miércoles, 8 de enero de 2014

Empatía y solidaridad


Como el número de observaciones relevantes sobre el comportamiento humano, se diga lo que se diga, no es ilimitado, nos vemos condenados a oírlas repetidamente cada cierto tiempo en distintos tonos, variantes y contextos. Esas repeticiones parecen tener con el cambio de contexto un efecto milagroso, pues con sólo añadir algún malabarismo discursivo se consigue hacer de lo que ya se tenía por trivial o por sabido un hallazgo fabuloso. Observamos, sin ir más lejos, cómo propuestas, sentencias y aforismos filosóficos clásicos son festivamente reinventados a la luz de la psicología, la sociología y las ciencias cognitivas. Se les da así nuevo relieve, prescindiendo de su autoría original, con el pretexto de que su anterior contexto era cosa de pioneros aficionados, un empeño meritorio pero científicamente deficiente. Una vez montadas sobre nuevos y rutilantes soportes teóricos, las antiguas aseveraciones se convierten en doctrina propia y se presentan además como si nacieran contrastadas de manera irrefutable.

Uno de los casos más irritantes en este juego es el de algunos conceptos de carácter hasta ahora inequívocamente social, los cuales gracias al cambio de escenario reaparecen con un enfoque sorprendentemente individual, por no decir que individualista. Pensemos, en concreto, en actitudes como la solidaridad, o incluso en sus versiones más o menos seráficas, a saber la compasión, la misericordia o la piedad. Quedémonos simplemente con la primera, cuyo tratamiento casi siempre arduo solía ser materia reservada a la política o tenida en todo caso por una cuestión de compromiso emocional. Sorprende de veras que una actitud como esa haya pasado a ser reconsiderada bajo el novedoso prisma de la empatía personal. El hecho de que el éxito de la organización social pueda depender de las connotaciones que se atribuyen al neologismo empatía constituye sin duda un cambio de enfoque del asunto bastante radical.

La solidaridad, que siempre había sido vista como un principio que forjaba la cohesión social a partir de la voluntad del individuo, evoluciona ahora en una nueva dirección al ser aceptado como factor de cohesión el reacomodo virtual de conciencias propuesto por la empatía. Con su llegada, la sociedad solidaria que en otro tiempo era percibida como una poderosa y múltiple conciencia acumulativa se presenta ahora como una especie de marco estructural que facilita el intercambio, reemplazo y asimilación de conciencias díscolas. No olvidemos que al hablar de empatía nos estamos refiriendo a la capacidad que se reconoce a un individuo, el empático, para colocarse en la posición anímica de otro individuo, el empatizado. Nada asegura siquiera que esta acción sea recíproca y que un individuo pueda ser a la vez sujeto y objeto de empatía en el seno de la sociedad. Puede que así planteada la empatía aún generara un movimiento de reconocimiento mutuo y acabara por crear algo parecido a un estado de conciencia general o multilateral. Pero la empatía es un movimiento virtual que sólo actúa selectivamente y en un solo sentido de forma natural. El empático tiende a fijarse como objetivo de suplantación empática aquellos individuos establecidos en posiciones jerárquicas ventajosas. Le cuesta bien poco esfuerzo verse en su lugar, porque empatizar es para él un recreo. No es de extrañar, pues, que la difusión empática acabe inspirando más sueños de ascenso y prosperidad personal que acciones de solidaridad social. A partir de lo anterior se concluye que con esa reducción al nivel individual se gana conceptualmente poco, pero es que además el cambio deja bien a la vista algunas de las falacias que trae implícitas.

Si profundizamos un poco en ellas, encontraremos curioso que se haga surgir una sociedad de la interrelación de individuos ca-racterizados fundamentalmente por su particular «posición» anímica. Lo habitual era manejarse con la idea de «estado» anímico, un poco más compleja, dada su variabilidad, y desde luego poco compatible con el carácter inmutable y reductor de una «posición». Una hipotética interrelación de estados nunca será del mismo alcance que la interrelación de posiciones. Imaginar el estado anímico en que quedaría alguien al ser emplazado en la posición de otro es tarea prácticamente imposible. Es sencillo colocar a un individuo en una posición relacional determinada, es decir iniciar el movimiento empático, pero es imprevisible saber cómo responderá y cuál será su estado anímico una vez instalado. Pretender que la nueva situación puede favorecer, reclamar o exigir la asunción de un determinado papel u orientación social ya parece bastante improbable, pero imaginar que la conciencia del individuo se altera como consecuencia de ese ejercicio intelectual es poco razonable. Sobre todo cuando se quiere ver en esa alteración la práctica asimilación del papel del empatizado. Es indudable que este juego tiene sus efectos multilaterales, pero no creo que se resuma en un movimiento de cohesión. Aunque existiera una optimización de los estados anímicos que condujera a la solidaridad, nada asegura que ese juego de suplantación virtual, la empatía, suponga una mejoría del estado inicial.

Pongámonos en el mejor de los casos: El individuo, al multiplicar mentalmente sus posicionamientos gracias a la empatía y verse en distintas situaciones sociales, adquiere una conciencia global. Dotarse de una conciencia global, percibir la sociedad como un problema propio es un avance importante, un despegue efectivo de la conciencia individual. Sin embargo, la llegada de un sentimiento de solidaridad exige algo más, exige que las conciencias globales que surgen del juego sean mínimamente compatibles. Ese mínimo ya hace ver que en todo esto de la solidaridad existen niveles, niveles que tienen que ver con el problema o el factor que en cada caso aglutine esa conciencia global. El mero movimiento de posiciones sirve de poco si no hay una percepción común de algo. La empatía puede tener un efecto multiplicador de nuestra consideración respecto a cuestiones como la subsistencia, un poco más vago en el caso de nuestros sentimientos concretos, porque el grado de percepción no es el mismo desde la posición ocupada y desde las que empatizamos. Hacer que todos esos efectos multiplicadores, focalizados en individuos concretos tengan una resultante global y desarrollen un estado general de solidaridad, en torno a esa u otra cuestión requiere de mucho ejercicio suplementario. Ese suplemento será tanto más necesario si tenemos en cuenta que la mayoría se ejercita y vive hoy la sociedad con muy escaso contacto físico con los demás. Nada favorece más la comprensión y la asimilación de los estados anímicos ajenos que la percepción de su estado físico. Nada, por tanto, como la cercanía, como el vivir de un aliento común, alienta la solidaridad. Al llevarla al terreno de la empatía para darle sólido fundamento, corremos el riesgo de malinterpretarla y hacerla avanzar hacia una imposible convergencia de intereses personales a través de esos pantanosos estados anímicos ajenos que nadie aspira a imaginar.


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