El consejo del desesperado nunca nos lleva a ver la realidad de las cosas, prácticamente nos las roba.
jueves, 30 de octubre de 2014
Ojo
El consejo del desesperado nunca nos lleva a ver la realidad de las cosas, prácticamente nos las roba.
domingo, 26 de octubre de 2014
Una ola llama a tu puerta
Sabes que llega y también sabes que te arrollará, tanto si abres como si no. La estupidez no conoce límites y no tiene vacuna. Al menos sé cortés con ella.
La industria emocional
Eliminar eslabones en una cadena de sucesivas causas y efectos suele ser práctica común entre los lógicos ansiosos. Como consecuencia, las conclusiones pueden acabar resultando más propias de un iluminado que sujetas a algún patrón predictivo. Así por ejemplo, abreviando pasos según ese método puede uno llegar a creer que no es el aire o el alimento sino el dinero lo que insufla en la gente energía. Es verdad que el dinero es capaz de crear industrias como la editorial o la del cine; que gracias a ellas, parece ser, conocemos una amplia variedad de vidas más o menos ejemplares que usamos como referencia para llevar adelante la nuestra; que de esas referencias, y de nuestra proximidad o lejanía a ellas, es de donde nacen nuestras emociones: alegría, miedo, envidia, odio y un largo etcétera; y por último, que hablar de emociones es como referirnos a la parte más íntima y vital de nuestra energía. Encadenando el argumento, parece como si esa energía vital, ya sea euforizante, amenazante o depresiva, dependiera indirectamente de la inversión financiera de partida.
La cadena es, sin embargo, lo bastante larga como para que ese juego de transiciones no siempre evolucione correctamente. Siguiendo eslabón a eslabón la cadena, sólo en el caso de poder especificar funcionalmente cada una de las causas de entrada, a fin de ponerlas en estricta relación con los efectos de salida, tendríamos la oportunidad de saber cuáles serían los cambios emocionales esperables. Apurando hasta el extremo, esto supondría algo parecido a fabricar directamente emociones con ayuda del dinero. Por supuesto esto no debe de hacernos olvidar que también es necesario un plan que aproveche adecuadamente el conocimiento funcional de cada una de las etapas. Visto así, en conjunto, nos encontramos ante un potente instrumento de mediación social, prácticamente ante un sistema de intervención sobre el público, que está en manos de quien maneja el capital. Podría decirse en rigor que mediante el conocimiento inscrito en cada uno de los eslabones se pueden sentar las bases de una auténtica industria emocional.
Pero, ¿es esto realmente así? Para afirmarlo tendríamos que ir analizando cada uno de los medios a través de los cuales se van encadenando las causas con los efectos. Sin embargo, no parece que este mecanismo causal sea el más apropiado para estudiar el funcionamiento de los medios de comunicación de masas. Y hablo de ellos porque son los que sirven de vehículo multiplicador de los efectos emocionales. El reto consiste en ver si somos capaces de identificar ahí los eslabones y de especificar con precisión qué clase de función desempeña cada uno de ellos. No entraré en mayores detalles, pero es evidente que sólo entrando, por ejemplo, a tipificar géneros literarios, formatos audiovisuales, fórmulas de producción y otros aspectos similares se puede calibrar hasta qué punto esos medios funcionan conjuntamente como una industria fabricante de emociones tanto individuales como colectivas.
Seguramente es fácil encontrar el medio de invertir dinero y que se produzcan emociones a borbotones, pero no parece tan sencillo afinar en ese proceso de manera que obtengamos justo las que en cada caso deseamos. Por el momento parece que la industria, aunque generalmente rentable, ofrece resultados demasiado rudimentarios. Será por eso por lo que por mucho presupuesto que se invierta en los proyectos emotivos todavía se obtienen, junto a algunos éxitos, abundantes fracasos y, lo mejor de todo, inesperadas sorpresas.
