta las cercanías de la arruinada ermita de Sta. Quiteria. Al filo de mediodía imagino que daría la vuelta y volvería con su vehículo por la pista, hasta donde la planicie acaba y se asoma a Sakana, y descendería por Ergoiena una vez acabada su jornada.

No me hagas despertar.


Burning Ship, J.M.W. Turner (ca. 1830)
Tate Britain, London
A medida que voy durmiendo son mis ojos dos torbellinos donde se refugia sigilosa la luz. No es propiamente oscuro ese recinto al que llego, porque veo, oigo y a veces hasta palpo, aunque sin saber bien el qué. Tampoco sé bien ante qué me encuentro. Estoy yo, claro, y estoy por creer que vivo allí otra vida de una rara intensidad. Todos los afectos y desgracias vienen a sumirse en mí, mientras al resto le basta con girar a mi alrededor. El escenario es inabarcable, los objetos no se dejan atrapar y en las imágenes que discurren, casi siempre inciertas, apenas distingo a los míos entre todo el elenco de actores desvaídos. A falta de mejor certeza, sólo puedo tratar de adivinar lo que se vislumbra con la ayuda de mi tímida luz interior. Desgraciadamente, nunca llega a ser esa luz lo bastante clara como para permitirme decidir y actuar por mí mismo. Esa linterna fantástica es, sin embargo, lo suficientemente persuasiva como para anunciarme tibios resplandores, incluso amaneceres. Con ella descubro fascinado cómo su luz pugna por precisar cálidos aconteceres, avivar el fuego de un nuevo día y describirme un espacio en el que poder renacer. Poco a poco todo se inunda de delicadas órbitas, quizá sean perlas, pese a que no hay ojos aún preparados para captar tanta iridiscencia. Los actores que me acompañan y me imponen su turbio drama retroceden ante el avance de este espectro luminoso. Tratan de escapar al siniestro círculo irisado que los achica y arrincona. Quizá adivinan que ahí les aguarda el punto final. Son simples gotas y se avecina, pues, la tormenta. El trueno suena como un terrible estampido y todo repentinamente se desvanece presa de un implacable fulgor. Llega una luz, aunque demasiado ardiente. Es hora de salir, de escapar. Detrás dejo las llamas y abandono precipitadamente un paisaje interior arrasado, salpicado de ruinas fantasmales y lumbres agónicas. Y mientras cruzo el umbral, me pregunto en nombre de quién me despiertan y deslumbran los habitantes de la noche, a mí que tan poco tengo de dios creador y que dormido sólo intentaba dar pálido brillo a un mundo amigo. Paralizado como un tozudo insecto frente al potente foco azul, siento como si al despertar se me hubiera arrebatado la mirada profunda y apagado el pequeño resquicio de luz que en ella aún guardaba y siento también que se me arroja sin compasión, entre dos luces, a un tumultuoso mar de náufragos, rielado por las sombras y la duda.

jueves, 12 de octubre de 2017

Sentido del tiempo


Sabemos que los sentidos con el tiempo decaen, pero ¿qué pasa con las sensaciones? ¿Realmente envejecen?

miércoles, 11 de octubre de 2017

Buscando el molde


No dispongo de la certificación MBTI emitida por la Myers & Briggs Foundation, pero tras darle un repaso  a las 16 variedades establecidas en su bienintencionado intento de tipificar la heterogénea personalidad de los humanos, yo me quedo con el tipo INTJ. Verán, para esta gente los tipos psicológicos se despliegan a través de cuatro ejes, cuyos polos serían extraversión (E) / introversión (I), sensibilidad (S) / intuición (N), pensamiento (T) / sentimiento (F) y juicio (J) / percepción (P). Tomando esas referencias como base, diría que mis coordenadas cualitativas podrían ser las del tipo INTJ. Señalar ese punto no me incomoda del todo, pues, tal y como lo veo, es un tipo bastante confortable y fácil de sobrellevar, un espejo en el que uno no llega a aborrecerse del todo y obtiene un retrato no demasiado definido ni demasiado difuso. Según revelan los sabios de esa Fundación, acogidos a la tutela patriarcal y científica de Carl G. Jung y a la fortuna de las señoras Briggs (madre e hija), infrinjo con mi elección el principio número uno, puesto que pongo en cuestión la razón de ser de su institución. Y es que no debería de adelantarme a proclamar mi tipo sin haber rendido cuentas y haberme aplicado el correspondiente test indicador. Pero bueno, como quiera que no estoy nada interesado en someterme a juicio y como prefiero divertirme un poco aprovechando mi libre albedrío, me adentraré en mi espesa psicología partiendo de cómo yo me veo y sin tener que reparar en lo que pudiera serme dictaminado por el test. Pero no teman. De darse un error evidente en mi apreciación, éste quedará aquí a la vista de todos y, como sabio que soy, puede que entonces estime conveniente excusarme con alguna pequeña rectificación. Hasta que ese momento llegue, me quedo en mi rincón dispuesto a abrir el paquete INTJ, ese que cuelga justo a mi altura en ese fructífero árbol jungiano como si de un juguete se tratara. Gracias a esa ciencia tan rentable, estiro mi brazo y lo cojo, pues ha llegado para mí el crudo y difícil momento de conocerme a mí mismo.

