Ayer la Universidad de Salamanca investía como Doctor honoris causa a Miquel Barceló y Francisco Calvo Seraller. Parece que la ciudad ha recibido con frialdad y un punto de hostilidad el nombramiento del artista, con el que la universidad pretendía marcarse un tanto a cuenta del brillo que siempre rodea a las bellas artes. La verdad es que estas entronizaciones académicas tienen, como muchos de los premios al uso, un interés sobre todo propagandístico. Y si bien el interés puede que sea compartido por ambas partes, lo normal es que sea más buscado por el promotor, en este caso la universidad, que seguramente es la parte más necesitada.
Miquel Barceló. Logotipo del octavo centenario de la Universidad de Salamanca |
No sé cómo se lo tomaron Barceló y Calvo. Como miembro que fui de esas academias, me hace sonreír toda esa ostentación de virtudes, méritos y saberes que la institución por boca de su rector se arroga cuando concede esas últimas facultades. Una perorata innecesaria, puesto que antes de recibir semejante honor y ser investido, se supone que el doctorando, al ser elegido para ese honor, ha dado cumplidas muestras de su competencia. Además, en la mayoría de los casos esa competencia va mucho más allá de lo que la universidad podrá nunca darle. También es verdad que es difícil sustraerse, por su parte, al regusto que produce la lluvia de halagos que viene tras una investidura de esta naturaleza. No obstante, la norma exige no sólo recibir de buen grado el premio, sino hacerlo con fingido estupor. Para dar expresión a esos fingimientos estaría el pequeño discurso que sigue a la recepción de los atributos. Aparte de los agradecimientos, se suele optar por la sencillez y la humildad con un repaso autobiográfico donde se quiere hacer ver que en realidad no había para tanto, que no debieron molestarse en señalarlo.
Quienes defienden el espectáculo aseguran que actos como éste son necesarios. Gracias a ellos, se vendría a a confirmar la excelencia que atesora, sirve de guía y confiere su típico carácter universal a cualquier alta institución académica. Puede que esa sea su gran utilidad, pero puede también que esa retórica encubra el afán de abrirse hueco entre las muchas instituciones que compiten por atraer alumnos y financiación a su seno y a sus arcas respectivamente. Si la razón de ser del acto es responder a esas utilidades, lo que Barceló dijo en su discurso vendría de algún modo a enmendar ese tipo de intenciones. Él aludía a la práctica de la pintura, pero hablaba también de la universalidad de ese arte al considerarlo una «inutilidad esencial». No estaría de más que la universidad se alineara con esta declaración, gracias a la cual intenta Barceló que el arte rehuya el debate de la utilidad. Puede que el arte se sitúe más allá del saber convencional impartido en las aulas, pero esa fórmula elusiva bien podría servir para sacudirse el imperativo de la utilidad. En sintonía con esto, pudo intuirse también en su discurso un solapado desdén a las formas que hoy dominan el mundo, particularmente al describir su oficio y afirmar que se toma el brochazo y la pincelada como «actos de resistencia frente al mundo virtual». Nos queda por ver si lo que tenemos frente a ese mundo virtual es, dentro de su inutilidad progresiva, lo verdadero y esencial o si debemos ir considerándonos unos inútiles quienes nos resistimos a entrar en ese escenario virtual. No creo que debamos entender el mundo a través de ese ese espejo intangible en el que reina un formalismo imperativo. En él no siempre se llegan a ver con claridad las cosas. Por eso prefiero a veces seguir atento al formalismo especulativo que Barceló y otros como él proponen.
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