sábado, 18 de octubre de 2014
Desactivar, en general
Nadie sabe dónde podría quedar la frontera que deslinda significados entre vivir y desvivirse. Que el segundo sea un verbo reflexivo debe indicar que esa línea divisoria, caso de existir, la establece cada uno en sí mismo. Del vivir como curso imparable del tiempo sobre un sujeto genérico siempre inerme y pasivo pasamos —no sabemos si en un continuo— al desvivirse como ejercicio propio de un sujeto individual y activo, generalmente poseído por una desbordante vitalidad. Como el tránsito entre ambos significados es confuso, para entender mejor qué sentido debemos conceder a desvivirse, creo que deberíamos de argumentar, dejando a un lado lo particular, sobre el significado que podríamos atribuir al indefinido vivirse. Vivirse, como acción sobre uno mismo, debería tener que ver con cierto dominio pleno que uno va experimentando al correr de su vida, donde el énfasis parece recaer más en la plenitud que en la mera conciencia de vivir. A nadie escapa tampoco que en el hecho de vivirse el vividor transmite a través del verbo a los demás un apacible equilibrio entre el disfrute físico y el registro mental del que sólo puede derivar un grado de autosatisfacción casi onanista. Con esas credenciales semánticas, se apunta a un estado anímico tan idílico que prácticamente nunca se da, lo que deja a vivirse, en tanto que candidato a verbo, desamparado y con escaso respaldo en la realidad. No pudiendo dar con el lenguaje curso a ese idílico vivirse, es razonable concebir el desvivirse como una resuelta asunción de la vida y sus vicisitudes más allá de cualquier autocomplacencia. Y precisamente esta aproximación a vivirse nos da una clave a partir de la cual podemos trazar una divisoria tentativa entre los significados que al principio barajábamos. Pensando en esa autocomplacencia vital y en su fragilidad no tardamos en descubrir que el factor diferencial podría ser la amenaza. Vivir es también vivir sujeto a amenazas de todo tipo, mientras que desvivirse supone ver en los demás la ocasión propicia para desembarazarse si no de todas, sí al menos de las más graves y peligrosas, de esas que a uno le llegan de sí mismo. Quien se desvive mediante una labor eferente, sea esta o no altruista, puede que viva más intensamente y hasta que sobreviva, pero lo verdaderamente relevante es que consigue en un ambiente frenético un efecto sorprendentemente sedante, a largo plazo discutible, un efecto tan obvio como olvidarse de sí mismo.
martes, 14 de octubre de 2014
Nunca escribas con escrúpulos
Hay dos modos prácticamente opuestos de afrontar la escritura y no, no hablo de los relativos a la profesionalidad. A los que me refiero son, por un lado, al modo que reúne a quienes piensan que escribir es un acto prácticamente inútil pero nunca vergonzoso y, por otro, al de quienes piensan que es un acto realmente vergonzoso pero nunca inútil. Como decía, esta distinción poco tiene que ver con el oficio, pero curiosamente los primeros sacan de esa inutilidad buen partido, porque el cínico como escritor al dictado carece de escrúpulos; mientras que los segundos, por su parte, exhibiendo avergonzados sus lastimeras cuitas, confían en sacar de su penitencia como escritores beneficio terapéutico y algún estímulo.
lunes, 13 de octubre de 2014
Aparatos respiratorios
El espejo corrosivo, el beso cortante, el sentido turbio, el espacio escurridizo y el podio profundo pertenecen a la entrañable categoría de las ilusiones humillantes. Hacerse la ilusión en esos términos no es que trunque tus legítimas aspiraciones vitales, directamente las dinamita. Veámoslo de cerca: Un espejo en el que tu imagen se diluye entre muecas y disloques; un beso en el que al primer contacto tu pasión se astilla; un sentido en el que sin pena ni remedio zozobra tu calibre; un espacio en el que tu destino se desparrama y todo lo mancha; un podio en el que tu gloria se precipita y declara anónima. Aspirar entre tales dudas o espirar desde tu entraña, ¿tu qué prefieres?
La réplica inesperada
domingo, 12 de octubre de 2014
Lo extraordinario
Los mundos que rodean al mito y la razón se proclaman excluyentes, aunque se advierta su origen común en nuestro enfrentamiento a lo admirable y a lo extraordinario. Los efectos paralizadores de ese pasmo sólo parecen atenuarse cuando son asumidos mediante alguna liturgia mágica o afrontados mediante un examen analítico. Esto hace que, aun siendo ambos mundos comunes en origen, se hayan desarrollado en direcciones divergentes y de hecho contradictorias. La expresión más clara de esas contradicciones sería el milagro, o consecución de lo extraordinario por vía sobrenatural, que el mito acepta e integra y que la razón disuelve y rechaza. El milagro marca, por tanto, la frontera entre esos dos mundos. Son dos mundos que aun hoy conviven en permanente tensión, si bien no parece que el milagro pueda ser sostenido públicamente de forma convincente. Como ha servido, por otro lado, de coartada para toda clase de estafas y abusos a la buena fe, es temerario mantenerlo en vigor. Desde que nuestras sociedades están regidas por un contrato social no teocrático, el milagro ha pasado de ser un confuso acontecimiento público a ser un hecho evaluable empíricamente. Este tratamiento le ha hecho perder toda credibilidad pública y actualmente, carente de la relevancia social que antes le otorgaban las religiones, levanta justificadas sospechas. No cabe duda de que el mundo mítico subsiste bajo ese ordenamiento social, pero es difícil que emerja y menos que se prestigie a través de acontecimientos milagrosos, porque la explicación de cualquier acontecimiento físico ha pasado a estar sujeta al protocolo científico y porque los costes de aventar falsas esperanzas son socialmente intolerables. Como dice Grass, en una ácida valoración de esas extraordinariaces en la que marca bien el signo de los nuevos tiempos: «Ya nadie se pregunta si existen los milagros, sino cuál es el precio que hay que pagar por ellos».