Del tipo INTJ me ha atraído probablemente esa luminosa conjunción que en él se da de facetas psicológicas tan relevantes como la introversión, la intuición, el pensamiento y el juicio. Díganme, quién no desearía verse arropado con semejantes galas, sobre todo pudiendo elegir. Además, no se habla en principio de proporciones, porcentajes y demás equilibrios, por lo que cada cual puede abastecerse de cada una de ellas a voluntad y obtener plena satisfacción. Es verdad que la divisa inicial siempre suele ser engañosa y que conviene avanzar un poco y penetrar en las oscuridades que la cajita encierra. Pasado ese preámbulo, la Fundación describe ese y los demás tipos a golpe de adjetivos. En el mío, la primera calificación en aparecer es un poco misteriosa: orientado a la visión, se dice. Pues sea, pero mi vista, digan lo que digan, ya no es la de antes. No estoy seguro de que se refiera a la percepción. Prosigamos. «Innovador sin alharacas», o sea uno innova sin que nadie lo aprecie. En eso no les falta del todo razón. «Perspicaz, conceptual, lógico» van en el siguiente paquete, pero no sé si me ha llegado por naturaleza o por oficio, y tampoco soy capaz de estimar ni la cota ni el interés de esas brillantes facultades. Prefiero no tomarlas como lisonjas y menos como virtudes sociales, porque en ocasiones son un castigo. Sigue: «Busca entendimiento», puede que sea cierto, por más que muchas veces es tanta mi perplejidad que no me decido a salir en su busca. Ese es mi estado natural y punto de partida, mucho más que lo que se anuncia a continuación: crítico, decisivo, independiente, determinado. Para empezar, no sé yo si las dos primeras cualidades se compadecen. Pienso que como regla general a más crítico se es menos decisivo. Y en lo de independiente, de qué, de quién, es algo que convendría aclarar. Por último, un buen INTJ «persigue la competencia y la mejora». No digo que no apunte maneras ahí, pero no sé yo si eligiendo este tipo no me habré equivocado, porque algo así como una comezón permanente o una fe ciega que me empujan alcanzar un objetivo tampoco tengo.

Por muy intuitiva y directa que fuera mi elección inicial, no sé si he dado en el clavo. Rebusco en las páginas de la CCP Inc. (una empresa asociada) y tampoco su descripción del tipo INTJ me convence lo más mínimo, puesto que allí sostienen que los pertenecientes a él «tienen mentes originales y gran destreza para implementar sus ideas y lograr sus objetivos. Rápidamente ven patrones en los acontecimientos externos y desarrollan explicaciones de gran profundidad. Cuando se comprometen, organizan un trabajo y lo llevan a cabo. Escépticos e independientes, se manejan con criterios de alto nivel en competencia y rendimiento, tanto para sí mismos como para otros». El estilo y el contenido es sin duda halagador, pero francamente creo que no consigo encajar del todo en el tipo, y lo peor de todo es que, tanteando de nuevo en los polos, tampoco acierto a verme en otro. Con el debido respeto para Carl Jung, pienso que existen muchas más que esas 16 variedades y que no basta con esos 4 ejes de definición. Quizá sea único, pero no tengo la impresión de tener una personalidad original. Es la criba con la que pretenden clasificarnos la que para mí está en este caso en cuestión.


