Voy repasando lo que llevo escrito este mes y me encuentro (como diría aquel) a nivel de títulos con la manuscritura, el sintesista y el autoadoctrinamiento. Cualquiera pensará que el diccionario se me ha quedado corto o que he desarrollado el vicio cultista de inventar palabros. Vaya, otra vez, cultista, palabro, ... Bueno, esta última al menos parece que está admitida. También conviene recordar que, salvo la de sintesista, las demás no son mías. Y para ésta en concreto, que identifica al practicante de la síntesis, me parecía una torpeza tratarlo de sintesta. Por lo que hace a las otras dos, difícilmente avalaría yo esa de autoadoctrinamiento, mientras que lo de manuscritura me parece, sin embargo, una salida bastante natural.
No sé por qué tenemos que dar tantas explicaciones y tampoco sé por qué acabamos resolviendo la falta de la palabra adecuada utilizando perífrasis enrevesadas o reduciendo el tono del discurso a un lenguaje más coloquial, a una expresión que a nadie ofenda o extrañe. Y no hacemos bien. Porque lo peor no es esa carencia sino la rigidez y la resistencia a admitir una palabra nueva por temor a violentar la lista oficial de la Academia o a contravenir el imperio retórico de la tradición. A diferencia de lo que pasa en otras lenguas, esta última no es una razón menor en las romances, donde toda voz debe venir respaldada por un coro de autoridades. Viendo nuestra conducta, más parecemos en ocasiones intrusos en nuestro propio lenguaje que sus legítimos usuarios, y también creadores por cierto. En este sentido y contra lo que muchos piensan, que no fructifique la comunicación con nuestras extrañas palabras no tiene por qué ser lo peor, porque si esas palabras encajan en el discurso tarde o temprano llegará su aceptación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario