viernes, 3 de enero de 2014

El coloso


El que va sobredotado de fuerza queda con suma facilidad expuesto al rídiculo o de lo contrario sometido a la complicada decisión de si debe hacer o no uso de ella. A pesar de lo que se dice, pocos de los que contemplan al coloso toman su renuncia a la fuerza como un gesto inteligente, la mayoría la ve como la obligada concesión de un espíritu pusilánime. Para esos mismos la violencia, cuando se está en condiciones de ejercerla con ventaja, es un ejercicio absolutamente natural, con independencia de los daños que ocasione. Todo lo que suceda cuando se exhibe, siempre que vaya en la onda en que ellos se mueven y les deje a salvo de sus efectos, apelará muy vagamente a su razón y difícilmente les hará valorar la justicia de la acción, ni siquiera cuando el desequilibrio de fuerzas sea manifiesto. La fascinación que provoca ver en acción esa fuerza de proporciones colosales no exige conocer su causa desencadenante ni remite a ningún litigio previo, es ante todo un espectáculo. Es difícil calibrar en qué medida influyen las expectativas de los espectadores en la actitud del coloso, pero por su comportamiento habitual uno lo imagina poseído por una repentina, extraña y malsana euforia paternal. Una mirada a esas masas enardecidas debería hacerle entender que no reclaman de él protección sino espectáculo. Pero, en pleno disfrute de ese poder de atracción, hay cosas que no cree necesario entender. Tiene la exhibición de fuerza tal magnetismo que si la esconde sabe que se expone a la decepción y a una vergüenza pública de similares proporciones.

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