martes, 10 de octubre de 2017

El enigma de la acción necesaria


«Haremos lo que tengamos que hacer» es una afirmación tautológica, carente de contenido propio, con la que se pretende recabar la confianza, o más bien la fe ciega, de quienes la escuchan. Estamos ante una afirmación muy propia en un cirujano, pero bastante preocupante en boca de un dirigente gris. Supongo que querrá este hacerla pasar por enigmática, pero la afirmación solo parece sostenible si, además de la acción, se vislumbra una solución a la situación enfrentada. Si no se vislumbra ninguna, deberemos considerarla una afirmación desesperada, destinada a obtener el contrastado apoyo del que anda falto quien de esa manera afirma. Tenemos, pues, en esa afirmación dos factores difíciles de evaluar, como son la confianza del oyente y la necesidad de la acción. Ambos dan al enigma un contorno impreciso y anuncian una evolución de los acontecimientos imprevisible, con la única garantía personal de quien, tras enunciarlo con carácter preventivo, se siente después autorizado a desencadenar la acción de la que surgirá la solución. En tiempos en que la predicción aparece ante todos como un instrumento indispensable para hacer transparente nuestro futuro, sorprenden afirmaciones como ésta, destinadas por un dirigente gris a crearse márgenes de opacidad y a habilitar zonas oscuras, seguramente para desenvolverse mejoren el ejercicio de sus turbias funciones. No se trata sólo de que se nos hurte la posibilidad de reaccionar a su encubierta acción, sino de que esa acción tenga que ser necesariamente secreta, como si tan monstruoso fuera el dispositivo que está presto a ser disparado. Personalmente no me gustan esta clase de juegos, no puedo conceder carta blanca a la entrada en juego de la maquinaria administrativa y policial, bien conocida por sus sesgos autoritarios y su acreditada ceguera. Vuelvo para acabar a los dos factores que antes citaba, para los cuales tengo dos objeciones bien serias: ni tengo suficiente confianza, por no decir que ninguna, en el sujeto que se pronuncia de ese modo ni veo necesaria la acción que en su pronunciamiento implícitamente se anuncia. Como de esa ocultación puede derivarse todo, queda campo libre para que se ponga en marcha mi imaginación. Y algo me dice que el descalabro provocado por la funesta maquinaria puede ser de tal magnitud que más tarde resulte difícil de entender la importancia que tenía todo lo que con esa acción «absolutamente necesaria» se pretendía preservar.

Seguir los pasos


Seguir los pasos puede ser muchas cosas. Puede ser continuar la senda marcada, puede ser marchar cauteloso al acecho, puede ser dejarse ir tras quien nos ha ganado el ánimo o puede ser moverse en la estela de una deslumbrante acción. Por esa vía se nos abre un mundo incierto en el que tan pronto nos decidimos por la obediencia como por la intriga, en el que tan pronto intuimos la presa como el misterio, en el que tan pronto secundamos el ejemplo como la promesa, en el que tan pronto perseguimos el brillo de la antorcha como la sombra del evadido, en el que tan pronto nos fascina la serenidad del punto fijo como el señuelo de una vibrante emoción.

Imagen de Fred Astaire Dance Studio
Bueno, dejemos a un lado las emociones y miremos a un mundo más próximo, porque seguir los pasos también puede ser cumplir con lo prescrito en un algoritmo, en tu algoritmo personal. La gran ventaja es que por esta vía avanzas hacia un mundo nuevo en el que todo es tan propio y cierto como ajeno a tu responsabilidad. Tan seguro es en él cada paso como previsible su resultado. Seguir ahí los pasos es una garantía de que te diriges hacia un mundo diseñado a tu medida, protegido de cualquier ocurrencia extraña, de toda sensación anómala. Por desgracia nada te garantiza que ese mundo sea mejor.

