Retractarse. Un verbo sin duda complicado, y de moda. A la autoridad, es decir, a quien detenta esa primacía que la violencia le concede —a través del pueblo o a costa de él— así como al poder constituido que emana de ella, no suele bastarle con que alguien pillado en falta se explique. Exige perentoriamente que se declare equivocado, para que así se ponga de manifiesto quién ostenta la verdad. Si miramos bien, lo que hace esa exigencia es arropar al poder con el lustre de una dudosa verdad, pues la retractación no se extrae generalmente del insumiso por la fuerza de la lógica. Para entender la mecánica, entremos un poco más en cómo se llega a ese punto. Cuando un fiscal exige la retractación, no está buscando explicación a un comportamiento, tampoco desea dejar abierto a debate y buen juicio lo sucedido. En otras palabras, tiende a prescindir de los hechos. Busca simplemente la sumisión, de tal forma que el detenido se inculpe y admita públicamente su desvarío. Y ahí tenemos un segundo verbo complicado, inculparse, el segundo en la línea demoledora. Podría pensarse que la inculpación a uno mismo ya supone un reconocimiento de los hechos, pero el fiscal que sigue esa línea siempre irá más allá. En realidad, los hechos le importan poco, lo que le importa es que esos hechos derivan de una conducta evidentemente sostenida por un criterio peligroso para su orden social. Dice un fiscal de aquí cerca, a propósito de los hechos de los que hoy hablan todos los periódicos: «Si hubieran dicho que aceptaban la Constitución, a lo mejor alguna cosa habría cambiado». ¿Cambiado qué? ¿Los hechos, las interpretaciones, las calificaciones penales, la petición de treinta años de cárcel? Su tarea no parece otra, pues, que derribar el muro intelectual y moral con que el insumiso salvaguarda su conciencia personal. En ese sentido, la siguiente medida consiste en pasar a considerarlo reo, carne de cárcel (antes fue de tormento), con la violencia moral que eso supone. Para el fiscal, en cualquier caso, esa violencia es consecuencia natural de la resistencia moral que el reo opone al orden que él mismo representa. Ante este continuado choque con la firme conciencia del reo, el fiscal dirá que es preciso restablecer el orden de las cosas, cuando en realidad su obsesión es ordenar conciencias e intentar que se reconozca su superioridad moral como agente de la autoridad. Por tanto, al reclamar retractaciones, parece que al agente acusador del tribunal no le importa tanto pasar por encima de los hechos si eso sirve para centrarse más en el reo y sus convicciones. De algún modo un sistema judicial que ampara a un agente como éste tiene un serio problema, pues parece no haber conseguido liberarse de la vieja manía de doblegar al reo en vez de juzgarlo. En la actitud de ese agente se intuye claramente una abierta disposición a imponerle al reo, de no mediar retractación, los más grandes sacrificios, sin reparar en abusos y sevicias por supuesto. Para entender en qué términos nos movemos, pensemos lo curioso que resulta que un cronista comente la situación procesal señalando qué conveniente hubiera sido para los procesados, antes de convertirse en reos, ofrecer algún gesto de arrepentimiento y conversión a la doctrina constitucional. Como el proceso se torna de repente moral, es evidente que la acusación fiscal busca sin miramiento como último objetivo una rendición moral. Eso puede significar que el reo debería retractarse de sus convicciones y seguidamente inculparse de cualquier hecho que resulte conveniente a efectos del proceso. Y esto nos lleva al tercer y último verbo complicado, acatar, porque acatar lo que desprecia es lo que se le exige, lo cual viene a ser tanto como pedirle que renuncie a sí mismo, una exigencia vergonzosa, más fácil de imaginar, digámoslo con claridad, en un tribunal inquisitorial. Sería más propio, pues, que nuestro fiscal tomara para la ocasión el hábito de los dominicos o de los franciscanos, y que se ofreciera a rememorar vestido con él el papel de ilustres figuras como Torquemada, Landa o cualquiera de la larga saga de inquisidores, para traer hasta el presente y mostrar en pleno siglo XXI y en toda su crudeza una tradición que no está dispuesto a dejar perecer.
