viernes, 15 de septiembre de 2017

El sabio Atanasio


El rescate de obras antiguas emprendido con entusiasmo por algunos grupos musicales no siempre nos da a conocer, aunque así pudiera parecer, sonidos desconocidos e insólitos. Y no es que esto suceda porque la combinación de ritmos y melodías está agotada y ya no da más de sí. La razón es otra. Nadie pone en duda que esos hallazgos son un avance para la musicología, o la arqueología musical si se prefiere, cuando llegan refrendados por imágenes de instrumentos, por indicaciones manuscritas o por codificaciones musicales, aunque no siempre sean bien conocidas. Pero a partir de ahí empieza otra etapa distinta, la de la reconstrucción de esa música. Con la instrumentación de esos vestigios antiguos se inicia una tarea que depende en buena medida, cualquiera que sea el tiempo que nos separe de su creación primera, de la interpretación que se haga de ellos. Finalmente, el resultado podrá ser más o menos audible y quizá hasta agradable, pero, si el intervalo transcurrido es de miles de años, lo probable es que nunca sepamos en qué medida lo que oímos se corresponde con el sonido original. Por lo tanto, hablar ahí de una fiel reproducción, como alegremente se hace a veces, es algo verdaderamente osado.

Si vamos al cine —ese espectáculo con el que tan gratuitamente se nos hace bucear en el tiempo— podremos en apariencia oír el sonido de fanfarrias romanas, melodías celtas, trompetas tibetanas, conciertos de ocarina y otras muchas maravillas musicales. Hasta qué punto son escrupulosos en este tema los productores cinematográficos es difícil saberlo, pero hay motivo para la duda. No obstante, hay un aspecto en cualquier intento de reconstrucción, al margen de muchos otros, que deberíamos considerar capital, pero que es de difícil concreción en esta clase de rescates. Me refiero a algo tan sutil e intangible como el espíritu de aquellos tiempos, el famoso Zeitgeist. Quizá reproducir en una pieza musical el espíritu romántico no tenga tanto problema, porque lo tenemos bastante próximo, si no vigente, y ha dado lugar a un estilo que se ha ido proyectando en todas las artes. Sin embargo, a medida que retrocedemos en el tiempo, las cosas son más difusas y complicadas.

Cuando escuchamos ciertas reconstrucciones musicales intuimos que con la interpretación se ha intentado trasladar al gusto actual un sonido tosco, ritual y monótono, pero que, si por fin esa tarea se ha conseguido, probablemente ha sido a costa de traicionar el sentido que antaño se le daba a la pieza. Parece claro que ni los ritos ni los delirios actuales se asemejan a los antiguos y que el ritual musical actual, tan protocolario y pautado, poco o nada tiene que ver con el modo en que se practicaba la música en los viejos tiempos. Evidentemente no basta con trasladar de manera tentativa una melodía para poder asegurar después que justo eso es lo que oían nuestros antepasados. Normalmente la interpretación que escuchamos busca dar brillo a la música y lograr con ella cierto entusiasmo en la sala. Una sala que responderá educadamente con una salva o con toda una noche de aplausos. Sin embargo, su efecto quedará muy lejos del delirio ritual que se lograba en ambientes sociales y festivos de otras épocas cuando se interpretaba eso mismo. Interpretar la música de entonces con los parámetros que son habituales en la actual suele acabar por desvirtuarla y, en el peor de los casos, por dar forma a una nueva moda musical.

Cuando además media un autor, los rescates pueden ser todavía más arriesgados, porque contamos con una referencia personal que puede ser explorada por múltiples vías, dando lugar a las consiguientes confirmaciones o a repentinas sorpresas. Así que consideremos ya el caso que nos trae. Se trata de una tarantela napolitana arreglada con buen gusto y propuesta como una delicada golosina al público de hoy por una formación musical que practica «la música antigua». Obviamente nadie reconocerá en su versión el paroxismo, el delirio y el conjuro con el que se pretendía acabar simbólicamente con la maldita tarántula, con la insidiosa araña. Ni sombra, pues, de la catarsis propia del tarantismo y del ritual terapéutico en cuyo marco se interpretaba la tarantela. Tampoco puede esperarse que se parezcan los oyentes o los intérpretes a aquellos coribantes de los que Platón decía que «no sienten más melodía que la del del dios que los posee [..] mientras que son insensibles a todas las demás». No se me oculta que algo de esa naturaleza es difícil de reproducir hoy en día en una sala de conciertos o incluso si se me apura en una iglesia. Así que absueltos quedan los intérpretes que reinterpretan según el espíritu actual los motivos musicales de entonces.


Otra cosa es lo de la autoría. Porque estamos también ante una tarantela atribuida al jesuíta Atanasio Kircher. De la curiosidad y avidez intelectual, de la sabiduría en definitiva, del Padre Kircher nadie duda. Escribió innumerables obras y abrió brecha en los más diversos campos. Desde luego que no le fue ajena la música, a la que dedicó en 1650 un voluminoso tratado en dos volúmenes titulado Musurgia universalis, pero no parece que tuviera pretensión alguna como compositor. Sus intereses eran de otro orden: teclados con los que se organizaban conciertos de maullidos de gato, experimentos de sonido con copas de vino, transcripciones a notación musical de los cantos de las aves, en fin  cuestiones de este género. Parece que llegó a la tarantela por sus supuestas virtudes terapéuticas, por las benéficas vibraciones magnéticas que atraía esa danza y gracias a las cuales se expurgaba de manías y alucinaciones el espíritu. Así lo contaba en Magnes sive de arte magnetica (1641), en cuya página 764 transcribía además como ilustración la que nos ocupa, precedida de alguna otra como la Antidotum tarantulae, que escucharía probablemente en la calle en alguna de sus muchas correrías por el Mezzogiorno italiano. Pero de ahí a reclamar su nombre y nombrarlo compositor, por lo que es con seguridad una melodía popular, va una trecho largo. Es verdad que como tal figura en los catálogos musicales gracias a esas contadas y breves «composiciones». No obstante, exhibir esa honra tan parva resulta casi humillante para quien cuenta con tan vasta obra escrita. Más bien parece una broma urdida con fines propagandísticos, en este caso por los intérpretes del grupo rescatador, una broma que desmerece los auténticos méritos que Atanasio Kircher continúa poseyendo como uno de los más ilustres polígrafos del siglo XVII.



Tarantella napoletana, Tono hypodorio, Athanasius Kircher, L'Arpeggiata.

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