lunes, 9 de octubre de 2017

Invadir la intimidad


Me embarga un sentimiento de pudor cuando por casualidad escucho confidencias ajenas, cuando me estremezco con una canción o cuando percibo límpidas las emociones. Si llego sigiloso y atento hasta el lugar donde las voces se entrecruzan, me acomete la sensación de haberme presentado sin haber sido invitado, de estar invadiendo una secreta intimidad. Sin embargo, nada consigue despegarme de ese espacio ajeno en cuanto escucho cómo se entretejen voces y emociones. Vivo ese momento como retenido por esa poderosa trama y al mismo tiempo con temor a ser sorprendido y a malograr alguna inminente y sincera revelación. Por otro lado, tengo los oídos ya demasiado fatigados, hay ondas que apenas me remueven por dentro y sensaciones que no consigo captar bien. No me quejo, pues hay otras que, por fortuna, aún recibo nítidas, despertando en mí el eco de una lejana, y no siempre gozosa, juventud. A estas alturas, son ondas que llegan más como sacudidas que como vibraciones y, si bien tengo la impresión de no haber sido convocado a su disfrute o de haberlo concertado en préstamo, esas intimidades me reclaman, porque me ofrecen una nueva e intensa manera de revivir.



Sonet, Bartomeu Rosselló-Pòrcel,
Música: Mª del Mar Bonet, Hilario Camacho
Voz: Mª del Mar Bonet (1974)


domingo, 8 de octubre de 2017

Golpes y Estados


Francisco de Goya, Duelo a garrotazos (ca. 1819-23)
Museo del Prado, Madrid
Hablando de golpes y golpistas me viene a la cabeza la imagen del Duelo a garrotazos de Goya. Nos dicen a diario que sustraer al Estado parte de su poder —con gestos, artificios o triquiñuelas legales— es de hecho un golpe de Estado. Pero en esa maniobra no parece haber voluntad, por lo que llevamos visto, de sustituir al Estado en sus funciones, al menos no íntegramente. La intención es bastante más simple. Se trata de delimitar sus competencias y su legitimidad a un ámbito territorial más reducido. A partir de ahí, el Estado, para preservar la integridad de las atribuciones que sus propias leyes le reconocen, envía como solución a sus fuerzas de choque más allá de los límites que otros a su vez tienen por propios. Y es ahí cuando se produce el verdadero golpe del Estado. Veo, pues, un señalamiento de límites por una parte, nacido quizá de la desazón o del sentimiento de injusto trato mantenido por un Estado disfuncional, y veo del otro lado una réplica contundente, un alarde de vanidad institucional revestido de autolegalidad. En esta situación, en la que es cuestionado localmente el ejercicio del Estado en sus funciones y también su aptitud para dar acogida a la ciudadanía en su totalidad, lo que nadie desde luego cuestiona es su capacidad para repartir golpes. Para responder a quienes lo ponen en duda, hemos ido viendo estos días cómo, a instancias de su núcleo tribal más beligerante, el Estado se ha ido desentendiendo del equilibrio territorial y se ha asegurado en un puño todo su poder disuasorio. Esto es la mejor prueba de que está pronto a descargar el golpe. Ese golpe dará probablemente satisfacción a todos los que lo reclaman, gente que pronto correrá dispuesta a hacerse con lo más valioso de los añicos dispersos. Parece además claro que en cuanto la batalla se entabla a golpes, por muy virtual o desigual que sea esa lid, todo va a suceder como en el cuadro de marras y que el resultado será una cuestión de fuerza bruta. Y en este punto la capacidad del Estado para dar un golpe es tan amplia como el tamaño y la musculatura de su brazo armado. Por eso podemos afirmar que el verdadero golpe del Estado no se produce cuando algún ente o miembro lo cuestiona, como quiere hacer creer cierta prensa, sino cuando esa potencia demoledora se concreta.