Citas creativas
De una cita literaria es absurdo hacer un mundo, y menos pasar a tenerlo por propio. Quienes actúan con esa desmesurada pretensión creen haber encontrado por fin la famosa palanca de Arquímedes, aquella con la que además de poner el mundo entero en movimiento éste quedaría a su arbitrio. No desmerecerá en su valor la palabra escrita, y tampoco la cita en cuestión, por asignarle un papel un poco más modesto. Pero es difícil que quien escribe se resigne a la triste condición de subalterno. «Mencionando a X, Y llegó a decir Z, cuando X realmente sólo había dicho A». La gran distancia que media entre la A y la Z nunca será visible sin la cita expresa de A junto a Z. Sin embargo, esa es una condición que por necesaria no llega a ser suficiente para conceder a Y los honores que pueda ostentar X. Esto no deja de ser un abuso que desgraciadamente se da a menudo. Porque una cosa es incorporarse a una corriente de opinión, a través de una cita, y otra considerarse la fuente y como tal el principio creador de la misma.
Bueno, pues si con una no basta, se dice el citador, que sean dos, o tres, o cuatro citas, y así sucesivamente hasta que ese maniático lector, que todo lo supervisa y sopesa, se rinda y me conceda patente de creador. Este es otro planteamiento, también pretencioso, pero que merece, no obstante, otra consideración. De por medio estaría como cuestión principal si alguien que escribe citando puede ser considerado creador. Conviene no olvidar que en un mundo que se desvive por la novedad esa etiqueta de creador concede crédito casi gratuito y, por otro lado, que quien en él tiene crédito gana ascendencia sobre el resto, y digo ascendencia porque llamarlo poder quizá resultaría excesivo. De ahí a suponer que la novedad es la seña inequívoca con que se presenta el creador media un trecho importante. En realidad es tan absurdo como lo de partir de una cita para montar un mundo. Novedad sólo puede ser algo de lo que no encontramos su igual, sin que eso le conceda mayor utilidad o mejor prestancia. Es cuando empezamos a compararlo con lo conocido cuando lo nuevo adquiere algún relieve e interés. Es ahí donde entrarían en juego las citas. Por ejemplo, una serie de citas puede avalar un argumento propio o conceder un inesperado peso y autoridad a lo que uno ha propuesto. Ya sea porque lo corroboran con otras palabras o porque ponen de relieve un nuevo enfoque.
Hoy este asunto se ha complicado enormemente porque muchos de los que escriben en los medios de comunicación se atribuyen la dudosa honra de ser creadores, creadores de opinión. Parece como si la opinión del resto, por permanecer callada, no les mereciera excesivo respeto, creyéndonos a la espera de que ellos como curtidos parteros saquen de nuestras entrañas lo mejor. En este caso, al igual que en el caso del que cita, por no hablar del que cita sin declararlo, estamos lejos de asistir a una creación. Hablemos de inducción, de persuasión o de engaño para entender lo peligroso que puede ser sentir reflejada en palabras ajenas la propia opinión. El peligro reside en que ese reflejo reproduce nuestras ideas mediante una imagen que aunque sea poco o nada fiel al original resulta, por mor del oficio, mucho más aseada y digna de ver. Esto hace que con frecuencia la utilicemos como carta de presentación, como cita de urgencia o como instrumento defensivo en una discusión. Es verdad que de ese modo no exponemos nuestras ideas sino las de ese escritor, al que acogemos como pensador de gabinete. Son ideas que encuentran mullida cama en las nuestras para después ser puestas como propias en circulación. Si luego quedamos al descubierto y sin opinión, no deberíamos quejarnos. Por eso es muy recomendable, en este punto de citar o asumir opiniones, saber con quién se acuesta uno, haya o no consumación.
sábado, 4 de octubre de 2014
Ahora desde la cabeza
Hablaba yo de la dispersión de la verdad, otros lo hacen con más tino apuntando para ello a la cabeza. Como ésta tiene una condición reflexiva no es difícil comprometerla con nuestra propia percepción de ella. El resultado, al decir de Günter Grass, es catastrófico, aniquilador. Él no aborda directamente la verdad, el parte del que piensa y de la dificultad en quien ya se conoce de reconocerse, esta vez desde la distancia, o más concretamente de la imposibilidad de establecer desde un punto externo nuestra propia identidad.
