A la escritura empieza acompañarle, como si de un avalista obligatorio se tratara, la edición. Nada nuevo, si nos ponemos a pensar; al menos, nada nuevo desde que existe la imprenta, o sea desde hace siglos. El cambio sustancial es que esa mecánica tipográfica que antes estaba ligada a la difusión es hoy una exigencia que cualquiera se impone como norma de cortesía en su comunicación con los demás. Hasta qué punto puede resultar cortesía ineludible el mostrar el pensamiento propio en caracteres normalizados, es algo que no consigo entender. No voy a negar que hay caligrafías tan intricadas que hacen heroica cualquier lectura y desaniman hasta el más ferviente lector. No obstante, en esto, como en todo, hay niveles y grados. Entiendo que si lo que se pretende es trasladar un mensaje de manera clara y universal se opte por la tipografía, que es modo neutro de darlo a conocer. Sin embargo, hay niveles donde esa neutralidad no es lo prioritario, donde lo que se busca es reconocer el talante, penetrar en la intimidad y explorar el sentir del autor. Y a esos niveles es a los que me refiero cuando reivindico el papel que la caligrafía juega, porque es un componente esencial cuando se quiere ir más allá de la mera lectura y se desea conocer de manera más íntegra y profunda lo que expresa, a veces a su pesar, el escritor.
En otro orden, los psicólogos avisan de que la escritura es un factor importante a la hora de forjar la identidad personal, y probablemente sea cierto. Tan cierto como que muchos, al presentar verdades de su puño y letra, temen verse demasiados expuestos a un escrutinio del que esas verdades saldrán convertidas en conjeturas o en enfoques particulares. De pequeños nos enseñaron a escribir y con eso parecía suficiente para expresar de manera pausada y en extenso lo que no se acertaba a decir de manera pronta o de viva voz. Ahora, sin embargo, se ha vuelto imprescindible aprender a darle formato a lo escrito para que gane realce y para que algún despistado se moleste en conocer nuestra opinión. Ya es sintomático que más que de escritos hablemos hoy de textos, dando por sobreentendido que el pensamiento ahí transcrito todavía es un material bruto que requiere ser moldeado y adornado para su adecuada presentación. Estas maniobras sobre el «texto» han dejado de ser anecdóticas, no nos engañemos. A la preocupación citada de verse de algún modo delatado por los rasgos de la caligrafía, se añade la aceptación, bastante más general, de que la lectura de los manuscritos, o de los textos autógrafos si se prefiere, confunde mucho y exige demasiado a los lectores comunes. En aras de abarcar el mayor número de ellos, la norma comunicacional dice que no conviene importunarles con el ruido caligráfico. Esto ha hecho que la onda editora haya ido en progresivo aumento y que para hacer presentable la escritura se le impongan unas exigencias cada vez más rígidas. Todas ellas tienden a generar un producto más bien articulado y de pulso desvaído. No obstante, entendemos como acertadas las demandas de la ortografía y mucho más las de la sintaxis, porque al fin y al cabo crean la lengua, la primera al adoptar un criterio de expresión común y la segunda al ofrecer la oportunidad de una expresión propia. Hoy por hoy, aún creemos que las puntuaciones, las subordinaciones o el juego pronominal, por ejemplo, son elementos insustituibles del estilo en el que se refleja el temple del autor. Es de temer que el desprestigio en el que ha caído lo manuscrito como fuente de interferencias interpretativas, llegue en breve a esas otras áreas. Empezamos a ver cómo cunde un insusitado interés por una sintaxis más ordenada, destinada a normalizar la expresión y a evitarle confusiones y quebrantos innecesarios al lector. Supongo que eso acabará con el estilo literario. Aunque en ámbitos donde se propone sin ambages una escritura automática la desaparición del estilo se considerará, a cambio de la universalización del mensaje, un mal menor. En esa misma línea, estaría cada vez más próxima la instauración de una lengua común, probablemente el inglés, donde los sentimientos pasarían a adquirir (para los no nativos) ese tono monocorde que ya es el «natural» en muchas comunicaciones pretendidamente asépticas y neutras.
Quizá estas últimas exigencias queden todavía en el horizonte, pero la fiebre editora, que forma parte del mismo movimiento laminador, ya está aquí. Si la ortografía ya es irritante, qué decir de esas normas de pulcritud editorial por las que estamos avisados y nos sentimos obligados a vigilar los tipos y tamaños de los caracteres, la amplitud de los márgenes, la distancia del interlineado y otros detalles prescritos en el «libro de estilo», antes de poner en circulación nuestras ideas. La idea de que estamos ante un corsé necesario, un ejercicio de estética o una muestra de cortesía no me vale, cuando soy muy consciente de todo lo que se ha perdido en el camino. Y por eso es oportuno plantear todas estas cuestiones. Justamente porque ese movimiento laminador avanza. Veamos si no el último episodio, que afecta a un ámbito donde el propósito formativo es fundamental, donde se da forma al carácter propio de cada de los individuos e impulso crítico a la sociedad. Hablo de la educación, y más en concreto de la superior. Pues bien, leo que la Universidad de Cambridge se plantea prescindir de las presentaciones manuscritas en sus pruebas. Al parecer, el problema es la escasa pericia caligráfica de unos estudiantes acostumbrados ya a la escritura mecanizada y la consiguiente sobrecarga para quienes tienen que enfrentarse a sus escritos. El hecho parece indicar que cada vez son menos los que son capaces de expresarse con voz caligráfica propia y muchos menos los que toleran de buen grado las páginas manuscritas, por mucho que doten al texto de una calidez, una cercanía y una personalidad innegables. Tampoco esto es mera anécdota, pues no deja de ser un síntoma nefasto que en la universidad, de la que Cambridge es buen reflejo, la idea de batallar por la comprensión del discurso escrito haya dejado de ser atractiva.
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