He hablado antes de un ámbito territorial más reducido y doy por hecho que en él se pueden reproducir, a la debida escala, las mismas disfunciones y abusos que en el original. La armadura de cualquier entidad estatal reside hoy por hoy en su fuerza, y la fuerza encuentra soporte en el territorio internacionalmente fijado y sus gentes. Desgraciadamente, la ciudadanía y sus derechos tienen en ese marco un papel referencial y sobre todo representan, desde el preponderante punto de vista del mercado, una potencial clientela. Sin duda la territorialidad al igual que la propiedad ha sido siempre y todavía es un poderoso argumento para entrar en conflicto. Algo que no deja de ser dudoso cuando vamos viendo cómo la territorialidad ya no determina ni confirma el arraigo de la riqueza, que desde hace tiempo ha dejado de ser territorial. En tiempos como los actuales, en que la mayoría de las fortunas y empresas eluden obligaciones hacia los Estados, todos ellos anclados a su base territorial, esgrimiendo como ventaja indiscutible la globalización económica y comercial, es ingenuo empeñarse en sobrevalorar ideas como la lealtad, y mucho más la lealtad patriótica. Cerrar filas es muy razonable cuando los miembros de una expedición, que camina con el tiempo y el espacio que les han tocado en suerte, se ven sorprendidos por una inesperada tormenta. Pero hacer compatible ese cierre de filas con la sentimiento de un grupo aislado que se siente luchando por su supervivencia es muchas veces complicado. Por mucho que el Estado fije como uno de sus principios el de solidaridad, su alcance y percepción por parte de su miembros siempre serán ambiguos. Tanto que son muchos los que no la aprecian, los que se sienten abandonados, los que sienten que sólo gracias a la fe que tienen en sí mismos podrán sobrevivir. A medida que la desconfianza va en auge, se avanza hacia el conflicto abierto y entonces ya casi nadie apela a un cauce solidario, por muy bien diseñado que esté. Lo que urge es cerrar filas y por eso se apela a la lealtad. Si nos fijamos un poco, lealtad y banderas van unidas de la mano, una mano en la que luce y brilla el garrote con el que se pretende golpear al contrario. Es absurdo que algunos digan encenderse con el tamaño y los colores de la bandera, cuando lo que en el fondo les importa es el tamaño del garrote. Ayer vi imágenes en que muchos ciudadanos prefirieron dejar momentáneamente de serlo. Había muchas banderas al viento, pero allí no se celebraba la alegría por unos colores, lo que se enarbolaba como tribu airada y despechada era un sólido garrote comunal con el que aquella gente se mostraba pronta a propinar al miembro disidente un contundente golpe como escarmiento de Estado. Y luego dirán que ha sido por lesa solidaridad.


sábado, 7 de octubre de 2017

Llegan los matones


Uno podría pensar, habida cuenta de la gravedad de la situación en que nos movemos, que lo que más debería de prodigarse en la prensa, por pura necesidad, es un flujo imparable de ideas, un debate en definitiva sincero y abierto, destinado a darle la vuelta y a llevarla camino de alguna solución. Por contra, con lo que habitualmente nos encontramos es con toda una caterva de graciosos que transita dominante e insensible por las orillas de una peligrosa e imparable corriente de emociones. Lejos de entender o de discernir ahí algo, el gracioso se limita a contemplar divertidamente cómo otros muchos se ahogan en ella sin concederles socorro ni perdón. A lo sumo concederá que no es momento para el drama y que para la visión desenfadada, en este caso hecha de pura burla, siempre debería haber ocasión. Es muy propio de quien aúna en una misma persona servilismo, ruindad y gracejo sacar en estos casos la herramienta con la que siempre levantan aplausos: una larga pértiga con la que se afanan en someter al que malamente flota a una prolongada y, a ser posible, definitiva inmersión. Si les preguntas en qué contribuye a mejorar las cosas ese género de burla y humillación, te sorprenderá con alguna sonrisa sardónica en la boca, al tiempo que sentencia mirando obediente al amo: «ése no era de los nuestros, no lo queremos a flote, jamás toleraremos su traición».

Leo como de refilón, por no pringarme demasiado, a un afamado columnista y locutor. A las pocas líneas sucede lo que esperaba: sus pobres y destemplados argumentos empiezan a ceder ante el tremendo peso de sus sonoros y reiterados descalificativos. Que si «los muy imbéciles», que si «qué se creían estos», que si «les estará bien empleado», todo ello aupado en una fanfarronería propia del matón que conoce de sobra su ventaja. Leyéndole a él y a otros de los que se apresuran a poner su pica bien afilada en la herida, parece que han intuido próxima su hora de gloria. Será mejor para ellos que el osado y desventurado acabe en cadáver, para que haya algo que repartir, aunque sólo sea un reloj, un jersey o una corbata. En medio de tanta miseria moral, da la impresión de que lo que se avecina es la hora de todos estos matones que aprovechan su púlpito para señalar la presa así como de aquellos otros que astutamente venían listando agravios para pasar a cobrar el día de la victoria. Hablo de esos valentones que salen después de la refriega a apuntillar a los heridos para poder así después manejarse como héroes y colgarse refulgentes medallas. Hoy solo escriben desde sus torres, mañana bajarán al campo, a batalla concluida, para recibir los honores que por sus reiteradas chanzas, sus elocuentes insultos y su despejada capacidad para el choteo sangrante entienden que les corresponde.