Así entiendo, yo por lo menos, el rotundo comienzo de su pequeño ensayo La carrera hacia la utopía: «La cabeza del hombre se considera a sí misma más diversa y más grande que la esfera terrestre. Es capaz de pensarse y repensarse a sí misma y a nosotros desde cualquier distancia, desde más allá del alcance de la gravedad de la Tierra. Se describe a sí misma y luego no se reconoce. La cabeza del hombre es una monstruosidad».
Donde la verdad se dispersa
La idea de una verdad universal sólo puede sostenerse cabalmente si se acepta aquello que Alguien dijo de que alrededor de una verdad circulan en distintas órbitas, bien sean lejanas, contrapuestas, colisivas o intermedias, muchas otras afirmaciones que podrían ser igualmente verdad tan sólo con que cumplieran como único requisito que todo el universo se observara partiendo de ellas como primer punto de referencia.
jueves, 2 de octubre de 2014
De Incógnito
De la cartelería empleada en el último Zinemaldi de Donostia me ha llamado especialmente la atención el cartel que muestro aquí arriba, obra original de Erick Ginard, un ilustrador cubano afincado en México. El trabajo, que lleva por título Incógnito, me parece francamente sobresaliente. De hecho, que entre los demás sobresale es algo perfectamente constatable, pues no hay más que revisar los restantes carteles del Festival, en sus diversas secciones, para reconocer los méritos de éste.
Dicho cartel ha servido para anunciar la sección Nuevos directores. Si no ha llegado ahí por iniciativa del propio ilustrador al postularse, creo que quien lo ha elegido para publicitar la sección ha estado bastante acertado. Lo digo porque hay en esa imagen, por si no bastara con lo apuntado en el título Incógnito, un interesante intento de reflejar cómo surge y se proyecta lo desconocido. En una línea más convencional, podría haberse optado por mostrar la inminente presencia de lo que aún desconocemos de una forma más opaca, quizá a través de algún símbolo, o mediante alguna intriga o referencia más o menos literaria. Lo que tiene de interesante, sin embargo, la fórmula aquí empleada es que se trata de una fórmula fundamentalmente visual. Recurre para ello el autor a un anónimo rostro que viene a tomar posición y figura en un busto visible, aunque sin llegar a desvelarse. No estamos, por tanto, en el clásico juego lógico entre lo conocido y lo desconocido, sino en uno mucho más equívoco, entre lo que puede llegar a ser y lo que se va haciendo evidente. Alguien podría pensar que esa doble apelación a factores abstractos y neutros desfigura al hombre, al director en este caso, como pivote principal del cartel. Pero quien ve a continuación la imagen completa, un busto humano en definitiva, difícilmente puede llegar a aceptar semejante objeción.
Respecto a lo de las referencias simbólicas o literarias, tampoco puede sostenerse que carezca de reminiscencias en esa dirección. Al fin y al cabo estamos ante un cartel, un medio de expresión, una obra perteneciente por tanto a una larga tradición cultural. No es extraño que reconozcamos a primera vista una influencia clásica, griega más exactamente, y de un modo más sutil seguramente otra oriental. No es cuestión de esgrimir cánones cuando uno inmediatamente evoca en esos cabellos ensortijados la testa del David de Miguel Angel. Y también hay algo de apolíneo en ese remate ovalado del mentón que asienta el gesto y es una seña de carácter sobre el desvaído busto. Lo que se cierne, avalado por esos detalles formales, es una promesa de renovación. Algo que conviene especialmente a quienes se tratan de presentarse como intérpretes de un nuevo mundo a través de su arte. No olvidemos que en cualquier arte la expresión es todo: esto vale para el cine y vale también aquí para el arte de la ilustración. Y si hablamos de expresión, mirando a este cartel es probable que sepamos reconocer cierta inspiración caligráfica. Cierto que esa caligrafía no está del todo en línea con la tradición que reflejan las formas, ciertamente occidental. El trazo con grueso pincel parece revelar un estilo diferente, un grafismo de origen oriental. En la medida en que todo grafo esconde una firma, el resultado sería una afortunada síntesis, y consecuentemente un símbolo, de quienes buscan con su obra un nuevo y personal modo de expresarse. Todo esto no hace sino resaltar el acierto principal de quienes nos han propuesto el cartel (el autor por delante y el programador quizá), y ese acierto ha consistido en haber sabido aunar felizmente el destino al que se ha dedicado con su expresión formal.
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