domingo, 23 de marzo de 2014

Ciudades ilustradas


Hacía tiempo que unas ilustraciones no me encandilaban tanto. Por eso me animo a compartirlas, como si se tratara de un afortunado hallazgo. Puede que no esté a la última, seguramente ni a la antepenúltima, en esto de la ilustración, pero es mucho lo que nos llega a través de anuncios y revistas, así que a la fuerza algo ya sabemos y las ilustraciones que veo normalmente las encuentro casi siempre manidas y convencionales. No es ese el caso de estas de Sam Van allemeersch. Pongámoslo como el último en esa larga tradición de la pintura flamenca, que de su mano, si es verdad que la pilota, recibe un terrible giro de timón.

De las dos muestras que tengo una es tirando a convencional, a menos que le atribuyamos cierto tono metafórico, en cuyo caso resulta un poco más inquietante. El sujeto trajeado que, vigilante y montado en ese tablero que se desintegra, sobrevuela una ciudad que amenaza ruina es algo así como la representación del factotum actual. Cada cual puede verlo como quiera, pero pasando del sueño a la pesadilla quizá quiera ser una versión gráfica y actualizada de Aladino y su alfombra mágica.



La segunda me resulta aún más interesante. Aquí no hay evocaión, el ambiente es realmente de pesadilla. El cielo más que plomizo resulta desgarrador. El cromatismo que envuelve la ciudad es tormentoso y feroz. El paisaje humea y delira bajo el signo del desasosiego. La inminente tragedia desemboca en la Biblia, pero no como un apocalipsis trágico sino con una extraña alegoría. Quienes llegan a la ciudad por encima de cadáveres, mares y desiertos resultan ser los mismos que huyeron a Egipto en el Nuevo Testamento. Se me escapa el significado final y sobre todo el tono, pero algo tiene que ver, atendiendo a las chumberas, con el espíritu del emigrado. Un destino cruel, quizá un sarcasmo, venir a refugiarse en esa ciudad siniestra.



Por otro lado, todo ese colorido a base de contrastes brutales, con esos grises tintados, me recordaba a los expresionistas, en concreto a Otto Dix. Dicho así, a bote pronto, parece un poco aventurado, pero no creo haberme equivocado demasiado. Al repasar los trabajos que expone en su web, http://www.sovchoz.be/, creo verlo confirmado. Si las formas plásticas describen el signo de los tiempos, a través de esa galería uno tiene la impresión de que son bien sombríos los que nos esperan. Ahí las ciudades no están sublimadas y fundidas en elegante negro gótico, al estilo de aquella Gotham de Batman, estas son bastante más reales y sórdidas. A falta de héroes y villanos, son esos odiosos personajes comunes y ruines que las habitan los que las convierten en entornos corrosivos y a la larga asfixiantes.


sábado, 22 de marzo de 2014

Matar el rato


Ni la mejor butaca vale para matar fríamente un rato, por muy malo que sea. Cuánto más si se trata de un tiempo inútil y condenado de antemano. Hacerlo desaparecer entre cojines sería casi como un absurdo asesinato. Al hablar de tiempo muerto también nos equivocamos. No es fácil que despiertos a la vida reconozcamos esa pérdida de pulso. La idea es más bien distraer el tiempo antes de que, falto de acción que lo entretenga, nos domine y ahogue. Ahí la duración apenas importa. Basta un instante para acabar sobrecogido y dominado por el tiempo, para quedar enganchado al hilo. Matar el rato es siempre un espejismo, algo así como una gélida ilusión. No por innecesarios pasan esos ratos vacíos a ser imposibles. Lo normal es que sigan vivos, posiblemente sin imponernos exigencias, pero poco dispuestos a morir. Incapaces de matarlos, sentimos que se prologan y conviven con nosotros hasta que se mueren, soportando la pequeña historia como si la portáramos en nuestros tensos y desfallecidos brazos.


viernes, 7 de marzo de 2014

Hojas sueltas


Han quedado sobre mi mesa media docena de hojas secas, alguna espléndida, del último otoño. No sé con qué propósito las cogí ni para qué las metí en una bolsa de plástico, pero ahí están cuidadosamente guardadas como si esperaran algo. Las del roble y el espino siguen verdes, la del arce es rojiza y la del gingko es de un amarillo profundo. Por falta de color no queda. De vez en cuando me agrada mirarlas, observar los detalles, la nervadura, los lóbulos, el tallo, el tono mate del envés. Suelo recordar dónde las cogí, pero ni aun así consigo reconocer si hubo o no algún fin. En esto no parece que haya mucha diferencia con las que escribo. Estas van quedando almacenadas sin quedar permanentemente expuestas a mi vista. A diferencia de aquellas no son indelebles, cualquier mirada me invitaría a animarlas con el color del día.