jueves, 5 de octubre de 2017

El vocero flauta


En público y en pleno fragor de la batalla mediática en torno a Cataluña, un ministro del gobierno le ha puesto al enfrentamiento un punto de asombrosa candidez, o de sencilla estupidez, quién sabe, al decir lo siguiente: «España es un país muy grande y bueno, que está compuesto por muchas regiones con mucho poder y cariño y nosotros nos queremos entre todos los españoles y tenemos alguna divergencia que, mediante diálogo, se tendría que solucionar».

No me hago del todo cargo de a qué clase de público se dirigía. A juzgar por el mensaje, se diría que iba destinado a párvulos o que era la parte mollar de la homilía que escuchó el domingo en misa. Decir que España es un país grande es una afirmación relativa e irrelevante si no se señala qué país se considera como referencia de grandeza; decir que es un país bueno no sólo es afirmación moralmente irrelevante sino improcedente considerando el dominio y el público que abarca. A ver, no digo que no haya algún átomo de bondad suelto, pero el conjunto dista mucho, bajo cualquier parámetro moral, de ser ejemplar, a menos que hayamos de considerar ser bueno como un rasgo patriótico incuestionable y fundamental. 


Lo que viene a continuación sobre ese poder de encariñarse del que están dotadas sus regiones carece de cualquier refrendo empírico, ya que si ya el cariño en general tiene difícil medida, el regional me temo que mucho más. Pongamos, no obstante, que en la mayoría de las regiones ha ido quedando un poso final de cariño hacia sus pobladores. No debe ser mucho o no es el suficiente como para advertirlo, porque se observa más bien tendencia a fomentar hacia adentro y hacia afuera un decidido menosprecio y agresividad, tanto a nivel de provincias como de comunidades autónomas, llámense éstas regiones, nacionalidades, reinos, virreinatos, protectorados o territorios de ultramar. Ninguna de ellas se salva de esta tendencia, de la que se puede además certificar su profundo arraigo histórico.

Enfilando la recta final, nos encontramos con que, por lo visto, aunque a nivel individual nos mostremos ariscos, en cuanto hacemos piña como región nos convertimos en un colectivo gentil, afable y hasta amoroso. No puede negarse que, como es normal entre quienes de verdad se quieren, siempre hay lugar para alguna cosilla, para reticencias y desavenencias menores. Incluso a veces mandamos los guardias de una región a otra para que aporreen a sublevados o mansos con idéntica piedad. Pero es lo que pasa con los grupos vociferantes y sus próximos, que no pueden considerarse propiamente miembros honorables cuando, por principio, cualquier región es cariñosa con las demás. No obstante, el ministro está absolutamente en lo cierto al decir que en tales casos no hay nada que el diálogo de sordos no pueda solucionar.

miércoles, 4 de octubre de 2017

La dramática unidad


En realidad, siempre hay partes y puede que no sean meros apéndices sino partes activas o incluso, por qué no, actores con criterio propio. Pero ¿partes de qué? Pues digamos, para no forzar las cosas, que de un todo. De un todo que debería de salir presuntamente fortalecido de la unión, de la concurrencia de todas las fuerzas componentes. Lo que pasa es que entre todas ellas siempre aparece también una parte con pretensiones hegemónicas, una parte empeñada en distribuir el juego, una parte a cuyos ojos las demás sólo son su mera prolongación. Visto desde cada una de esas partes el todo no deja de ser uno, si bien es verdad que en cada caso ese uno aparece como algo bien distinto. No existe, pues, una percepción única y homogénea del todo. Lo que sí puede que haya en algún momento es unidad de intención. Pero, en principio, esa diversidad de visiones de parte debería impedir que una de ellas pueda llegar a atribuirse primacía en lo que es común.


