jueves, 14 de septiembre de 2017

Paisajes encontrados


 Jesús Basiano, Garralda (1930-35)
Nadie busca un paisaje, en todo caso busca con mayor o menor celo las sensaciones que procura y afortunado es cuando por fin las encuentra, cuando el espíritu estancado durante tanto tiempo entre paredes se le remueve, cuando todo se rinde a su ojos y penetra en él lentamente hasta recrear un estado de continuidad, de asombrada posesión, donde impera esa ilusión de equilibrio con el exterior. Es entonces cuando el paisaje queda realmente definido, cuando queda identificado a la luz de esos otros ojos interiores. Cualquier pintor lo sabe bien: el paisaje es ante todo una experiencia, una experiencia a la que él intenta dar sentido con buen oficio y algún arte, a través de la forma y el color.

Sigue siendo también una experiencia, aunque muy distinta, encontrarse con el paisaje inesperado, con aquel que abre brecha en la memoria y trae el recuerdo remoto de un mundo que, por lo que queda a la vista, debe darse por desaparecido. Desde luego tampoco ese paisaje es algo que se busque y menos aún teniendo en cuenta que la experiencia suscitada está siempre cerca de ser recibida como una lanzada, como un filo candente. Lo que no impide que penetre como cualquier otro paisaje, irritando a su paso todo cuanto atraviesa, desde los ojos que parecen resistirse al vacío hasta la trastornada memoria. Es posible que en el agudo contraste que se ofrece entre lo visible y lo invisible haya ocasión para hacer alguna reflexión, pero malamente encontrará alivio quien ante la dolorosa evidencia debe dar por perdido lo que un día sintió como propio.

Que en el paisaje prima la emoción es más que evidente cuando, como en esos últimos casos, lo que se refleja es una pérdida. Pero incluso en el primer caso sería absurdo hablar de un encuadre de la naturaleza más o menos casual y afortunado. El paisaje tiene más de representación, bien en la versión balsámica o bien en la lacerante, y en eso reside su tremendo poder. En él encuentran continuidad y entran rápidamente como actores fuerzas que el espacio y el tiempo absolutos mantenían retenidas y dispersas. Gracias a esas fuerzas sucede a veces que algo se cristaliza en nuestro interior y crea un fondo transparente en el que imaginamos mundos amables y venturosos. Por contra, otras veces, ese cristal se eriza como una furiosa criatura desgarrando sin piedad hasta el aire memorioso y dejando flotar a la deriva algunos sueños muy queridos.

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