viernes, 3 de noviembre de 2017
Retracto
Retractarse. Un verbo sin duda complicado, y de moda. A la autoridad, es decir, a quien detenta esa primacía que la violencia le concede —a través del pueblo o a costa de él— así como al poder constituido que emana de ella, no suele bastarle con que alguien pillado en falta se explique. Exige perentoriamente que se declare equivocado, para que así se ponga de manifiesto quién ostenta la verdad. Si miramos bien, lo que hace esa exigencia es arropar al poder con el lustre de una dudosa verdad, pues la retractación no se extrae generalmente del insumiso por la fuerza de la lógica. Para entender la mecánica, entremos un poco más en cómo se llega a ese punto. Cuando un fiscal exige la retractación, no está buscando explicación a un comportamiento, tampoco desea dejar abierto a debate y buen juicio lo sucedido. En otras palabras, tiende a prescindir de los hechos. Busca simplemente la sumisión, de tal forma que el detenido se inculpe y admita públicamente su desvarío. Y ahí tenemos un segundo verbo complicado, inculparse, el segundo en la línea demoledora. Podría pensarse que la inculpación a uno mismo ya supone un reconocimiento de los hechos, pero el fiscal que sigue esa línea siempre irá más allá. En realidad, los hechos le importan poco, lo que le importa es que esos hechos derivan de una conducta evidentemente sostenida por un criterio peligroso para su orden social. Dice un fiscal de aquí cerca, a propósito de los hechos de los que hoy hablan todos los periódicos: «Si hubieran dicho que aceptaban la Constitución, a lo mejor alguna cosa habría cambiado». ¿Cambiado qué? ¿Los hechos, las interpretaciones, las calificaciones penales, la petición de treinta años de cárcel? Su tarea no parece otra, pues, que derribar el muro intelectual y moral con que el insumiso salvaguarda su conciencia personal. En ese sentido, la siguiente medida consiste en pasar a considerarlo reo, carne de cárcel (antes fue de tormento), con la violencia moral que eso supone. Para el fiscal, en cualquier caso, esa violencia es consecuencia natural de la resistencia moral que el reo opone al orden que él mismo representa. Ante este continuado choque con la firme conciencia del reo, el fiscal dirá que es preciso restablecer el orden de las cosas, cuando en realidad su obsesión es ordenar conciencias e intentar que se reconozca su superioridad moral como agente de la autoridad. Por tanto, al reclamar retractaciones, parece que al agente acusador del tribunal no le importa tanto pasar por encima de los hechos si eso sirve para centrarse más en el reo y sus convicciones. De algún modo un sistema judicial que ampara a un agente como éste tiene un serio problema, pues parece no haber conseguido liberarse de la vieja manía de doblegar al reo en vez de juzgarlo. En la actitud de ese agente se intuye claramente una abierta disposición a imponerle al reo, de no mediar retractación, los más grandes sacrificios, sin reparar en abusos y sevicias por supuesto. Para entender en qué términos nos movemos, pensemos lo curioso que resulta que un cronista comente la situación procesal señalando qué conveniente hubiera sido para los procesados, antes de convertirse en reos, ofrecer algún gesto de arrepentimiento y conversión a la doctrina constitucional. Como el proceso se torna de repente moral, es evidente que la acusación fiscal busca sin miramiento como último objetivo una rendición moral. Eso puede significar que el reo debería retractarse de sus convicciones y seguidamente inculparse de cualquier hecho que resulte conveniente a efectos del proceso. Y esto nos lleva al tercer y último verbo complicado, acatar, porque acatar lo que desprecia es lo que se le exige, lo cual viene a ser tanto como pedirle que renuncie a sí mismo, una exigencia vergonzosa, más fácil de imaginar, digámoslo con claridad, en un tribunal inquisitorial. Sería más propio, pues, que nuestro fiscal tomara para la ocasión el hábito de los dominicos o de los franciscanos, y que se ofreciera a rememorar vestido con él el papel de ilustres figuras como Torquemada, Landa o cualquiera de la larga saga de inquisidores, para traer hasta el presente y mostrar en pleno siglo XXI y en toda su crudeza una tradición que no está dispuesto a dejar perecer.
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