Todas las partes, en tanto que actores, deben admitir que es necesario un equilibrio para que el todo no quede en entredicho. En ese marco de percepciones y enfoques múltiples, el equilibrio representa un principio mínimo, un principio que garantiza la existencia del todo y sin el cual cualquiera de las partes puede libremente revertir su compromiso. Cuando, pese a que una intención similar parece animar a todas las partes, las acciones por ellas emprendidas no son ni complementarias ni coherentes ni acordadas, es difícil que haya objetivos y resultados que describan la acción común de ese todo y es imposible que se le pueda conceder al todo la cualidad del uno. En esas condiciones, actuar se convierte en un drama permanente y compartido. Por eso es mejor que cada parte cargue con su drama propio, sin añadir al de los demás un motivo suplementario y sin obligar a todos a sufrir conjuntamente. Porque de lo que no cabe ninguna duda es de que sufrir ese drama todos unidos viene a ser el modo más perverso de disfrutar de una unidad ficticia.

martes, 3 de octubre de 2017

Ante la gravedad de los hechos


Un suceso grave siempre nos invita a tomar nota. A partir de ahí es muy diferente escribir sobre lo que pasa siguiendo la rutina de siempre que intentar explicarse lo sucedido tras verse reclamado con urgencia ante algún cambio inminente. En el primer caso uno cree que bastará con detallar al pormenor las anomalías subsanables para que todo siga su curso, mientras que en el segundo lo más probable es que busque con sus palabras soluciones como últimas salidas de emergencia.

lunes, 2 de octubre de 2017

Darnos tormento


Unusual cloud formation appears over Barcelona,
Foto del Daily Telegraph de 15/8/2015
Normalmente nadie confunde unas imágenes tormentosas con una tormenta de imágenes. Eso sería tanto como confundir el tormento y la tormenta. Pero es que, además, por tratarse de imágenes, la tormenta o el tormento provocan un impacto visual, cuyo reflejo emocional es en ambos casos bien diferente. Si prestamos un poco de atención, fácilmente se aprecian las diferencias. Las imágenes tormentosas vienen a oscurecer momentáneamente nuestras expectativas, nublan ese cielo que nos alumbra y hacen que sobre nuestras cabezas se ciernan sombras siniestras. Con ellas nuestro ánimo se encoge y pasa a resguardarse bajo un grueso caparazón para no dejarse ir uno a pique mientras duran. Con la tormenta de imágenes, sin embargo, el impacto es mucho más directo. Por agradables que sean estas, el vaivén es tan constante que nos sentimos vapuleados, sin opción a que nuestra mirada encuentre reposo en un rostro, en un objeto o algún punto confortable del conjunto. La dinámica arrolladora de las sucesivas imágenes no permite ni mantenerse mentalmente en pie, ni observar, ni calibrar, ni reflexionar.

Si hubiera que reflejar con una sola palabra las diferencias, diría que, mientras las imágenes tormentosas asustan, la tormenta de imágenes aturde. Es verdad que en ambos casos uno tiende a sentirse paralizado por todo lo que va viendo: en el primer caso, estaríamos ante una turbación creciente que va infiltrándose y dominándolo a uno; en el segundo, es una perturbación reiterada del escenario, una especie de parpadeo cegador, lo que anula su capacidad de respuesta. Queda por responder cuál sería el efecto del caso más actual, el de la tormenta de imágenes tormentosas. Para hacernos una idea debería bastarnos con partir de nuestras propias impresiones: la parálisis está obviamente asegurada, pero en el interior de uno hierve un sentimiento terrible, mezcla de rabia y temor, que posiblemente acabe por liquidar esa parálisis, aunque sin dejar espacio suficiente para encontrar, tras el estallido, una mínima satisfacción en la razón.


domingo, 1 de octubre de 2017

Piromanía política


Arte de argumentar con sentimientos inflamables en beneficio propio que habitualmente deja a su paso tierra quemada y al público resentido y escaldado por su ilógica.

Sombras de futuro



En el futuro, el problema principal no será tener que enfrentarnos a las virtualidades de los autómatas, puede que sea un problema mucho mayor que, a fuerza de ir haciendo menos manifiestas nuestras emociones, nos vayamos pareciendo cada vez más a ellos.